jueves, 25 de febrero de 2010

Warren Zevon, cantautor estadounidense, 1947- 2003, murió debido a un mesotelioma

"Supongo que ahora voy a disfrutar de cada sandwich que me tome" (en el programa de David Letterman respondiendo a la pregunta ¿qué vas a hacer ahora que sabes que tienes cáncer?)
"Perdone, tengo un cáncer terminal, ¿podría hacer que la cola fuese un poco más rápida?" (a la cajera de un supermercado).
"Sigo sin entenderte. ¿Me puedes repetir la pregunta?. No pienses que no estoy interesado en lo que me estás diciendo, es solo que quiero darte la oportunidad de que lo formules mejor" (a un periodista)
"Yo deseaba que 'Mutinee' fuera interpretado como un gesto de aprecio hacia mis fans, ninguno de los cuales, por cierto, compró el disco".
"Chicos, vamos muy lentos, así no acabaremos a tiempo. Por si acaso, ¿sabéis si todavía se publican EP's?" (durante la grabación de su último disco).

lunes, 22 de febrero de 2010

L'Osservatore Romano dixit

Estos son los 10 mandamientos del Vaticano sobre la "buena música":

-"Thriller" de Michael Jackson
-"The Dark Side of the Moon" de Pink Floyd
-"Revolver" de los Beatles
-"Graceland" de Paul Simon
-"Supernatural" de Carlos Santana
-"If I Could Only Remember My Name" de David Crosby
-"Rumours" de Fleetwood Mac
-"Nightly" de Donald Fagen
-"Achtung Baby" de U2
-"(What's the Story) Morning Glory" de Oasis

miércoles, 17 de febrero de 2010

Dos chistes políticos españoles vueltos a contar por Rodrigo Fresán

UNO
Un chiste de Forges, en la página editorial de El País de hace unos días. Allí se ve a un Zapatero despeinado y con los ojos desorbitados, en primer plano, diciendo: “¡Qué follón! Ha llegado el momento de NO hacer algo”. Un poco más atrás, Rajoy remata: “Eso, copiándome estrategias”.

DOS
Un chiste de Fontdevila, en la página editorial de Público de hace unos días. Allí se ve a Zapatero, en medio de una tormenta que le arranca los papeles de las manos, preguntando “¿Qué dice ahí?”. A su lado, temblando, Rajoy sostiene una pancarta donde se lee en letra muy pequeña ¡Elecciones anticipadas! Y Rajoy susurra: “Pero vaya, cuando te venga bien, ¿eh?... ¡No hay ninguna prisa!”.

martes, 16 de febrero de 2010

Las ficciones del tú: seis hipótesis sobre la segunda persona Por Gabriela Saidon

Varias novelas publicadas en los últimos meses utilizan el mismo recurso gramatical: apelar al otro. ¿Una reacción contra la literatura del yo?

¿Se tratará, siempre, de un experimento? ¿O será que esta vez llegó para instalarse? ¿Es un mero recurso técnico, una figura retórica?

Supongamos que es una ten­dencia literaria. Y la bautiza­mos: "ficciones del tú". Nos dirán que eso siempre existió. Di­remos: sí, es verdad. Lo curioso, lo que lo convierte hoy, aquí, en tendencia, es el hecho de que en los últimos meses, en la Argenti­na, se publicaron al menos cuatro novelas escritas en segunda per­sona, además de cuentos y ree­diciones. Digamos, además, que esa coincidencia nos sorprendió y quisimos indagar en esos libros, y en algunas otras cuestiones de los alrededores de la literatura, buscando explicaciones. Dejamos disparada la pregunta: ¿se tratará, siempre, de un experimento? ¿O será que esta vez llegó para insta­larse? ¿Es un mero recurso técni­co, una figura retórica? ¿O no ha sido lo suficientemente bien leído y valorado?

Pero antes, un paréntesis, aunque algo obvio, necesario: la segunda persona en el país pre­senta problemas adicionales. La elección del voseo implica una renuncia: la de competir en el mercado hispanoamericano. Si se elige el "modo respetuoso", el usted, los verbos se conjugan co­mo en tercera persona, con lo cual la segunda, al menos en el aspecto verbal, se desdibuja. El tú es, hoy y aquí, patrimonio de las traduc­ciones o del resto de la literatura latinoamericana que se lee y se publica por estos lados. (Aunque el you del inglés suele traducirse, alternativamente, como tú, usted o ustedes.)

Empecemos por Agosto, de Ro­mina Paula (Buenos Aires, 1979). La novela se articula en torno de la amiga muerta de la narrado­ra, interlocutora y objeto de la narración. Abre: "Algo así como que quieren esparcir tus cenizas; algo como que quieren esparcir­te". La protagonista, Emilia, viaja a su Esquel natal para despedir a su amiga muerta y reencontrarse con su pasado. Agosto resulta un relato de viaje contado a alguien que ya no está: la segunda perso­na es una ausencia. Cuando un tercero (Juli, el ex de la narradora) cobra presencia, la segunda per­sona le deja lugar, se aparta como un velo, sutil, casi tímida, como pinceladas, para luego volver ce­nizas, volverse nada, volver otra, o recuerdo. El problema del tú/vos está casi soslayado por el uso pre­dominante del pretérito indefini­do, válido para las dos formas.

Contra el yo

Primera hipótesis (y su negación): la segunda persona vendría a reac­cionar contra la tan visitada "litera­tura del yo" o "autoficción", incor­porando a otro cercano con el que dialogar, al que contarle la histo­ria, a quien apelar, representación de esa otra ausencia: el lector. O, por el contrario, las ficciones del tú no son sino una derivación de aquellas ficciones del yo. Romina Paula, por lo pronto, recorre esa parábola: su primera novela ¿Vos me querés a mí? (Entropía, 2005), pertenecería a la categoría del yo.

