Por Laura Restrepo
"Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París", le escribía desde esa ciudad el peruano César Vallejo a su madre, una viejita indígena que nunca había salido de Santiago de Chuco, la más perdida de las aldeas perdidas en las altas alturas de los Andes. Y a mí me enamora esa frase, que siembra la duda sobre si es verdad que lo lejano es realmente Santiago de Chuco, todos los Santiagos de Chuco del Tercer Mundo, o si la cosa viene siendo más bien al contrario. ¿París, la periferia? A lo mejor. Y para muchos de los latinoamericanos que la visitamos, el mero centro de esa ciudad, su corazón que más palpita, es la tumba de Vallejo en el cementerio de Montparnasse.
Pese a su nombre de emperador romano fue indio y pobre hasta la raíz del pelo, con su traje negro rebrillado a punta de plancha
"Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París -y no me corro- tal vez un jueves, como es hoy, de otoño", había predicho él mismo en un poema, de donde se deduce que lo ortodoxo es visitar su tumba en jueves, y ojalá con aguacero, aunque el devoto bien puede tomarse la licencia y acudir en otro clima y cualquier día de la semana, porque si bien la predicción le atinó al dónde, se equivocó en el cuándo, y el poeta se vino a morir más bien un viernes, por más señas Viernes Santo, al parecer bajo un cielo azul radiante por completo ajeno a sus penas.
La peregrinación se inicia con el mapa del cementerio en la mano, 12 el número de la división, 3 el número de la sepultura, y a partir de ahí todo es un problema, porque yace bajo una placa de mármol poco menos que a ras de suelo, gris en medio de la grisura uniforme del lugar, tan discreta y escondida, e invisible en los días de lluvia, que aún quien conozca las coordenadas se las va a ver a gatas para encontrarla.
Quien sí sabe encontrar el lugar es Alejandro Calderón, también él poeta peruano del Perú, perdonen la tristeza, y ni modo que no supiera, si lo ha visitado religiosamente todos los domingos durante el cuarto de siglo que lleva viviendo en la ciudad.
-Vallejo se vino buscando a París -me dice-, y yo me vine buscando a Vallejo. Me acerco a él para matar soledades, porque en este país me he sentido dolorosamente extranjero. Sobre todo durante los diez primeros años.
-¿Y después ya no?
-Y después también, cómo crees que no, con esta cara de indio siempre eres ajeno en tierras de blancos.
Otro tanto le ocurriría a César, porque pese a su nombre de emperador romano fue indio y pobre hasta la raíz del pelo, con su traje negro rebrillado a punta de plancha, su presencia taciturna y digna, su eterno abrigo y su piel color cobre, valga decir, ya sin eufemismo: tremendo morenazo. Papito lindo, flor de poeta, indio divino, y a callar los políticamente correctos que nos salen con que debe decirse persona de color porque no es educado decir oscuro o negro. Frente a él, tan olvidado en vida y tan visitado en muerte, van desfilando mestizos, cafés con leche, negros renegros, mulatos, piel-canela, tostados, cholos, zambos, todos con el corazón en vilo y el Kleenex presto, para llorar un poco porque sí, porque no, porque su tumba es el único rincón donde podemos estar sin visa. Y que no falte declamarle, déle que déle, esos poemas suyos que él mismo compuso y que debe saberse de recontramemoria, sólo que ahora los escucha cantaditos en mexicano, llorados en peruano, declamados en colombiano, a ritmo de son cubano, susurrados en nicaragüense, en guatemalteco, en boliviano, comenzando con su "hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé", que para nosotros viene siendo como el padrenuestro.
En Santiago de Chuco, cuna del poeta, donde la población lo venera tanto o más que al apóstol y santo patrón, le pregunté a un indígena si podría explicarme el significado de una de las estrofas más oscuras de Trilce.
-¿Sus poemas? No siempre los entendemos -me respondió-, pero siempre nos llegan al alma.
