Simone de Beauvoir es sin duda una de las mujeres más importantes del siglo XX. El segundo sexo –de 1949, un ensayo agudo sobre la opresión de las mujeres– se convirtió en un libro capital de lo que luego sería el feminismo, desató una revolución moral con respecto a la mujer en la sociedad y preservó un poder libertario que todavía ejerce sobre millones de lectoras. Sus novelas y memorias tuvieron impacto y reconocimiento similares. Escribió sobre sexo como ninguna mujer lo hacía, sobre el aborto, sobre la violencia, sobre política y las guerras de liberación, y sobre sus propias experiencias con un nivel de exposición apabullante. Además, su pareja con Jean-Paul Sartre se convirtió en una de las más célebres y emblemáticas del siglo: desde que se conocieron, en 1929, nunca se casaron, se dedicaron el uno al otro de manera absoluta y se permitieron involucrarse sexual y emocionalmente con terceros, siempre y cuando compartieran los detalles. El miércoles que viene –9 de enero– se cumplen cien años de su nacimiento. Mientras París se prepara para honrarla con un simposio sobre ella con lo más granado del mundo intelectual europeo y un puente peatonal sobre el Sena con su nombre, Radar lo hace en la pluma de escritoras e intelectuales argentinas que reconocen deberle lo mismo que muchas otras mujeres: buena parte de lo que son.
En una habitación de departamento del barrio de Balvanera iluminada por una vela y cuyas paredes estaban cubiertas en toda su extensión por citas literarias al igual que una cave existencialista, yo solía posar de lectora. Y, cualquiera fuese la posición que adoptase ante el libro, siempre podía divisar la puerta donde un corazón dibujado con tiza encerraba los nombres de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Ese gesto digno de la historieta “Susy, secretos del corazón” no era una rareza. Es que antes de mayo del ’68 nuestros vínculos –los de los que echábamos manotazos de ahogado para encontrar imágenes soberanas en las que templar nuestra adolescencia– estaban atravesados por el molde de ese par mesiánico. Los ménages à trois aderezados por confesiones laicas que se extendían hasta la madrugada, la pose del alcohol y de la boina, el gusto considerado antiburgués por la oscuridad y los locales sin ventanas nos hacían acceder a una filosofía a través de su parte más sencilla, la superficie. Y si El segundo sexo se fue convirtiendo poco a poco en algo así como el Libro Rojo de la nueva feminidad, las autobiografías de Simone de Beauvoir (Memorias de una joven formal, La plenitud de la vida, La fuerza de las cosas y Final de cuentas) nos permitían una lectura paradójica de la propia vida: al mismo tiempo como una elección y como una profecía. Para nosotras, las chicas, los insistentes viajes de aprendizaje que solíamos realizar, mochila al hombro y aire amenazante, estaban menos inspirados en las aventuras selváticas del doctor Guevara que en los viajes que Simone solía hacer sola por el mundo. Creo recordar, en uno de sus libros de memorias, una frase irresponsable: “Ninguna mujer puede ser violada por un solo hombre”. Luego Simone detallaba didácticamente cómo se quitó de encima, y mediante unas cuantas monedas, a un árabe que se le sentó entre las piernas mientras ella dormía tranquila y desafiante en el desierto. Pero nuestra importación no era tan turística. No importaba cuántas veces los imperativos de la moda nos llevaran al lecho del líder y a los delirios celotípicos: fundamentalistas, queríamos explorarlo todo en nombre de una libertad que ignoraba cuánto tenía de un totalitarismo íntimo donde el deseo era considerado una fuerza sin barreras capaz de ignorar tanto la existencia del inconsciente como la de la delicadeza. Sin embargo ninguno de esos matrimonios de exploradores duró menos que los monogámicos o tradicionalistas del cuerno. Entre lágrimas nos divertíamos. Hoy esa “nueva sinceridad” que lucha contra la propiedad privada de los cuerpos quizá vive sus vicisitudes en los vínculos entre homosexuales, mostrando que cuestionar el imperativo hétero no exige sólo cambiar el otro sexo por el mismo sino, como quería Foucault, “otro modo de vida”.
