Miedo y asco (y etc.) por Rodrigo Fresán
No parece casual que cuando daba sus primeros pasos sobre un teclado quería ser como Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. Aunque para él, y a primera vista para todos, el destino lo alejó de las cumbres de la ficción y del estilismo delicado de sus ídolos, a su manera Hunter Thompson siguió sus pasos: mezcló de forma casi indisociable su obra y su leyenda, a la vez que marcó a su generación y a las siguientes con un estilo único para escribir el mundo en el que vivía: eso que se ha dado en llamar periodismo gonzo. Ahora, en la flamante biografía oral Gonzo: The Life of Hunter Thompson, amigos, conocidos, víctimas, jefes y enemigos reconstruyen la vida y la obra de este hombre que vivió a la manera de un dandy de los excesos como su adorado Fitzgerald y terminó matándose de un balazo como su adorado Hemingway.
Las opciones para el origen y definición del síntoma/estilo de escritura/estado de ánimo/modo de vida/palabra/o lo que sea conocido como gonzo son varias y ninguna es concluyente. Y está bien que así sea; porque en el núcleo impreciso del enigma se alcanza a vislumbrar, claramente, la constante más allá de las varias posibilidades de algo que no deja de moverse y de disparar al techo y de aporrear el teclado de una máquina de escribir hasta hacerla sonar exactamente igual a una ametralladora.
Así, gonzo –término que nunca le gustó a su más célebre y dedicado inquilino, pero que éste adoptó con gusto porque ser una marca es importante para dejar marca– provendría de los dedos del legendario pianista de New Orleans, James Booker, quien grabó, en 1960, un frenético instrumental titulado “Gonzo”, término que en el argot cajun de los jazzeros locales equivalía a “tocar sin reglas, ni rumbo”. El tema en cuestión fue registrado en un estudio de Houston y –aseguran los testigos– cuando el protagonista de estas páginas lo escuchó por primera vez, al llegar a la parte del torrencial solo de flauta, “se volvió literalmente loco”.
Así, gonzo, en la jerga de los bares de Boston –y según el periodista Bill Cardoso, a quien el poseído por el tema de Booker se lo puso una y otra vez, y de ahí que lo bautizara en algún momento de 1970 como “The Gonzo Man” en las páginas de la Boston Globe Magazine o la Scanlan’s Monthly– sería el mote que se le pone al último en morder el polvo en alguna bestial borrachera: el last man standing o “último hombre de pie” y, por lo tanto, el que carga con la responsabilidad y el privilegio de contar la historia a la mañana siguiente.
Así, gonzo sería una deformación del franco-canadiense gonzeaux que equivaldría a “epifanía” o “sendero brillante”.
Así, la compulsiva pulsión gonzo comienza como música demencial, pasa a barra libre y acaba posándose como forma narrativa y manera de ver las cosas. Mirada que sólo se alcanza luego de una iluminación o –da igual– del portentoso consumo de drogas varias, y donde el estilo es más importante que la verosimilitud y fidelidad de lo que se reporta. Primerísima primera persona del singular con un paisaje al fondo que podía ser el de Las Vegas, el del Kentucky Derby, el de una campaña electoral, da igual. Lo que importa es informar deformando. El periodista es la estrella: crónica de autor y la noticia, apenas, como vistosa escenografía esperando a su dueño y habitante natural que la vive –y sobrevive– para contarla. A su manera, claro.
De todo esto y mucho más –finalmente, fin del camino, punto donde todas las variables se funden en un nombre y en un hombre– trata la recién aparecida biografía oral Gonzo: The Life of Hunter S. Thompson.
Entrar en ella es fácil. Lo difícil es salir.
CUENTAME SU VIDA
Y biografías del neoperiodista Hunter S. Thompson ya había muchas. Firmadas por enemigos íntimos o amigos pasajeros. Pero Gonzo –en tándem con un también hace poco publicado coffe-table book que reúne las fotografías de Thompson– tiene varias virtudes a considerar: es la primera en contar la saga desde el disparo de largada hasta el tiro del final, y tiene el formato más conveniente para este tipo de historia, es decir, la historia de un freak: es una biografía oral en la que numerosas voces más o menos autorizadas cuentan su versión –o versiones– del asunto del individuo irrepetible. No es casual que esta variante polifónica –que ya se ocupó de las vidas y obras y muertes de gente como Edie Sedgwick, Bob Dylan, Truman Capote, Warren Zevon y The Replacements– sea la que, también, mejor le va a uno de los grandes popes del llamado New Journalism. Porque Thompson estuvo en muchas partes y conoció a muchas personas, y ninguna de ellas podrá olvidarlo jamás y más de uno daría cualquier cosa por poder borrarlo del disco duro de su memoria. De este modo, la tarea de Jann Wenner (director de Rolling Stone y compadre de la bestia en las buenas y en las malas) y de Corey Seymour (asistente editorial de la misma revista y en más de una ocasión víctima de los excesos tipográficos del monstruo) no fue la de sistematizar el caos de una existencia (Gonzo resulta del destilado de 459 páginas que en una primera versión alcanzaba las 1500) sino de imponer cierto orden cronológico a este virtual acelerador de partículas anecdóticas y emisor de fractales despachos desde un frente difuso, pero siempre ubicado exactamente donde él estaba.
