jueves, 31 de diciembre de 2009

Los abrazos rotos

Hubo una vez en que Pedro Almodóvar fue Pedro Almodóvar y todos celebramos la ocurrencia como celebramos las ocurrencias de nuestros chiquillos. Después, Almodóvar dejó de ser Almodóvar y creyó ser Fellini, Antonioni, Bergman, Allen, Resnais, Hitchcock, Godard, etc.
Este film está tan lleno de guiños cinematográficos que aun el pobre espectador avezado se ve a gatas para poder disfrutar cabalmente del exquisito menú. Y así las cosas, uno echa de menos al Almodóvar ingenioso que nos deslumbró. El actual, efectista a más no poder, se cree Hitchcock y como hasta un imbécil lo sabe, Sir Alfred Joseph Hitchcock sólo hubo uno y hoy está muerto.

sábado, 26 de diciembre de 2009

The visitor

Habrá que convenir que Richard Jenkins es un enorme actor y que -como Walter Vale- todo profesor universitario en un momento determinado de su carrera académica es una suma de frustraciones. Se le abona al director Thomas McCarthy que nos haya ahorrado la pena de un final feliz.

sábado, 19 de diciembre de 2009

¡No ha conocido usted el cuerpo de la Mujer!

Al día siguiente de morir su madre, el 25 de octubre de 1977, el semiólogo francés Roland Barthes empezó a escribir una especie de diario de duelo para y por esa mujer con quien vivió, en la salud y en la enfermedad, hasta que los separó la muerte. La señora que tal vez haya signado el modo tan pudoroso con el que Roland se entregaba a sus amores reaparece aquí para la posteridad con la fuerza de la ausencia. La editorial Paidós acaba de publicar estas notas inéditas donde Roland Barthes intenta lo imposible: no hacer literatura, no gozar, detener el mundo que sigue andando.

–¡No ha conocido usted el cuerpo de la Mujer!

–Conocí el cuerpo de mi madre enferma, luego moribunda –es la segunda entrada de Diario de duelo, 26 de octubre de 1977-15 de septiembre de 1979 de Roland Barthes. Menos por falta de imaginación que por ceder golosamente a los señuelos estilísticos del autor, las reseñas han insistido en la cita de esa defensa altiva de que hay un conocimiento más radical que el de la carne, que es el de la carne prohibida y, al mismo tiempo, de la carne en retirada.

Diario de duelo ha sido escrito en hojas divididas en cuatro, quizás un hábito de ahorro de quien fuera hijo de una viuda de guerra –su madre, Henriette Binger, se casó a los veinte años con Louis Barthes, quien resultó muerto durante un combate naval en el Mar del Norte tres años después–; son notas fechadas y hechas con tinta o con lápiz y que juntas, según precisa Nathalie Léger en el prólogo, no forman un libro acabado sino “una hipótesis de libro” que ella infiere deseado por el autor. François Whal, editor de Seuil en los años noventa y a quien Barthes habría dejado a cargo de su obra póstuma, no estuvo de acuerdo con la publicación de esas notas demasiado íntimas y en donde alguien muerto, por un accidente de tránsito en 1980, no tuvo la oportunidad de corregirse. Michel Salzedo, hermanastro de Roland Barthes, hizo una declaración ritual: “Después de 30 años nadie puede erigirse en dueño de la obra de un autor”. Pero, de hecho, él es el dueño. Y en el mismo Diario de duelo habría una indicación precisa: “Vivo sin ninguna preocupación por la posteridad, sin ningún deseo de ser leído más tarde (salvo financieramente por M –M es Michel Salzedo–), la perfecta aceptación de desaparecer completamente, ningún deseo de ‘monumento’ –pero no puedo soportar que sea así para mamá (tal vez porque ella no escribió y porque su recuerdo depende totalmente de mí)”.

En el mismo párrafo contrae una deuda de responsabilidad –con ese otro con el que comparte la sangre de ella– y con un libro que vendría a sacarla del olvido. Si en Diario de duelo Barthes anota “esta mañana, con gran pesadumbre, retomando las fotos, trastornado por una donde mamá niña pequeña, dulce, discreta junto a Philippe Binger (Jardín de invierno de Chennevières, 1898)./Lloro./Ni siquiera deseos de suicidarse”, en La cámara lúcida escribe: “Así yo mirando, solo en el departamento donde ella acababa de morir, bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí. /La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños, de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Este apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: ‘avanza un poco, que se te vea’, había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana unidos entre sí, como yo sabía, por la desunión de sus padres, que a poco tiempo después se divorciarían, habían posado uno al lado de otro, solos, en la abertura del follaje y de palmas del invernadero (era la casa en que había nacido mi madre, en Chennevières surMarne./Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre”.