Fueron esas invenciones privadas las que, publicadas las cartas y diarios de la pareja vedette y cumplidos los derechos a réplica de las supuestas víctimas de esa pasión caníbal, se convirtieron en el flanco débil de la obra de Simone de Beauvoir: las críticas hoy se apoyan fundamentalmente en las vertientes dramáticas del vínculo de ésta con Sartre y en una supuesta misoginia que ni el monumental El segundo sexo pudo expiar. Sin embargo, cabe aclarar que la de Simone de Beauvoir y Sartre no era una “pareja abierta” a la americana, según los códigos de las comunidades californianas de los años sesenta, ni de consumidores de avisos swinger. Para el existencialismo cada conciencia que logra su libertad es una perpetua superación de sí misma hacia otras libertades. Esta acta de los misioneros Sartre y De Beauvoir, que llevaba a no desestimar el amor y la amistad plurales, no podía realizarse sin conflictos, ya que no se trataba de una política de la felicidad sino de una exploración de la libertad. ¿Simone de Beauvoir, por haber escrito El segundo sexo, debía mantener con las mujeres relaciones carentes de aristas celosas, envidiosas o despectivas? Más claro, ¿deberíamos abandonar la lectura de Marx por el trato que le daba a su mucama? ¿A Freud por haberse impuesto la castidad para escribir un obra que otorga una gran importancia a la sexualidad?
EL SEGUNDO SEXO
Hace cincuenta años, más exactamente el 24 de mayo de 1949, apareció esta obra, llegando a alcanzar, durante las primeras semanas, entre las “oes” de escándalo y las persignaciones conjuradoras, una cifra de ventas de 20.000 ejemplares. En enero de 1999 la historiadora Michelle Perrot convocó a los salones de La Sorbona y el Ministerio de Investigación y Educación de París a 120 mujeres provenientes de todas partes del mundo, para homenajear a la que, con su turbante rojo y un anillo regalado por su amante Nelson Algreen en el dedo, había sido enterrada en Montmartre trece años antes. Muchas de las ponencias se detuvieron en una lectura vigorosa de El segundo sexo, el libro que daría la buena noticia de que ser mujer no es una esencia ni un destino y que la opresión tiene un status contingente. Durante el coloquio, Sylvie Chaperon hizo una historia de las traducciones: los japoneses, por ejemplo, habían reemplazado “feminidad” por “maternidad”. En los EE.UU. el texto fue cortado de manera que quedaran fuera las partes más complejas, privilegiando las positivas. En la desaparecida URSS estuvo prohibido hasta la llegada de Gorbachov.
Los ataques más virulentos contra El segundo sexo parten de las afiliadas al feminismo de la diferencia. Sylviane Agacinsky, por ejemplo, autora de Política de sexos, le reprocha haber pensado la maternidad sólo en términos de opresión, olvidando el contexto del libro: la Francia coaccionada a levantar la tasa de natalidad y así conjurar el fantasma de la poderosa Alemania y a relevar los cuerpos invertidos en la Segunda Guerra. La teórica Judith Butler la acusa de no haber cuestionado la noción del sujeto cartesiano, en un paulatino cambio de opinión, ya que en una lectura anterior de El segundo sexo había encontrado en la frase “uno no nace mujer, sino que se hace” una fecundidad inusitada para redefinir las fronteras entre los géneros. Lo cierto es que cuando Simone de Beauvoir escribió El segundo sexo no era feminista y faltaban casi dos décadas para que irrumpiera en Francia el MLF, Movimiento de Liberación Femenina. Simone de Beauvoir se hizo políticamente feminista en los años setenta y no se la puede juzgar hoy por su enfrentamiento a una posición (la del feminismo de la diferencia) que no existía cuando ella escribió su texto fundante. Por otra parte, lo que más tarde vio en el feminismo de la diferencia era, desde la filosofía existencialista, su propio disentimiento con el psicoanálisis pero también una metafísica y un soporte poético del conformismo político.