Allá mismo, en la plaza del mercado, unas muchachas que me vieron cara de afuerana quisieron saber si conocía París, y como dije que sí, me preguntaron de qué murió él, allá tan lejos. Se quejaban de la maestra, que no había sabido explicarles en la escuela. Les dije que no era culpa de ella, porque la cosa había quedado en el misterio. "Me voy a recostar un momento porque estoy cansado", había anunciado el poeta unos días antes, y ya no se había vuelto a levantar. Indiferentes, los médicos franceses dieron su diagnóstico: de cansancio no muere nadie.
Se dice que lo mató el hambre. Pero no lo tomó por sorpresa, porque ya desde antes de dejar el Perú, le advirtió al amigo que lo acompañaría en el viaje: "Acostúmbrate a comer poco. En París tendremos que vivir de piedrecitas". Y así fue. Comería piedrecitas, más las mandarinas que de tarde en tarde le regalaban en la Rue Ribouté; el cognac aquel que se echó al coleto en un salón trasero de la Regence, según consta por alguna foto que le tomaron; el café y el arroz que fueron su único sustento durante los meses en la Avenue du Maine; la botella de leche, y a veces de vino, que bajaba a comprar a la Rue Molière, contando los centavos.
-Pero acaso quién no -objeta Eduardo García Aguilar, poeta colombiano en París-, aquí todos hemos tenido que contar los centavos, recién llegados todos hemos pasado hambre, y sin embargo aquí estamos, porque lo que es morir, no hemos muerto.
Habrán sido entonces la soledad y el frío... Que no, me asegura Alejandro, el poeta peruano. Eso tampoco, porque aun cuando estaba en las peores, Vallejo pudo arreglárselas para calentar su cama. Ahí donde lo ven, flaco y silencioso como un árbol seco, con las francesas el cholo sabía darse maña; está claro que al menos una Henriette y una Georgette cayeron en sus brazos y lo amaron locamente.
Tercermundista Vallejo, extracomunitario, desplazado, indocumentado, indeseable, sin empleo, ¿lo mataría París? ¿No pudo con el sombrío trasegar por las habitaciones más baratas de la orilla izquierda? Mucha cucaracha en esos huecos, mucha cucaracha, me dice Julito Olaciregui, escritor barranquillero en París, y Alejandro me asegura que hoy, como ayer, a los poetas pobres que van llegando, deslumbrados por la ciudad, ésta los recibe con la misma serie interminable de mínimas chambres de bonne, compartidas clandestinamente con otros dos o tres, sin calefacción, sin baño ni luz del sol, encaramadas en el séptimo piso, o en el octavo, al final de una empinada escalera de caracol. Es el ritual de la miseria que según Enzesberger, París ofrece a quienes le venden su alma: colchones de espuma sobre el suelo pelado, hornillos de petróleo, cajas de escaleras embadurnadas, bidés, soledad y cafard.
Si éste es el frío de la vida, cómo será el de la muerte, pensaba yo la tarde de invierno en que fui a visitarlo por primera vez, en compañía de mi amiga Teresa Vieco. Dábamos vueltas sin ton ni son en busca de su tumba, con la oscuridad pisándonos los talones, y como se acercaban las cinco y media de la tarde, hora en que el cementerio cierra sus puertas, los guardias se largaron a merodear por los pasadizos funéreos como perros sueltos, arreando con sus silbatos a los vivos hacia las puertas para que se fueran a vivir sus vidas y dejaran dormir en paz a los muertos. Aprovechando la falta de luz, nosotras nos ocultábamos de los sabuesos detrás de arbustos y mausoleos, resueltas a no permitir que nos frustraran el encuentro, cuando de repente la Teresa, que traía en la mano unas rosas, medio achicopaladas ya por los carrerones y los escondites, se tropezó con una lápida y se pegó un porrazo. Al ayudarla a levantarse, muertas ambas de la risa, vi el nombre que allí estaba inscrito: César Vallejo. La Teresa se había ido de narices, con todo y rosas, justamente sobre la tumba del poeta. Suena a cuento chino pero juro que así sucedió, ella puede dar fe, y no es literata sino arquitecta.
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