En Tu mano izquierda , de Lau­ra Meradi (Adrogué, 1981), una nena es la narradora en segunda persona, punto de vista y protago­nista. Cecilia tiene que crecer de golpe por la crisis de pareja de sus padres y por el drama que sufre su hermano Manuel. De hecho, el "tu" del título no alude a la enun­ciación del relato sino a la mano de Manuel. Otra vez, la segunda deja al descubierto una ausencia. A diferencia de Romina Paula, en Meradi la segunda es omnipre­sente y única.

Segunda hipótesis: la segunda persona es la mejor elección cuan­do se trata de seguir la perspectiva de un chico, o de un adolescente. En "Conejo" ( Las otras puertas , 1962), cuento de Abelardo Casti­llo, un chico abandonado por su madre "se las agarra con" su pe­luche en un monólogo modelo. Hablando de J. D. Salinger, El cazador oculto (1951) apela a la segunda persona del lector ("Si en realidad quieres escucharlo, lo primero que querrás saber es dónde nací y cómo fue mi jodida niñez..."; también fue traducido en segunda del plural). La apela­ción es intencional: una novela iniciática en grado sumo necesita acercar lo más posible a ese nue­vo público adolescente, buscando un lector cómplice, de códigos comunes. También una segunda adolescente guía la novela recien­temente reeditada de Juan Forn, Corazones (Emecé). Iniciática como en Salinger, con una fuerte apuesta al vos y apelando al pro­tagonista, como en Meradi: punto de fuga que camufla el gesto auto­biográfico, ropaje, velo, escondite necesario para el narrador que no soportaría, acaso, tanta carga yoica. Forn lo explicita en la nota final: "En algún momento de la infancia dejé de pensar en prime­ra persona para hablarme en esa segunda persona tan beligerante como temerosa que aparece a lo largo del libro". Es el yo que se desdobla y se narra a sí mismo. "No voy a contar toda mi maldi­ta autobiografía ni nada de eso", aclara, por si hiciera falta, el narra­dor de El cazador oculto.

Tendencia de la moda

Tercera hipótesis: del lado de afuera de la literatura, pero cer­ca del mundo femenino, Buenos Aires se está llenando de casas de ropa que usan como marca la segunda persona: Cómo quieres que te quiera; Agarrate Catalina; Decime tortuga; Haceme tuya; Cuando te conocí; Te conozco Margarita; Lo que tú digas; Me importas tú; Palito bombón, ves­tite y andate; Ponte guapa, y así (algo de encajes y puntillas tendrá la segunda persona). En este caso, hablamos de una tendencia de la moda. Otra sería la voz del géne­ro epistolar hoy, multiplicada en progresión geométrica gracias al correo electrónico. Entonces, "está de moda" porque es la persona de los mails.

Mujer de muchos años y de clase alta es la protagonista de la novela ganadora del Premio Cla­rín de novela 2009, Más liviano que el aire, de Federico Jeanmaire (Baradero, 1957). Acaso en la sen­da de Misery (1987), de Stephen King, una mujer, Lita, ha ence­rrado en el baño a un adolescente de 14 años, Santiago, que intentó robarle. En un largo monólogo, ella no deja de hablarle, los tres días que dura el encierro, en un respetuoso tratamiento de usted, como corresponde a una mujer de su condición. La voz del chico nunca se oye en el relato pero a través de su silencio la mujer va reconstruyendo su historia. Ya en su nouvelle fantástica, Aura (1962), Carlos Fuentes usó el re­curso de la segunda persona para contar la extraña relación entre un joven y una mujer mayor.

Cuarta hipótesis: la segun­da persona no es uniforme pero siempre es inclusiva, implica y contiene necesariamente a la pri­mera y la tercera. O dicho de otra manera: no hay dos sin tres.

El mismo procedimiento de Meradi y de Forn (un tú que "ca­mufla" a un yo) utiliza Matías Ca­pelli (Buenos Aires, 1982) en su relato (o capítulo) "Sólo estás san­grando", de su libro Frío en Alaska (Eterna Cadencia). Y al contrario, en el cuento "Ser otro", que cie­rra su libro Mármara (Alfaguara), Inés Fernández Moreno (Buenos Aires, 1947) utiliza el recurso de un "usted" lector o interlocutor que se "traga" la historia que le cuenta un narrador-guía.

Pero las nuevas ficciones del tú no sólo se producen en la Argen­tina, no son generacionales ni de género. En Alemania, donde los escritores vienen anunciando una salida estratégica de la literatura del yo, de la escritora Katja Lange-Müller (1951, Berlín Oriental), aca­ba de publicarse Ovejas feroces , la historia de un amor "autodestruc­tivo" de los 80, entre Soja y Harry, una mujer de 39 años y un adicto en proceso de supuesta recupera­ción, en la que "tú" es él, el otro, el ex, el amor que fue. Otra vez, una ausencia. Un desgarro: la segun­da persona es, aquí, metáfora de la distancia entre los cuerpos. Y la historia personal se talla en el con­texto de la división Este-Oeste, pre caída del Muro. Interesante: la no­vela intercala fragmentos escritos por Harry que desconocen a Soja (el tú desconoce al yo, o al revés).

No sé tú

Quinta hipótesis : la narrativa toma la segunda persona en préstamo de la lírica (la gran mayoría de la poesía amorosa: amor se dice en segunda persona), las canciones, algunos rezos. Podríamos llenar miles de páginas con ejemplos. Pero hay uno en particular que "ilustra" estos conceptos. Es el comienzo del Canto a mí mismo , de Walt Whitman: "Me celebro y me canto a mí mismo / Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti". Y uno de los fragmentos más bellos de la literatura de todos los tiempos: hacia el final de Romeo y Julieta (William Shakespeare), el monólogo de Romeo frente al cuerpo de Julieta narcotizada.