¿Hay que guardar El segundo sexo junto a Corazón de Edmundo D’Amicis, por ejemplo, en nombre de un supuesto evolucionismo teórico? ¿Habrá que dejar de leer a Kant porque existe Lévinas? ¿A Freud porque existe Lacan?
SIMONE AQUI
En la Argentina Simone de Beauvoir ha dejado huellas por lo menos heterogéneas. El segundo sexo instó a Silvina Bullrich a una interpretación pragmática y burguesa que la llevó a promover en sus obras la independencia sexual y la voracidad profesional (¿un toque de Françoise Sagan en ese look?). Alentó a Beatriz Guido a imitar en su vínculo con Leopoldo Torre Nilsson una unión místico-intelectual y, en sus novelas, el sello del compromiso político. Las protagonistas de Ernesto Sabato: la Alejandra de Sobre héroes y tumbas y la María de El túnel vienen de la ósmosis sartreana, su estilo trágico, ¿su neurosis?, pero con un fondo de adustez muy a la De Beauvoir.
En los años sesenta Oscar Masotta y René Cuellar llevaban a la práctica una vida de corte existencialista y una filosofía a tono que alimentó los escritos del primero (más bien sus primeros escritos, como Conciencia y estructura), a la manera de una fundación. El vínculo múltiple y pasional no carecía de violencia y hubo un Masotta, por excepción parco en reflexiones, que respondió a una encuesta realizada por la revista Claudia sobre los deseos de fin de año: “Quisiera que la persona que amo cambiara”.
Simone de Beauvoir aparece como personaje en la novela Nanina de Germán L. García: el joven protagonista y su novia viajan desde Junín a Buenos Aires, sueñan, fantasean. “Y Mirta leerá a Simone de Beauvoir” se lee en algún pasaje. El segundo sexo no aparece como el panfleto importado que hay que adaptar o cuestionar a la realidad nacional sino como el pasaporte de una joven provinciana para abordar la gran ciudad.
UN RELOJ EN LA HELADERA
Aun los que hoy consideran que las reivindicaciones feministas son superfluas comadrean sobre el estilo adusto –”institutriz con zapatos de taco chato”, la llamó Nelson Algreen– de Simone de Beauvoir, su turbante copetudo que le daba aspecto de sultán, su agresividad sin atenuantes, las exigencias de rigor crítico con que azuzaba a sus amigos y amores, es decir, le reclaman “ser más femenina”. Han olvidado que la vehemencia forma parte del estilo oratorio del existencialismo, como si el compromiso necesitara gritarse en negritas. Que Simone de Beauvoir careció de la dulzaína retórica con que la psicología remozaría años más tarde los buenos modales de la feminidad y que para dar a luz El segundo sexo era preciso ser fuerte. He aquí un ejemplo de esa fuerza.
Claude Mauriac había aludido en Le Figaro Littéraire a Simone de Beauvoir con la siguiente bajeza: “Escuchamos con un tono de indiferencia cortés... a la más brillante de ellas, sabedores de que su espíritu refleja de manera más o menos deslumbrante una serie de ideas que proviene de nosotros”. Ella le contesta en El segundo sexo: “No son las ideas de Claude Mauriac en persona, evidentemente, las que refleja su interlocutor, puesto que no se le conoce ninguna; es posible que ella refleje ideas que provienen de los hombres; entre los mismos machos hay más de uno que considera suyas opiniones que no ha inventado; es posible preguntarse, entonces, si Claude Mauriac no tendría interés en entretenerse con un buen reflejo de Descartes, de Marx o de Gide antes que consigo mismo; lo notable es que por medio del equívoco del nosotros se identifique con San Pablo, Hegel, Lenin y Nietzsche, y que desde lo alto de su grandeza considere con desdén al rebaño de mujeres que se atreven a hablarle en un pie de igualdad; a decir verdad, conozco a más de una que no tendría paciencia suficiente para conceder al señor Mauriac un ‘tono de indiferencia cortés’”.