La escena es la misma pero no es una pasada en limpio ni una reescritura, en Barthes la nota no es nunca un borrador sino una marca que fija lo que se repite o, todo lo contrario, lo irrepetible pero también lo gratuito, lo que no se sabe por qué. En Diario de duelo la nota cae bajo una vigilancia triste pero firme: que no haga literatura, que no goce.

Demás deudos

La escritura no puede nada. Pero, ante una pérdida irrevocable, muchos insisten en escribirla, sabiendo que es imposible y que no hay consuelo, ni siquiera el de que, de no haberlo hecho, hubiera sido peor, puesto que, si se escribe ¿cómo se sabe que, de no hacerlo, hubiera sido igual o peor de terrible?

En el matrimonio blanco con la madre, ella puede pretender sobreponerse a la fatalidad biológica y acompañar al hijo hasta el final de éste: ese horror preferible a dejarlo solo. Leonor Acevedo lo intentó hasta que las fuerzas le faltaron e hizo público, ya sobre los noventa años, en infinitas protestas ese durar que ya no era vida. El mito dice que ella escuchaba, disentía, comentaba cada argumento del hijo con más inteligencia y razón que la que utilizaba en poner en fuga a sus rivales. Un vestido lila apoyado sobre su lecho de manera que evocara su forma viva se erigió en monumento blando a La Lectora, ante la que Jorge Luis Borges habría rumiado quién sabe qué oraciones de agnóstico. Claro que una esposa con la que se han llevado sesenta años en común también puede provocar la ilusión, como con la madre, de ser uno con ella, de “llevar una comunidad física y psíquica total” sólo interrumpida por la muerte como la de Sandor Marai con Ilona Matzner. Si Roland Barthes planeaba hacer de su notoriedad una prórroga de la memoria de Henriette Binger –“quizás un día la escriba, con el fin de que, impresa, su memoria dure por lo menos el tiempo de mi propia notoriedad”, insistió en La cámara lúcida–, Marai vivió el duelo por su esposa Ilona, la experiencia casi opuesta. Cien agendas minuciosas, de ella que no escribía, le permitieron seguir oyéndola con los ojos: “Durante décadas lo anotó todo sin excepción, los acontecimientos cotidianos, ya fueran importantes o irrelevantes. Es su regalo desde el más allá. Como si todos los días recibiera una carta de ella”. (Sandor Marai, Diarios 1984-1989.) Horror o maravilla: que dos, uno de los cuales está muerto, puedan cotejar recuerdos.

Su Roland

El recuerdo más penoso –hay otros pero éste es el que se repite y parece punzar más profundo– que registra Diario de duelo es el de la madre gritando en las últimas “¡Mi Roland, mi Roland!”. Quien en agonía pronuncia un posesivo sugiere querer arrastrarse fuera de la vida con las manos llenas, una vuelta a la nada pero rompiendo la soledad con un trofeo. A menos que ese nombre sea la última pertenencia, la fundamental antes de la separación, aquello que Henriette Binger se verá obligada a soltar para siempre cuando pronto no haya yo para utilizar gramática alguna.

Si Roland Barthes no renegara a veces del psicoanálisis hasta el punto de preferir la “aflicción” al “duelo”, si pudiera pensar esa exclamación en detalles como le gusta hacerlo con cualquier otra, tal vez advertiría en ella el mordisco del vampiro. ¡Oh, pero maman no era así! No era así es lo que Roland escribe de mil modos de su Henriette, aun cuando todavía no escribió definitivamente si es que esto es posible: al creer una y otra vez en su inocencia soberana “si se quiere tomar esta palabra según su etimología que es ‘no sé hacer daño’”, esa que reconoce en la foto del invernadero, la de la madre niña –el relato de cualquier cualidad tentativa– sólo podría hacerse en negativo.

Pero si Henriette Binger muere declarando que él es de ella, su ausencia, en medio del dolor que produce, tiene una cualidad suplementaria: hace, por primera vez, ligero el peso de los muchachos:

“Durante todo el tiempo del duelo, de la Aflicción (tan dura que: ya no puedo más, no me sorprenderé, etc.), seguían funcionando imperturbablemente (como mal educadas) costumbres de flirts, de enamoriscamientos, todo un discurso del deseo, del yo-te-amo-que por lo demás caía muy rápido y volvía a empezar sobre otro” (12 de junio de 1978).