Aquí deberíamos hacer un mí­nimo recorrido por aquellos clási­cos del tú. Los 60 alentaron el uso de la segunda persona, tendencia que se instaló en esa década en Latinoamérica. Diez años des­pués del paradigmático y conta­gioso La modificación (1957), de Michel Butor (21.35 horas de viaje en tren, París-Roma, en segunda persona del plural), otro francés experimentador y único, George Perec, publicaba Un hombre que duerme , con un lector-protagonis­ta. También Italo Calvino constru­ye un lector-héroe en Si una no­che de invierno un viajero (1979). Una buena idea para la literatura infantil, que la explotó en la serie best-seller Elige tu propia aventu­ra , donde el pequeño héroe-lector vive la ficción de ser protagonista y escritor, al elegir por dónde con­tinuar (página tal o cual).

Escritores de todos los tiempos se dejaron atrapar alguna vez por las redes del tú (tentadoras pero, acaso, restrictivas). Entre otros, Marguerite Duras, Marguerite Yourcenar, Samuel Beckett, Gün­ter Grass, Juan Goytisolo, Lorrie Moore, por hacer una lista acota­da y desprolija. En el prólogo de Underworld (1997), Don de Lillo apuesta a los distintos registros del tú, usándolo como un zoom que involucra al lector en distin­tos niveles del relato. El cuento "Corazón delator" (1843), de Ed­gar Allan Poe, es uno de los tantos ejemplos que utilizan la conven­ción de apelar al lector al princi­pio, como lo hará, mucho más acá en el tiempo, el premio Goncourt 2006, el franco-norteamericano Jonathan Littel, en Las benévolas , para acercarse al punto de vista de un perverso oficial de las SS que escribe sus memorias. Como figu­ra retórica, las construcciones en segunda persona se han utilizado para encabezar la literatura funda­cional de todos los tiempos, ya sea apelando a los dioses, como en La Ilíada ("Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquiles"), al propio pro­tagonista, como en el Facundo de Sarmiento ("Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte"), o al lector, como Moby Dick, de Melville ("Call me Ishmael", traducido "Llámame..." o "Pue­den llamarme Ismael").

En el ámbito nacional, podríamos sumar, al vuelo, dos ejemplos: Cortázar, gran experimentador de las letras argentinas, supo utilizar alter­nadamente el tú y el vos (alter­nancia marca de época). Del laboratorio Cortázar podemos extraer dos muestras de Ulti­mo round (1969, reeditado por Siglo XXI). De la serie de sus prosas poéticas y al borde del género epistolar, "Tu más pro­funda piel" comienza: "Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía –sábe­lo, allí donde estés– es el per­fume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel". En el diálogo de "Silvia", opta por el vos: "Ya está, vos también caíste –dijo Nora...".

Y la literatura de Manuel Puig está atravesada por un tú particular: el de los diálogos del cine y las telenovelas, del bolero, de los géneros popu­lares, del diálogo de vecinas, la ficción guionada. Particu­larmente, en Sangre de amor correspondido (1982), amor y adolescencia confluyen y obli­gan a la segunda a darse.

Ultima hipótesis

Sexta hipótesis: las instruccio­nes, recetas y manuales son textos que usan la segunda per­sona pero en modo imperativo, así como los libros de autoayu­da. Géneros no literarios pero, una vez más, que ponen a esa persona, la segunda, en pri­mer plano. Tataranietos de ese famosísimo texto imperativo que son Los diez mandamien­tos . Tú o usted también es el modo en que curas y psicoana­listas se dirigen a sus fieles en el confesionario o sus pacien­tes en el diván.

Entonces: mails, mensajes de texto, recetas, autoayuda, manuales de instrucciones, gi­ros de la oralidad, insultos, ne­gocios de moda, confesionarios y consultorios... las acciones de la segunda persona cotizan, y el contexto empapa, o se cuela en la literatura, y están aque­llos autores que pescan algo en el aire, algo que estuvo y ya no está: un amor, una ausen­cia, una evocación, la niñez, la adolescencia, en fin, algo que se fue para no volver. Casi co­mo un perfume, que se huele, se percibe fugaz, se intuye. El tú compensa el silencio del otro. O dicho de otro modo: la segunda persona resuena en el hueco que deja tu silencio. Pero además, intenta atraparte, ser un imán, una carnada. Us­ted, tú o vos, lector, también, para la escritura que los invoca, ustedes son parte fundante de las ficciones del tú.

lunes, 8 de febrero de 2010

Historia creativa de la hipocondría Por Brian Dillon

Este recorrido por una galería célebre de enfermos imaginarios- de Boswell a Darwin, pasando por Proust y Warhol- desnuda la ansiedad y los temores que existen en la relación con el cuerpo, y explora el nexo entre hipocondría y creación artística.

El sábado 6 de agosto de 1763, James Boswell, que tenía entonces veintidós años, abordó el paquebote Príncipe de Gales en Harwich, en la costa de Essex. El barco tenía por destino el puerto holandés de Helvoetsluys, desde donde Boswell se trasladó hasta la ciudad universitaria de Utrecht, en la cual, a insistencia de su padre, el escritor escocés iba a estudiar Derecho. Se lo castigaba por su escandalosa vida en Londres –en los últimos tiempos se había convertido al catolicismo y había tenido un hijo ilegítimo al que nunca vería–, pero nada de eso explica del todo su estado de ánimo desolado en los días anteriores a su partida para Holanda.

Su amigo y mentor Samuel Johnson lo encontró agitado, sombrío y abatido durante el viaje a Harwich que compartieron. Conmovido, el hombre mayor hizo un comentario sobre una mariposa nocturna que encontró la muerte en la llama de una vela: "Esa criatura fue su propio verdugo, y pienso que se llamaba Boswell."

El estado de ánimo del renuente estudiante era aun peor para el momento en que llegó a Utrecht. Su alojamiento –ubicado junto a la catedral semiderruida de la ciudad– no lo alegró, y "suspiró con pesar ante la idea de pasar todo el invierno en un lugar tan horrible". Al día siguiente se despertó embargado por una profunda desesperación y salió a la calle convencido de que estaba enloqueciendo. Gimió al alejarse de la plaza de la catedral, sollozó al atravesar los canales turbios de la ciudad y lloró abiertamente ante la mirada de los desconocidos con los que se cruzaba.