Una amante engañada la definió como “un reloj en la heladera”. Sin embargo basta leer las memorias de Simone de Beauvoir para recorrer los detalles de una sensualidad introspectiva y un coraje en la autoexposición que, lejos de ser motivado por el exhibicionismo, se sustentaba en investigaciones de las que se exigía no sustraerse como objeto: “No soy yo la que se despega de las antiguas felicidades, sino ellas de mí: los senderos de la montaña se niegan a mis pies; nunca más me desplomaré cansada entre el olor del heno, nunca más resbalaré solitaria en la nieve de la mañana. Nunca más un hombre”, desnuda como testimonio de la vejez, empezando por la propia. La definición de Simone de Beauvoir como un “reloj en la heladera” no evita que haya sido ella la primera mujer que describió una fellatio de la que era protagonista activa (Los mandarines, La fuerza de las cosas). Que hoy su obra se reduzca a los avatares de su intimidad con Sartre (a un supuesto fracaso) y a la superación de “ese” feminismo parece ser un eco de la invitación a la monogamia, a la vuelta al hogar de la estresada mujer independiente y a las pasiones de segunda que, con la chapa del sida y de la violencia juvenil, realiza el modelo conservador que parece menos superable que El segundo sexo.
En 1986, mientras acompañaba el cuerpo de Simone de Beauvoir al cementerio, en medio de un cortejo de 10.000 personas, la historiadora Elisabeth Badinter estalló en sollozos gritando a las mujeres de la multitud “¡Le debéis todo!”. Y la frase fue repitiéndose, cantándose en diferentes lenguas, renovando los sollozos. Quizá no se pueda esperar hoy un efecto similar entre las jóvenes que lean por primera vez El segundo sexo, pero es deseable que éste se convierta en un libro talismán como lo fue para varias generaciones de mujeres.
Fueron esas invenciones privadas las que, publicadas las cartas y diarios de la pareja vedette y cumplidos los derechos a réplica de las supuestas víctimas de esa pasión caníbal, se convirtieron en el flanco débil de la obra de Simone de Beauvoir: las críticas hoy se apoyan fundamentalmente en las vertientes dramáticas del vínculo de ésta con Sartre y en una supuesta misoginia que ni el monumental El segundo sexo pudo expiar. Sin embargo, cabe aclarar que la de Simone de Beauvoir y Sartre no era una “pareja abierta” a la americana, según los códigos de las comunidades californianas de los años sesenta, ni de consumidores de avisos swinger. Para el existencialismo cada conciencia que logra su libertad es una perpetua superación de sí misma hacia otras libertades. Esta acta de los misioneros Sartre y De Beauvoir, que llevaba a no desestimar el amor y la amistad plurales, no podía realizarse sin conflictos, ya que no se trataba de una política de la felicidad sino de una exploración de la libertad. ¿Simone de Beauvoir, por haber escrito El segundo sexo, debía mantener con las mujeres relaciones carentes de aristas celosas, envidiosas o despectivas? Más claro, ¿deberíamos abandonar la lectura de Marx por el trato que le daba a su mucama? ¿A Freud por haberse impuesto la castidad para escribir un obra que otorga una gran importancia a la sexualidad?