Entonces, afligido en su máxima expresión, escribe que tiene mejor talante para el discípulo adorador de la frase –y Roland era un brujo de la retórica, ahí, a los sesenta era él el más bello–, pero atacado de un súbito déficit de atención si se lo invitaba a la cama, para el virgen sensato al que le molestaba la diferencia de edad, para al chongo inamovible en su sistema de toma y daca que jamás consiente en el “vuelto” de un abrazo, de un deshago fuera de tarifa (la enumeración corre por cuenta propia).

Pero a esa soltura, Roland la encuentra árida. “No solamente no abandono ninguno de mis egoísmos, de mis pequeños apegos, continúo sin cesar ‘dándome preferencia’, más aún, no llego a entregarme amorosamente a un ser, todos me son un poco indiferentes, incluso los más queridos. Pruebo –y es claro– la ‘sequedad del corazón’ –la acidia–”, había escrito el 27 de abril.

En Incidentes, otro de sus libros póstumos, en una anotación posterior a la fecha en que escribe el diario, los muchachos han recuperado su peso aplastante: “Ayer, domingo, Oliver G. vino a comer; dediqué a la espera y al recibimiento el especial cuidado que revela, por lo general, que estoy enamorado. Pero, ya mientras comíamos, su timidez o su distanciamiento me intimidaron; ninguna euforia en la relación, ni de lejos. Le pedí que viniera a mi lado, a la cama, mientras dormía la siesta; acudió muy amablemente, se sentó en la orilla, leyó en un libro ilustrado; su cuerpo estaba demasiado lejos, cuando alargué mi brazo hacia él, no se movió, encerrado en sí mismo: ninguna complacencia; y acabó por marcharse a la otra habitación. Me invadió como una desesperación, tenía ganas de llorar. Me pareció evidente que iba a tener que renunciar a los chicos, porque no existe ningún deseo de ellos hacia mí, y porque yo soy demasiado escrupuloso, o demasiado torpe, para imponer el mío; creo que éste es un hecho indiscutible, avalado por todas mis tentativas de flirt, que mi vida es triste, que, bien mirado, me aburro, y que es necesario que expulse este interés, o esta esperanza, de mi vida. (Si repaso mis amigos uno a uno –aparte de los que ya no son jóvenes– descubro un fracaso cada vez ... ¿No me van a quedar más que los taxiboys? He tocado un poco el piano para O., a petición suya, a sabiendas de que acababa de renunciar a él para siempre; tiene bonitos ojos y una expresión dulce, suavizada por los cabellos largos: he aquí un ser delicado pero inaccesible y enigmático, tierno y distante a la vez. Luego le he dicho que se fuera, con la excusa del trabajo, y la convicción de que habíamos terminado, y de que, con él, algo más había terminado: el amor de un muchacho”. ¿Será porque el duelo –18 meses para la muerte de un padre, de una madre, según el Larousse, él lo sabe puesto que es una de las primeras anotaciones de su Diario de duelo– ha abandonado su parte aguda, esa que, según el mito popular, se pacifica cuando en el cuerpo del muerto ya no hay carne y, en correlato, el deudo pasa de un dolor en carne viva a un dolor esencial como el hueso? ¿Entonces la máxima aflicción ya no protege del mismo modo y empieza a dejar pasar los dolores de segundo orden?

Si Roger Peyrefitte hubiera podido leer la escena con Oliver G se hubiera reído de Roland Barthes como siempre lo había hecho de André Gide al recordar que “Nunca practicó, según sus propias palabras, más que ‘el amor frente a frente’ y tuvo este grito de indignación con uno de mis amigos que le confesó sodomizar a los pequeños árabes en Argelia ‘¡Cómo! ¡Usted los maltrata!’”. El hubiera leído en el acudir dulcemente, en el sentarse en la orilla de la cama y en leer un libro ilustrado de Oliver G las artimañas de un pasivo que, sin correrse cuando lo acarician, demanda además que le toquen el piano.

Es probable que Barthes no se equivocara, que en esa escena pudiera leer el fin de un amor y, tras su cola, el de todos los otros. Pero ¿no había una cierta complacencia en ese decoro pequeño burgués con el que nunca se atrevía a romper el velo de ningún pudor en provecho propio, una obediencia al qué dirán que es fácil imaginar muy Henriette Binger? ¿Qué le faltó a ese triste? Un poco de avasallante chabacanería. Un buen mal gusto. Total, de todos modos, era un fracaso cada vez.

Raúl Escari es testigo de Barthes en un París desde donde se partía a Marruecos para visitar un prostíbulo en el que el patrón –un tal Manolo– solía enviar, a través de cualquier cliente, “¡saludo a los profesores! “(Barthes, Foucault.)