En el transcurso de las semanas siguientes, las cartas de Boswell dieron muestras de una lamentable declinación: a su amigo William Temple le describió una desolación que, insistió, nadie que no la hubiera padecido podía entenderla de forma cabal. "Mi melancolía", escribió, "es en extremo horrenda y torturante".

Boswell se esforzó por encontrar una cura para su malestar holandés. Al principio estaba seguro de que el problema se originaba en su haraganería innata: su organismo parecía rebelarse contra los rigores de la vida diurna. El y Johnson habían imaginado una vez una máquina para levantar un cuerpo perezoso de la cama; ahora se decidió por un vigoroso régimen de ejercicios matutinos y rápida evacuación de vientre luego del desayuno. Por momentos pensaba que su problema era de índole sexual, pero no pudo decidir si el remedio residía en una piadosa abstinencia o en "violar a una joven holandesa".

Pero lo más sorprendente de la lúgubre estancia de Boswell en Utrecht es la manía de planear y de escribir que lo dominó a medida que su estado de ánimo se ensombrecía. Llenaba diarios y notas con desesperadas intimaciones a elevarse en los planos moral, social e intelectual. Trataba de analizar sus días de antemano como si fueran frases o ecuaciones, pero sus noches estaban llenas de remordimientos por el invariable fracaso de su programa terapéutico.

¿Cuál era con exactitud la naturaleza de la enfermedad de Boswell? Para el fin de su primer semestre en Utrecht, se había autodiagnosticado como "nervioso" y "melancólico". Veinticinco años más tarde, sin embargo, en las páginas de la London Magazine, dejó atrás su confusión juvenil y alcanzó lo que parecía un diagnóstico definitivo: durante toda su vida, afirmó, había padecido frecuentes brotes de "hipocondría".

El término nos sorprendería si Boswell estuviera escribiendo, ya en el ensayo en cuestión, en el papel del Hipocondríaco, su enfermizo sucesor del Divagador de Johnson y el Espectador de Joseph Addison. Lo que Boswell y su siglo querían decir con "hipocondría" es incierto. Se la consideraba un trastorno tanto físico como psicológico, un problema al mismo tiempo de la imaginación y las vísceras, una enfermedad en extremo común que también parecía apartar a quienes la padecían de las filas de los discapacitados y los inválidos.

La hipocondría era una enfermedad real con síntomas muy reales –entre ellos flatulencia, constipación, dolores de cabeza, vértigo, insomnio y palpitaciones– pero era también una dolorosa amalgama de miedo, autoengaño y un extraño tipo de percepción de lo que significaba ser un ente corpóreo.

En los dos siglos y medio que pasaron desde la muerte de Boswell, la medicina y el uso común fueron delimitando la definición de hipocondría a un punto más ajustado de ansiedad y autoengaño. La idea de que el hipocondríaco (o la menos frecuente hipocondríaca) padecía aprensiones insostenibles y falsas convicciones en relación con su cuerpo siempre había estado presente. En 1729, Nicholas Robinson escribe sobre los "miedos no pertinentes o infundados" del paciente.

En la actualidad, sin embargo, "hipocondría" suele significar poco más que esto: un simple caso de terror equivocado o convicción errada sobre el propio organismo. El hipocondríaco contemporáneo es un personaje que nos resulta muy conocido. Como arquetipo, él o ella tienen mala fama: con su simulación ponen a prueba nuestra capacidad de paciencia y empatía y, en el peor de los casos, son parásitos que aprovechan los escasos recursos de salud.

Sin duda los hipocondríacos son siempre otros. Somos pocos los que admitimos el grado de autoengaño y de egocentrismo que criticamos en la personalidad de los "preocupados". Tiendo a decirme, por ejemplo, que mi propio caso de nerviosismo crónico en relación con la salud es cosa del pasado.

Durante mi adolescencia y a los veintitantos años, luego de la muerte prematura de mis padres, me convencí de que yo sería el que me moriría a continuación, y empecé a interpretar todo pequeño malestar como un síntoma de la enfermedad letal que acabaría conmigo.

Me hizo falta experimentar una completa crisis a los casi treinta años para convencerme de que mi organismo no tenía problema alguno, tras lo cual todos los "síntomas" empezaron a desaparecer. De todos modos, tengo que admitir que incluso ahora, más de diez años después, la fatiga, el estrés o un largo período de trabajo no productivo pueden volver a instalar los antiguos temores, y que con facilidad vuelvo a caer en los viejos hábitos de pensamiento, en la aprensión y la búsqueda de seguridades.

En esos momentos uno olvida la rica historia –desde El enfermo imaginario de Molière hasta las películas y el personaje público de Woody Allen– del hipocondríaco como recurso cómico de charlatanería médica o de nerviosa somatización existencial. La narrativa del refinamiento de la "hipocondría" de enfermedad real y sombría al nombre que damos a una imaginación médica hiperactiva –y el relato paralelo de lo que todavía podríamos aprender de nuestros temores– comienza con los griegos, para quienes el hipocondrio era la zona inmediatamente por debajo de la caja torácica. Ese significado persiste en la prodigiosa y errática Anatomía de la melancolía de Robert Burton, que se publicó en 1621. En su capítulo sobre los "Síntomas de la melancolía hipocondríaca flatulenta", Burton menciona "fuertes eructos, fiebre intestinal, flatulencia y retortijones, dolor abdominal y estomacal".

Al mismo tiempo, el hipocondríaco puede padecer terrores y angustias o imaginar que lo invadió algún parásito imposible como una serpiente o una rana. Un siglo más tarde, esa combinación de síntomas físicos y psicológicos estaba por completo establecida entre los escritores médicos. En 1733, George Cheyne llega a sugerir que ambos componen una "enfermedad inglesa" específica: un nuevo tipo de hipersensibilidad, consecuencia de la comodidad y el lujo modernos.

Cuando los victorianos hablaban de "hipocondría" todavía se referían a una enfermedad real y no sólo al temor persistente de padecerla. Sus síntomas, sin embargo, que ahora tenían mayor similitud con lo que hoy llamaríamos angustia o depresión, tendían a desdibujarse en los malestares adyacentes de la melancolía, la histeria y la neurastenia.