EL SEGUNDO SEXO
Hace cincuenta años, más exactamente el 24 de mayo de 1949, apareció esta obra, llegando a alcanzar, durante las primeras semanas, entre las “oes” de escándalo y las persignaciones conjuradoras, una cifra de ventas de 20.000 ejemplares. En enero de 1999 la historiadora Michelle Perrot convocó a los salones de La Sorbona y el Ministerio de Investigación y Educación de París a 120 mujeres provenientes de todas partes del mundo, para homenajear a la que, con su turbante rojo y un anillo regalado por su amante Nelson Algreen en el dedo, había sido enterrada en Montmartre trece años antes. Muchas de las ponencias se detuvieron en una lectura vigorosa de El segundo sexo, el libro que daría la buena noticia de que ser mujer no es una esencia ni un destino y que la opresión tiene un status contingente. Durante el coloquio, Sylvie Chaperon hizo una historia de las traducciones: los japoneses, por ejemplo, habían reemplazado “feminidad” por “maternidad”. En los EE.UU. el texto fue cortado de manera que quedaran fuera las partes más complejas, privilegiando las positivas. En la desaparecida URSS estuvo prohibido hasta la llegada de Gorbachov.
Los ataques más virulentos contra El segundo sexo parten de las afiliadas al feminismo de la diferencia. Sylviane Agacinsky, por ejemplo, autora de Política de sexos, le reprocha haber pensado la maternidad sólo en términos de opresión, olvidando el contexto del libro: la Francia coaccionada a levantar la tasa de natalidad y así conjurar el fantasma de la poderosa Alemania y a relevar los cuerpos invertidos en la Segunda Guerra. La teórica Judith Butler la acusa de no haber cuestionado la noción del sujeto cartesiano, en un paulatino cambio de opinión, ya que en una lectura anterior de El segundo sexo había encontrado en la frase “uno no nace mujer, sino que se hace” una fecundidad inusitada para redefinir las fronteras entre los géneros. Lo cierto es que cuando Simone de Beauvoir escribió El segundo sexo no era feminista y faltaban casi dos décadas para que irrumpiera en Francia el MLF, Movimiento de Liberación Femenina. Simone de Beauvoir se hizo políticamente feminista en los años setenta y no se la puede juzgar hoy por su enfrentamiento a una posición (la del feminismo de la diferencia) que no existía cuando ella escribió su texto fundante. Por otra parte, lo que más tarde vio en el feminismo de la diferencia era, desde la filosofía existencialista, su propio disentimiento con el psicoanálisis pero también una metafísica y un soporte poético del conformismo político.
¿Hay que guardar El segundo sexo junto a Corazón de Edmundo D’Amicis, por ejemplo, en nombre de un supuesto evolucionismo teórico? ¿Habrá que dejar de leer a Kant porque existe Lévinas? ¿A Freud porque existe Lacan?
SIMONE AQUI
En la Argentina Simone de Beauvoir ha dejado huellas por lo menos heterogéneas. El segundo sexo instó a Silvina Bullrich a una interpretación pragmática y burguesa que la llevó a promover en sus obras la independencia sexual y la voracidad profesional (¿un toque de Françoise Sagan en ese look?). Alentó a Beatriz Guido a imitar en su vínculo con Leopoldo Torre Nilsson una unión místico-intelectual y, en sus novelas, el sello del compromiso político. Las protagonistas de Ernesto Sabato: la Alejandra de Sobre héroes y tumbas y la María de El túnel vienen de la ósmosis sartreana, su estilo trágico, ¿su neurosis?, pero con un fondo de adustez muy a la De Beauvoir.
En los años sesenta Oscar Masotta y René Cuellar llevaban a la práctica una vida de corte existencialista y una filosofía a tono que alimentó los escritos del primero (más bien sus primeros escritos, como Conciencia y estructura), a la manera de una fundación. El vínculo múltiple y pasional no carecía de violencia y hubo un Masotta, por excepción parco en reflexiones, que respondió a una encuesta realizada por la revista Claudia sobre los deseos de fin de año: “Quisiera que la persona que amo cambiara”.
Simone de Beauvoir aparece como personaje en la novela Nanina de Germán L. García: el joven protagonista y su novia viajan desde Junín a Buenos Aires, sueñan, fantasean. “Y Mirta leerá a Simone de Beauvoir” se lee en algún pasaje. El segundo sexo no aparece como el panfleto importado que hay que adaptar o cuestionar a la realidad nacional sino como el pasaporte de una joven provinciana para abordar la gran ciudad.