–Una vez decidió analizarse con Jacques Lacan. Estaba sufriendo mucho, seguramente por amor. Llamó por teléfono al consultorio de la calle de L’ille y pidió hora para un rendez vous. El secretario de Lacan le dio cita para diecinueve días después. Fue puntual. Comenzó a hablar, Lacan lo cortó en seco: “¡Ah! ¡Viene a verme por un asunto personal! Hubiera debido pedir una consulta no una cita. Lo habría recibido de inmediato”. Barthes habló y habló. Lacan escuchaba en silencio. De pronto dijo: “Aléjese enseguida de ese muchacho”. Barthes nos lo contó a un grupo de amigos más tarde. “Fue raro que palabras tan triviales, tan chatas, hayan podido ejercer en mí un efecto tan inmediato, radical.” Terminó con el chico y se puso a escribir su Fragmentos de un discurso amoroso. Yo estaba presente cuando lo contó.

¿No habría en ese provinciano un regusto de contable: que hasta lo más insoportable fuera a parar al haber del placer del texto? Pero con su Roland, el de Henriette Binger, todas las preguntas psi, las insubordinaciones críticas, las conminaciones de afiliados “¡Vamos, deje de regodearse! Con semejante cabeza ¿no podría haber luchado para ser más feliz?”, se vuelven tautológicas pero además feas: él ya lo calibró todo y lo escribió en bellas figuras.

Cerrados por duelo

El 23 de marzo de 1980 Roland Barthes venía de comer con Mitterrand y planeaba cruzar de un lado a otro la calle de las Ecoles cuando lo atropelló una camioneta de lavandería. Murió casi un mes más tarde. Entonces, el furor de la interpretación, a veces con la huella de su enseñanza, a veces no, comenzó a proliferar en versiones en donde ni el más ignorante comisario, el más pedestre equipo de emergencia, la más dura representante de las ciencias duras, se conformaron con la idea de accidente. Una cosa es señalar la tiniebla oculta en la declaración: “¡Mi Roland”, mi Roland! y otra pensar que Henriette Binger vino a llevarse su propiedad para transportarla allí donde todos sabemos, la muerte no los reunió. Hasta el cínico alegre de Philipphe Sollersedipiza a más no poder. En su libro Mujeres cuenta esa agonía en La Salpetrière en la que el herido, por obra del duelo, deja de luchar y cede, como si se hubiera suicidado. En Internet hay quien se mete con el objeto “camioneta de lavandería” buscando un sentido al cual sacarle el jugo. Y hay quien especula groseramente sobre si en la caja viajaba la ropa ordenada y perfumada de las casas burguesas de entrega semanal, o si, por el contrario, viajaban las sábanas con semen, flujo y chocolate de los hoteles por hora adonde todavía no entraban los homo, los manteles de la francachela derramada y el pañal cagado de las familias que no tienen las buenas maneras de los Barthes Binger. Esa muerte absurda inició la serie amarilla y reaccionaria titulada Paradojas de la razón Cartesiana que continuaría con Althusser asesino y Foucault sadomaso.

Roland Barthes tenía 65 años y había escrito hasta por los codos –que imaginamos protegidos por remilgados pitucones–, sin embargo se lo trataba como a una inversión perdida. La maldad radical del lenguaje hizo que el 23 de marzo de 1980 se recordara que en mayo del ’68 había dicho “las estructuras no bajan a la calle”, entonces los estudiantes le contestaron “Barthes tampoco” ahora, en la calle había sido herido de muerte. Encima, si en la red se busca “muerte de Barthes” lo primero que aparece no es la noticia del accidente sino una noción: la muerte del autor.

¿No hubiera sido el mejor homenaje que los signos de asueto dejaran de producir?: que todos los suyos: amigos, lectores, discípulos se hubieran limitado a difundir un lacónico Barthes “murió en un accidente” en todas partes en donde se usaran palabras y luego de haberle creído simplemente que su pena provenía de “ser ella quien era y es por ser ella quien era por lo que viví con ella”.

Roland Barthes no escribió el libro definitivo sobre su madre, lo dejó en medio entre el querer escribir y el poder escribir, el deseo de escribir y el hecho de escribir sobre los que habló en sus cursos del Collège de France. No hizo más que rodearlo, por ejemplo casi tipiando a la muerta en los objetos que la evocaban: su polvera de marfil, un frasco de vidrio biselado, una silla baja, almohadones (La cámara lúcida). Hasta su propia muerte, no hizo más que poner en todas partes, con una inusual fecundidad, algo de ella –Lo Neutro, La cámara lúcida, La preparación de la novela–. Con más detalle en el segundo de estos libros en donde retoma las notas de Diario de duelo. Pero al Libro de mi madre, lo dejó para después, como si lo atesorara, en eterna preparación lo que fundiría profundamente a Henriette Binger, en idéntico brillar por su ausencia, con ese género fetiche: la Novela.