La hipocondría era ante todo producto de una sensibilidad exagerada. Tomemos la figura que protagoniza La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe. Roderick Usher, nos dice el narrador, es un hipocondríaco crónico susceptible hasta a los más mínimos sonidos, sabores, olores y sensaciones; hasta el aire de su vetusta mansión le parece maligno y horriblemente animado. Más avanzado el siglo, es el dandy súper sensible al que se califica de hipocondríaco; en la decadente novela de Joris-Karl Huysmans Contra natura, de 1884, la "hipocondría" del protagonista esteta, Des Esseintes, es otra manera de hacer referencia a su mórbida alergia a la vida común.

Fatiga y reclusión

Lo que comparten esas figuras atormentadas es un sentido enfermizo de su propia excepcionalidad, así como un desesperado deseo de soledad. La hipocondría victoriana parece haberse relacionado estrechamente con la necesidad de reclusión creativa, sobre todo en lo que se refiere a la vida y la escritura de algunas notables mujeres hipocondríacas.

Charlotte Brontë, por ejemplo, decía que había padecido su primer ataque hipocondríaco cuando enseñaba en Roe Head a los diecinueve años de edad. La enfermedad, escribió, "hizo de la vida una constante pesadilla diurna". Brontë atribuyó la crisis a la penosa tarea de enseñar, que le dejaba poco tiempo para escribir. Sentía, dijo, "el pesado desaliento de tantas horas". Los lectores de Jane Eyre pueden recordar que la noche anterior al día de la boda, Rochester minimiza el temor de Jane, que califica de "hipocondría" producto de la emoción y el cansancio. Pero la máxima expresión de la enfermedad de Brontë tiene lugar en Villette, cuando la narradora de la novela, Lucy Snowe, que vio invadida su privacidad y cuyos deseos ocultos quedaron al descubierto, sucumbe al "más extraño de los espectros la Hipocondría".

Brontë parece haber usado la palabra para referirse a una mezcla debilitadora de desesperación y pánico, algo parecido a una "crisis" en el sentido moderno. No fue la única que explicó su crisis en términos de la completa falta de autonomía intelectual y social de una mujer joven.

En su angustiada polémica Casandra, Florence Nightingale deploraba la tiranía doméstica que había limitado sus primeros años: "No estar presente en la cena equivale a estar enferma. Ninguna otra cosa nos disculpa. La discapacidad corporal es la única disculpa válida."

Nightingale no se describió como hipocondríaca, pero su derrumbe físico y emocional al regresar de la guerra de Crimea en 1856 –como destaca Mark Bostridge en su reciente biografía, puede haber padecido una brucelosis crónica– tiene algo del "sufrimiento silencioso" de Brontë, si bien abordó su debilitamiento de forma más enérgica.

La enfermedad le permitió a Nightingale retirarse de la vida pública y dedicarse a una infatigable campaña a favor de la reforma médica desde el refugio de su lecho de enferma en el Hotel Burlington. Como escribió Lytton Strachey haciendo referencia a ella: "Descubrió que la maquinaria de la enfermedad no era menos efectiva como barrera contra los ojos de los hombres que el ceremonial de un gran palacio." Una sensación similar de aislamiento sufriente pero industrioso rodea a Alice James.

La hermana menor de Henry y William fue durante toda su vida una inválida de tal ambigüedad de síntomas y temperamento, que parece consumirse en una categoría hipocondríaca propia, la de la simuladora irónica y alegre.

En su juventud se la diagnosticó como histérica y se la sometió a los tratamientos habituales en la época, pero ni la cura de reposo que aconsejó el neurólogo Silas Weir Mitchell ni el régimen de ejercicios que hizo en la clínica neoyorquina de Charles Fayette Taylor pudieron liberarla del deseo de morir ni de los síntomas físicos que se agravaban.

Para cuando llegó a los treinta y tantos años, ya se la consideraba incurable. Sufría trastornos estomacales, tenía problemas de columna; casi no podía caminar, pero seguía expresando sus opiniones sarcásticas e insolentes sobre el mundo en sus diarios y cartas, en especial en las dirigidas a William, que parecía entender mejor el carácter extraño de su caso.

Lo que diferencia a James de las hipocondríacas comunes de su tiempo es su curiosa respuesta a la noticia, que recibió a los cuarenta y dos años, de que estaba al borde de la muerte. El 27 de mayo de 1891 la examinó en su casa de Londres el prestigioso médico Sir Andrew Clark, que advirtió la "hiperestesia nerviosa" de larga data de su paciente, así como su "neurosis espinal" y su "tendencia reumática" habituales, pero ahora incorporó a la letanía un tumor de mama que sin duda iba a causarle la muerte.

Cuatro días después, James escribió en su diario: "¡Al que sabe esperar, todo le llega! Mis aspiraciones pueden haber sido excéntricas, pero ahora no puedo quejarme de que no se cumplieron." Fue como si, luego de décadas de oscuros síntomas y pronósticos vagos, sin duda relacionados con su condición periférica en una familia brillante, James empezara en verdad a vivir en el momento en que supo que iba a morirse. Su enfermedad había sido un trabajo en progreso, y por fin estaba lista para presentar, en la forma de su propia muerte, una obra maestra en condiciones de rivalizar con las de sus hermanos.

La agudeza de James en relación con su propio caso, así como su aparente calma a medida que se acercaba el fin –"¿Por dónde llega la diversión?" preguntaba en sus últimos días haciendo referencia a la muerte–, casi basta para no autorizar un diagnóstico de hipocondría, ya que el paciente suele carecer de un sentido tan claro de su gravedad.

Charles Darwin, por ejemplo, parece no haber dado muestras de entender su hipocondría, excepto cuando dijo, en un fragmento autobiográfico, que "la mala salud (...) me salvó de las distracciones sociales y la diversión". Al igual que Florence Nightingale, Darwin parece haber padecido de algún tipo de enfermedad orgánica auténtica, si bien aún no existe completa certeza respecto de los posibles trastornos que podría haber contraído durante sus viajes.

