Por Eduardo Galeano
En uno de sus cuentos, Soriano imaginó un partido de fútbol en algún pueblito perdido en la Patagonia. Al equipo local, nunca nadie le había metido un gol en su cancha. Semejante agravio estaba prohibido, bajo pena de horca o tremenda paliza. En el cuento, el equipo visitante evitaba la tentación durante todo el partido, pero al final el delantero centro quedaba solo frente al arquero y no tenía más remedio que pasarle la pelota entre las piernas.Diez años después, cuando Soriano llegó al aeropuerto de Neuquén, un desconocido lo estrujó en un abrazo y lo alzó con valija y todo:–¡Gol, no! ¡Golazo! –gritó–. ¡Te estoy viendo! ¡A lo Pelé lo festejaste! –y cayó de rodillas, elevando los brazos al cielo.Después, se cubrió la cabeza: –¡Qué manera de llover piedras! ¡Qué biaba nos dieron! Soriano, boquiabierto, escuchaba con la valija en la mano. –¡Se te vinieron encima! ¡Eran un pueblo! –gritó el entusiasta. Y señalándolo con el pulgar, informó a los curiosos que se iban acercando: –A éste, yo le salvé la vida. Y les contó, con lujo de detalles, la tremenda gresca que se había armado al fin del partido: ese partido que el autor había jugado en soledad, una noche lejana, sentado ante una máquina de escribir, un cenicero lleno de puchos y un par de gatos dormilones.
(El texto de Galeano, llamado “El lector” forma parte de su libro Bocas del tiempo. Hoy se cumplen once años de la muerte de Osvaldo Soriano.)
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