De Página 12

Nietzsche en el sanatorio

En la biografía Nietzsche de Werner Ross (Paidós, 1994) se lee un breve informe del "diario de enfermos" del sanatorio de Jena donde el filósofo fue internado, en el que se constata que el paciente "se unta la pierna con excrementos. Come excrementos. Orina en su bota o en su vaso y bebe la orina y se unta con ella".

domingo, 13 de diciembre de 2009

George Steiner dixit

Me gustaría contarle una anécdota. Hubo un poeta contemporáneo llamado Nash que tradujo al poeta francés François Villon. En su famosa balada Las nieves de antaño había una línea en la que Villon venía a decir que la mujer ha envejecido: su pelo, escribía en francés, ya no es dorado, sino gris. Nash, en su manuscrito, lo tradujo así: “El brillo le cae del pelo”. El impresor cometió un error y escribió: “Un brillo cae del cielo”. Es una de las frases más hermosas de la poesía inglesa, ¡y se debe al impresor! Cada noche le pido a Dios que me envíe un impresor que cometa un error que me haga grande.

Julio Cortázar dixit

Esto que te voy a contar lo supe por Dolly Muhr (Dorotea Muhr, la mujer de Onetti). Onetti leyó “El perseguidor”, se fue al cuarto de baño de su casa y rompió el espejo de un puñetazo. Nadie ha tenido una reacción que me pueda conmover más.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Lucrecia Martel, tres de diez...

La asociación Cinema Tropical, dedicada a la promoción del cine latinoamericano en Estados Unidos, difundió la lista de los diez mejores largometrajes latinos de la década 2000-2009:

1. "La ciénaga". Lucrecia Martel.
2. "Amores Perros". Alejandro González Iñárritu.
3. "Luz silenciosa". Carlos Reygadas.
4. "Ciudad de Dios". Fernando Meirelles.
5. "Autobús 174". José Padilha y Felipe Lacerda.
6. "Y tu mamá también". Alfonso Cuarón.
7. "Whisky". Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll.
8. "La mujer sin cabeza". Lucrecia Martel.
9. "La niña santa". Lucrecia Martel.
10. "El laberinto del fauno". Guillermo del Toro.

Para realizar esta encuesta, Cinema Tropical consultó a 33 profesionales de Nueva York que han contribuido a la promoción y difusión del cine latinoamericano en el país, y todos ellos seleccionaron un total de 121 películas de catorce países de la región.

martes, 8 de diciembre de 2009

Asesinos seriales

-“Nunca debieron acusarme de algo más serio que de regentear un cementerio sin licencia” (John Wayne Gacy, asesino en serie).
-“Yo no quería hacerles daño, yo sólo quería matarlos” (David Berkowitz, asesino en serie).
-“Mi problema es la diabetes. Me baja el azúcar y entonces me subo al techo de un edificio y después soy capaz de hacer cualquier cosa” (John Henry Brudos, asesino en serie).
-“Yo sólo hice lo que me pidió mi perro. Es un perro muy bonito” (David Berkowitz, asesino en serie).
-“La cosa era así: yo trabajaba como chofer de ambulancia, elegía a una mujer, la asesinaba, la arrojaba a un costado del camino, hacía una llamada anónima a la policía, y después volvía con mi ambulancia a recoger el cadáver. Me divertía mucho conversar con todos esos tipos de uniforme y enterarme de lo que pensaban sobre lo sucedido” (Charlie Davis, asesino en serie).
-“Nosotros, los asesinos en serie, somos sus hijos, somos sus maridos, somos los que están en todas partes. Y claro: mañana muchos de ustedes van a despertarse muertos” (Ted Bundy; asesino en serie).

Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso

Herta Müller (Discurso al recibir el premio Nobel, 7 diciembre de 2009)

¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.
Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.
Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.
La primera vez me insultó de pie y se marchó.
La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.
La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que..., y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.
Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.
Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.
Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.
Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.
En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.
Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:
A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.
A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.
En el centro, los pañuelos de niño, para mí.
Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.
Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.
A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.
Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?
Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?
Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.
Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.
Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:
Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central
Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.
Con un pañuelo termina también otra historia:
El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.
Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.
Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.
Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.
Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.
Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.
Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:
Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice
El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.
Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.
Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.
Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes. Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:
Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.
Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?
Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.
Traducido por Juan José del Solar Bardelli