Su verdadera enfermedad tal vez no resida en ellos. El aspecto más curioso de la mala salud de Darwin es algo que hay que buscar en su concesión a dos entusiasmos victorianos: la dispepsia y la hidroterapia que tenía por objeto curarla. Darwin registraba con aplicación sus episodios de flatulencia y viajaba a Malvern, donde lo lavaban por dentro y por fuera con agua fría.

La atención que prestaba a sus malestares pone a Darwin en la selecta compañía de los hipocondríacos más creativos de su siglo. Tennyson, Dickens, Wilkie Collins, y Thomas y Jane Carlyle eran adeptos a la cura de agua y entusiastas observadores de sus propios síntomas, reales e imaginarios (Tennyson, por ejemplo, vivía obsesionado por las manchas que aparecían ante sus ojos: "Esos 'animales' (...) son muy molestos", escribió). Unas décadas más tarde, sin embargo, se vieron superados en términos de debilidad y autodisección por la figura reclinada de Proust, que, encerrado herméticamente en su departamento del Bulevar Haussmann, envuelto en ropa de abrigo y ahogado en polvos medicinales, sobreviviendo con poco más que café y cerveza fría, se esforzaba por terminar su novela.

Los detalles de la declinación de Proust como consecuencia del asma –la habitación revestida de corcho y los hábitos nocturnos, su alergia a todo, desde el polvo de la casa hasta un pañuelo áspero– son tan conocidos que es fácil olvidar que En busca del tiempo perdido es una suerte de tratado sobre la hipocondría y sus usos artísticos. Proust, por lo que parece, conocía bien la explicación contemporánea de la hipocondría –a principios de siglo se pensaba que era un trastorno del "sentido común" o facultad "cenestésica"–, y el libro está lleno de instancias de hipersensibilidad fisiológica además de estética.

El hipocondríaco proustiano siente que el mundo lo presiona demasiado, confunde sensaciones por completo comunes con profundas aflicciones. (En el caso del propio Proust, el contacto con una toalla húmeda podía sumirlo en paroxismos hipocondríacos.) El genio de Proust consiste en parte en ver los paralelismos entre la sensibilidad enfermiza y el delicado rigor del sentimiento estético. Lo que para los románticos era un vago clisé –la palidez y la susceptibilidad del artista– se convierte en Proust en una cuestión de neurología.

La versión de Freud

A la luz de la importancia que las enfermedades del "sentido común" adquirieron para los psiquiatras de fines del siglo XIX, es llamativo que Freud haya escrito tan poco –y de manera desconcertante, si no desconcertada– sobre el tema de la hipocondría. Parece haber vacilado tanto en lo relativo a tratar de describir el trastorno como en lo tocante a sugerir una posible explicación. En 1887, en una carta a Wilhelm Fliess, Freud afirmaba, de forma más bien vaga, que la hipocondría era sólo un síntoma asociado a la neurastenia. En otra carta a Fliess, esta vez de 1895, sugería un origen sexual. Una vez más, sin embargo, nos dice muy poco sobre en qué podría diferenciarse la hipocondría de otras neurosis.

Quince años después, Freud daba una definición aforística –la hipocondría era "el estado de enamoramiento de la propia enfermedad"–, pero también admitía que el tema estaba "suspendido en la oscuridad" y era objeto de "meras suposiciones". El texto de Freud en el que es posible percibir algo del horror de la hipocondría y aprender una asombrosa lección sobre cuánto puede apartarse un individuo de una concepción realista de sí es el ensayo de 1911 sobre los autoengaños de Daniel Paul Schreber, un juez alemán que durante treinta y cinco años padeció de forma casi constante una enfermedad mental que por lo general se manifestaba en sus extrañas convicciones sobre su cuerpo.

"Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides) descrito autobiográficamente" se basa en las Memorias de mi enfermedad nerviosa de propio Schreber, en las que el no muy recuperado jurista pasa revista a sus síntomas extraordinarios. Schreber, a quien le diagnosticaron hipocondría en su mediana edad, experimentó una rápida declinación: entre innumerables ideas fantásticas, pensaba que se estaba convirtiendo en mujer, que su destino era que Dios lo fecundara, que había "hombrecitos" que colonizaban su cabeza y que se le había extirpado el estómago, por lo cual la comida se le acumulaba en las piernas.

La agonía de Schreber es un caso extremo de la aflicción hipocondríaca: una tergiversación generalizada y catastrófica del propio estado físico. Durante siglos, los médicos habían registrado casos igualmente extraños. El "delirio vítreo" que floreció a partir de fines de la Edad Media tal vez sea el más llamativo. El paciente imaginaba que estaba hecho parcial o enteramente de vidrio. En 1607 Thomas Walkington escribió sobre un "tonto" veneciano al que le daba miedo sentarse por temor a hacer trizas su "frágil trasero".

Para mediados del siglo XX, la "hipocondría" había llegado a describir poco más que el miedo exagerado a la enfermedad o la convicción equivocada de su existencia. (La ambivalencia de Freud es en parte responsable de esa reducción etimológica; parecía que la "hipocondría" siempre había sido explicable en términos de otra neurosis sobre la que se había teorizado más.)

El trastorno, mientras tanto, había perdido su asociación frecuente, y hasta elegante, con el temperamento artístico. Eso, sin embargo, no equivale a decir que la hipocondría no puede seguir enseñándonos sobre la relación entre creatividad y encarnación, enfermedad e imaginación. Basta con considerar el caso del pianista canadiense Glenn Gould, cuyas numerosas excentricidades, tanto al piano como en su vida cotidiana –Gould usaba bufanda y guantes por más calor que hiciera, evitaba el contacto físico con los demás y llevaba un voluminoso registro de sus síntomas, que eran en su mayor parte imaginarios–, hablan de un retiro físico del mundo que refleja su retiro de la sala de conciertos en 1964. Así como el estudio de grabación se convirtió luego en la prótesis musical de Gould, su hipocondría le permitió relacionarse con el mundo a una distancia cómoda.