UN RELOJ EN LA HELADERA
Aun los que hoy consideran que las reivindicaciones feministas son superfluas comadrean sobre el estilo adusto –”institutriz con zapatos de taco chato”, la llamó Nelson Algreen– de Simone de Beauvoir, su turbante copetudo que le daba aspecto de sultán, su agresividad sin atenuantes, las exigencias de rigor crítico con que azuzaba a sus amigos y amores, es decir, le reclaman “ser más femenina”. Han olvidado que la vehemencia forma parte del estilo oratorio del existencialismo, como si el compromiso necesitara gritarse en negritas. Que Simone de Beauvoir careció de la dulzaína retórica con que la psicología remozaría años más tarde los buenos modales de la feminidad y que para dar a luz El segundo sexo era preciso ser fuerte. He aquí un ejemplo de esa fuerza.
Claude Mauriac había aludido en Le Figaro Littéraire a Simone de Beauvoir con la siguiente bajeza: “Escuchamos con un tono de indiferencia cortés... a la más brillante de ellas, sabedores de que su espíritu refleja de manera más o menos deslumbrante una serie de ideas que proviene de nosotros”. Ella le contesta en El segundo sexo: “No son las ideas de Claude Mauriac en persona, evidentemente, las que refleja su interlocutor, puesto que no se le conoce ninguna; es posible que ella refleje ideas que provienen de los hombres; entre los mismos machos hay más de uno que considera suyas opiniones que no ha inventado; es posible preguntarse, entonces, si Claude Mauriac no tendría interés en entretenerse con un buen reflejo de Descartes, de Marx o de Gide antes que consigo mismo; lo notable es que por medio del equívoco del nosotros se identifique con San Pablo, Hegel, Lenin y Nietzsche, y que desde lo alto de su grandeza considere con desdén al rebaño de mujeres que se atreven a hablarle en un pie de igualdad; a decir verdad, conozco a más de una que no tendría paciencia suficiente para conceder al señor Mauriac un ‘tono de indiferencia cortés’”.
Una amante engañada la definió como “un reloj en la heladera”. Sin embargo basta leer las memorias de Simone de Beauvoir para recorrer los detalles de una sensualidad introspectiva y un coraje en la autoexposición que, lejos de ser motivado por el exhibicionismo, se sustentaba en investigaciones de las que se exigía no sustraerse como objeto: “No soy yo la que se despega de las antiguas felicidades, sino ellas de mí: los senderos de la montaña se niegan a mis pies; nunca más me desplomaré cansada entre el olor del heno, nunca más resbalaré solitaria en la nieve de la mañana. Nunca más un hombre”, desnuda como testimonio de la vejez, empezando por la propia. La definición de Simone de Beauvoir como un “reloj en la heladera” no evita que haya sido ella la primera mujer que describió una fellatio de la que era protagonista activa (Los mandarines, La fuerza de las cosas). Que hoy su obra se reduzca a los avatares de su intimidad con Sartre (a un supuesto fracaso) y a la superación de “ese” feminismo parece ser un eco de la invitación a la monogamia, a la vuelta al hogar de la estresada mujer independiente y a las pasiones de segunda que, con la chapa del sida y de la violencia juvenil, realiza el modelo conservador que parece menos superable que El segundo sexo.
En 1986, mientras acompañaba el cuerpo de Simone de Beauvoir al cementerio, en medio de un cortejo de 10.000 personas, la historiadora Elisabeth Badinter estalló en sollozos gritando a las mujeres de la multitud “¡Le debéis todo!”. Y la frase fue repitiéndose, cantándose en diferentes lenguas, renovando los sollozos. Quizá no se pueda esperar hoy un efecto similar entre las jóvenes que lean por primera vez El segundo sexo, pero es deseable que éste se convierta en un libro talismán como lo fue para varias generaciones de mujeres.
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