El artista plástico de fines del siglo XX que más supo sobre los peligros y placeres de la proximidad física y la distancia estética fue Andy Warhol, y no es una sorpresa enterarse de que fue toda la vida un hipocondríaco de fértil imaginación. Las fuentes de la incomodidad corporal de Warhol son bien conocidas –la caída del pelo, la mala piel, las huellas físicas y emocionales del atentado de 1968–, pero sus diarios registran una variedad mucho más amplia de temores: cáncer, tumores cerebrales, Sida ("la enfermedad mágica") y la propia profesión médica. (En última instancia, ese último miedo aceleró su muerte: de haber consultado antes a un médico por una inflamación de la vesícula biliar, podría haber sobrevivido a los rigores del hospital, pero murió de un ataque cardíaco en 1987, unas horas después de la cirugía.)

Warhol es también nuestro hipocondríaco precursor: su vida y su arte parecen vaticinar con precisión las obsesiones –peso, piel, edad, estética, la virulencia de nuevas enfermedades y la eficacia de las curas para las anteriores– de una sociedad cuya imaginación médica está mejor informada que antes pero sigue siendo igualmente susceptible a las horrendas imágenes de la enfermedad y a la nerviosa profilaxis contra la declinación.

Si bien vivimos en una época en que se califica a la hipocondría de un trastorno nervioso más, solucionable con medicación y una terapia cognitiva conductista, hacemos bien en recordar las cuestiones fundamentales que nos invita a plantear en relación con la enfermedad y el bienestar, así como sobre la actitud apropiada ante nuestra mortalidad. Todo período histórico se consideró una era de mayor ansiedad hipocondríaca. El trastorno sigue existiendo, pero sus manifestaciones se desplazan, cambian y se superponen de un siglo a otro o de una década a la siguiente. La historia de la hipocondría es una radiografía de la historia más familiar y concreta de la medicina; revela la estructura que subyace en los deseos y temores que tenemos en relación con nuestro cuerpo.

La hipocondría del joven Boswell se prolongó, con idas y venidas, durante varios meses. Este trató de distraerse aprendiendo francés y enamorándose de dos mujeres al mismo tiempo, una de las cuales también afirmaba ser una hipocondríaca crónica. Consultó a médicos prestigiosos en La Haya y Leyden, los que le recomendaron completo reposo o actividad constante. Cuando por fin le hizo una visita a Jean-Jacques Rousseau, éste concluyó en relación con su nervioso admirador: "Es un convaleciente al que la última recaída destruirá de forma infalible". Años después, Boswell escribió en la London Magazine, según dijo sólo para que él mismo y otros pudieran distraerse de su respectiva hipocondría: "Yo mismo con frecuencia me sentí aterrado y embargado por una funesta aflicción en ese sentido; y aún no puedo proteger mi mente contra ello en sombrías temporadas de abatimiento."

Brian Dillon es autor de "Tormented Hope" (Penguin). © The Guardian y clarin, 2010. Traduccion de Joaquin Ibarburu.

domingo, 7 de febrero de 2010

Antonio Muñoz Molina dixt

"Mientras lo más pijo del mundo universitario de Occidente se afiliaba a la moda prochina, en el mundo real millones de vidas eran arruinadas, se demolían tesoros del pasado y se quemaban bibliotecas, se escarnecía y se torturaba y se asesinaba a quienes no eran del agrado de los guardias rojos, todo ello en virtud de un mandamiento nihilista del viejo dictador, al que habían enloquecido demasiados años de poder absoluto hasta un extremo que poco a poco se ha ido filtrando a los relatos de los historiadores. Mao era uno de esos viejos terribles que alientan un fanatismo de destrucción que para ellos es una revancha contra su mortalidad. Si ellos van a acabarse es inaceptable que el mundo no se hunda con ellos: lanzan a la barbarie y a la muerte a sus seguidores más jóvenes para vengarse de su juventud intoxicándola de sacrificio. Para justificar la abolición de los rastros del pasado alegaba poéticamente que una hoja recién impresa de papel en blanco no tiene imperfecciones y por eso las más hermosas palabras pueden escribirse sobre ella. Por las noches le llevaban a la cama a mujeres cada vez más jóvenes para las que era un honor recibir de él una enfermedad venérea. Sus asistentes anotaban con reverencia en los registros de palacio sus horas diarias de sueño y la frecuencia y calidad de sus movimientos de vientre. Larga vida al presidente Mao.

El Archivo Municipal de Beijing, cuenta The New York Times, acaba de hacer públicos 16 volúmenes de documentos sobre los años de la Revolución Cultural, y aunque están muy censurados dan una idea de lo que sucedía en China al mismo tiempo que nosotros fantaseábamos sobre aquel presunto paraíso terrenal. A los niños los adiestraban para denunciar a los padres como contrarrevolucionarios. El "pensamiento de Mao" era la guía infalible para resolverlo todo, "la delincuencia juvenil, los atascos de tráfico, la química en la agricultura, la venta ilegal de pichones". En una clase de matemáticas los estudiantes tenían que cantar dos canciones revolucionarias y estudiar y discutir al menos seis citas de Mao antes de pasar a los números. Comités especiales se creaban a fin de garantizar cada año la producción de las 13.000 toneladas de plástico necesarias para las tapas de todos los millones de ejemplares del Libro Rojo que se publicaban. En una reunión del Partido se fuerza a un militante a hacer autocrítica por haber manifestado inclinaciones pequeñoburguesas al cuidar en una pecera una docena de peces de colores. El camarada criticado actúa en consecuencia y entierra vivos a sus doce peces. A un maestro de origen burgués, para reeducarlo, sus alumnos lo fuerzan a ponerse a cuatro patas y arrancar las malas hierbas de un campo de cultivo. Y nosotros, mientras tanto, en Europa, leyendo con beata reverencia las máximas del presidente Mao."

Dos de W.H.Auden

I.

Argumento recomendado a Raymond Chandler:

“En un grupo de eficientes asesinos profesionales que matan por razones estrictamente profesionales, empiezan a ocurrir asesinatos que no han sido encargados. El grupo, desconcertado y moralmente ultrajado, tiene que llamar a la policía para que descubra al asesino amateur, libere a los profesionales de las sospechas mutuas y les restituya, así, la capacidad de asesinar”.

II.

Plan de estudios de su soñada Universidad de Poetas:

1. Al menos una lengua antigua adicional, probablemente el griego o el hebreo, y dos idiomas modernos.
2. Aprender de memoria miles de versos de poemas en esos idiomas.
3. La biblioteca no tendría libros de crítica literaria, y el único ejercicio crítico sería escribir parodias.
4.Todos los alumnos cursarían prosodia, retórica y filología comparada, y tendrían que elegir tres de las siguientes materias: matemática, historia natural, geología, meteorología, arqueología, mitología, liturgia y cocina.
5. Cada alumno se ocuparía de criar un animal doméstico y cultivar un jardín o una huerta.

jueves, 4 de febrero de 2010

José Fernando Isaza dixit

De acuerdo con las cifras del Ministerio de Defensa, en el período 2002-octubre 2009, el número de guerrilleros abatidos es de 13.398, el de desmovilizados 20.876 y el de capturados 35.220. Es bueno aclarar que la cifra de capturados no es igual a la de detenidos puesto que, como lo aclaró el ex viceministro de Defensa Juan Carlos Pinzón: “Es importante precisar que un número de capturas no es exactamente equivalente a número de personas, dado que a una misma persona se le puede capturar más de una vez sin que se llegue a la judicialización”. Suponiendo que el número de capturados sea la mitad de las capturas, se tiene que el número de guerrilleros puestos fuera de combate por ser abatidos, desmovilizados o capturados, sería de 51.884. En el año 2002, las Farc y el Eln tenían 20.600 guerrilleros y en 2009, 11.500, lo que muestra que de cada 100 guerrilleros puestos fuera de combate logran reemplazar 82. Surge la obvia pregunta: ¿no es más eficaz y menos costoso, social y económicamente, actuar para disminuir el reclutamiento, que mostrar resultados sólo con el “conteo de cuerpos”?

miércoles, 3 de febrero de 2010

Un chiste cubano (Según la Wikipedia de Miami)

La Tremenda Corte fue un programa radiofónico del género de comedia, producido en La Habana, Cuba y escrito por un español nacionalizado cubano llamado Cástor Vispo, que se transmitió entre 1942 y 1961 de forma ininterrumpida. Este conocido programa de radio es considerado por muchos conocedores en la materia, como la mejor comedia radiofónica producida en Latinoamérica para aquella época. Vispo aprendió y comprendió las esencias de la cultura popular cubana de aquellos tiempos, se identificó con la idiosincrasia, dichos y modismos del pícaro cubano y supo como volcarlas paulatinamente a través de personajes.

Tanto Vispo como el equipo de producción se dieron a la tarea de buscar cómicos locales con los cuales crear un espacio de corte liviano y de humor blanco, en 1941 (en plena Segunda Guerra Mundial) como una forma de alegrar y hacer olvidar de sus problemas a los habitantes de la isla. Pronto dieron con Leopoldo Fernández , un talentoso comediante que ya era reconocido en espacios radiales y teatrales, así como a su inseparable amigo, Aníbal de Mar, quien ya había trabajado tiempo atrás con el español. El resto del elenco surgió de pruebas con otros cómicos menos conocidos, pero igualmente destacados. De todos esos programas radiofónicos que se grabaron en la estación CMQ de La Habana, entre 1947 y 1961, nadie sabe cuántos aún perviven, y se consideran objetos raros y de un valor incalculable para los admiradores y coleccionistas de la serie.

Los años 1960 a 1961 fueron particularmente difíciles para el elenco, cuando el Gobierno empezó a enviar grupos de los suyos para que escandalizaran con sus consignas comunistas las actuaciones e interrumpieran por todos los medios las funciones. Como no lograron su plan, en 1961 se emitió en la isla un decreto en el que se obligaba a toda compañía teatral, radial o televisiva a someter sus programas a la Comisión de Censura.

A pesar de ello, una noche de ese mismo año en la que se presentaba “La Tremenda Corte” en su adaptación para el Teatro Nacional, se desató una balacera por parte del cuerpo de represión G2, en la que Fernández fue arrestado y debió purgar una condena de 27 días, en su casa por cárcel, sin mayor justificación. A él se le consideraba una persona muy influyente, y era conveniente mantenerlo del lado del régimen o cuando menos en silencio.

Luego de que fue absuelto, se cuenta que Fernández elaboró una pequeña pieza cómica que presentó en el mismo lugar de la capital cubana, en la que interpretando a “Pototo”, él y otro actor revisaban un archivo de fotos de los presidentes de Cuba para instalarlos en la pared. El otro actor mostró una foto de Fulgencio Batista y Leopoldo le dijo: –"A éste lo botas..." El actor siguió sacando diferentes figuras de políticos con la invariable respuesta del comediante: –"A éste también lo botas..." Finalmente, el ayudante sacó una foto de Fidel Castro. Leopoldo la miró, la mostró al público y dirigiéndose a la pared, dijo con su habitual socarronería: –"Déjame que a éste lo quiero colgar yo...".

lunes, 1 de febrero de 2010

J. D. Salinger, último acto Por Juan Sasturain

El hombre viejo que con tanto empeño
cuidó su soledad –como el oculto
guardián en el centeno, el tumulto
y los juegos de los niños– movió un leño

del contiguo hogar y –secreto dueño
de un fervor difuso, autor de culto
para tantos, pero solo– entre el bulto
de sombras y fantasmas, buscó el sueño.

Se soñó Seymour, estuvo en Normandía
otra vez, y vio el libro que su hermana
Franny leyó, y en sueños lo leía.

Después lo soñó a Holden la mañana
de la charla con Phoebe, y ya era el día
final: perfecto para el pez banana.