Y la lista de testigos (de la acusación y la defensa, unos y otros víctimas de la luminosa seducción de este voraz agujero negro) es imponente: Pat Buchanan, Jimmy Buffet, Jimmy Carter, Johnny Depp (quien también firma un sentido prólogo), Joe Eszterhas, Terry Gilliam, Anjelica Huston, Don Johnson, William Kennedy, Margot Kidder, George McGovern, Norman Mailer, Marilyn Manson, Jack Nicholson, Sean Penn, Ralph Steadman (inglés y perfecto ilustrador de las visiones infernales de Thompson y una suerte de Sancho Panza), Tom Wolfe (acaso la contraparte angélica y mejor vestida de la especie, quien define a Thompson como “el único equivalente a Mark Twain en el siglo XX”) y decenas de animales de redacción y testigos presenciales y compañeros de juerga y familiares víctimas de su poderosa onda expansiva. Alguien que –en el decir de William Kennedy, su colega en Puerto Rico– “se las arregló para convertirse en un periodista en movimiento que resultaba interesante por encima de aquello que escribía. Se puso a sí mismo en el centro de la escena y se convirtió en la historia”.
Y biografías del neoperiodista Hunter S. Thompson ya había muchas. Firmadas por enemigos íntimos o amigos pasajeros. Pero Gonzo –en tándem con un también hace poco publicado coffe-table book que reúne las fotografías de Thompson– tiene varias virtudes a considerar: es la primera en contar la saga desde el disparo de largada hasta el tiro del final, y tiene el formato más conveniente para este tipo de historia, es decir, la historia de un freak: es una biografía oral en la que numerosas voces más o menos autorizadas cuentan su versión –o versiones– del asunto del individuo irrepetible. No es casual que esta variante polifónica –que ya se ocupó de las vidas y obras y muertes de gente como Edie Sedgwick, Bob Dylan, Truman Capote, Warren Zevon y The Replacements– sea la que, también, mejor le va a uno de los grandes popes del llamado New Journalism. Porque Thompson estuvo en muchas partes y conoció a muchas personas, y ninguna de ellas podrá olvidarlo jamás y más de uno daría cualquier cosa por poder borrarlo del disco duro de su memoria. De este modo, la tarea de Jann Wenner (director de Rolling Stone y compadre de la bestia en las buenas y en las malas) y de Corey Seymour (asistente editorial de la misma revista y en más de una ocasión víctima de los excesos tipográficos del monstruo) no fue la de sistematizar el caos de una existencia (Gonzo resulta del destilado de 459 páginas que en una primera versión alcanzaba las 1500) sino de imponer cierto orden cronológico a este virtual acelerador de partículas anecdóticas y emisor de fractales despachos desde un frente difuso, pero siempre ubicado exactamente donde él estaba.
Y la lista de testigos (de la acusación y la defensa, unos y otros víctimas de la luminosa seducción de este voraz agujero negro) es imponente: Pat Buchanan, Jimmy Buffet, Jimmy Carter, Johnny Depp (quien también firma un sentido prólogo), Joe Eszterhas, Terry Gilliam, Anjelica Huston, Don Johnson, William Kennedy, Margot Kidder, George McGovern, Norman Mailer, Marilyn Manson, Jack Nicholson, Sean Penn, Ralph Steadman (inglés y perfecto ilustrador de las visiones infernales de Thompson y una suerte de Sancho Panza), Tom Wolfe (acaso la contraparte angélica y mejor vestida de la especie, quien define a Thompson como “el único equivalente a Mark Twain en el siglo XX”) y decenas de animales de redacción y testigos presenciales y compañeros de juerga y familiares víctimas de su poderosa onda expansiva. Alguien que –en el decir de William Kennedy, su colega en Puerto Rico– “se las arregló para convertirse en un periodista en movimiento que resultaba interesante por encima de aquello que escribía. Se puso a sí mismo en el centro de la escena y se convirtió en la historia”.
EL PERIODISMO ES UN VIAJE DE IDA
Pero muy por encima de la casi infinita sucesión de episodios graciosos y estrafalarios y aterrorizantes, lo que se desprende aquí es una (otra) historia de soñador americano que comprueba entre eufórico y deprimido cómo su Gran Sueño va virando hacia la pesadilla. Gonzo –está claro– quiere ser un volumen celebratorio y un memorial cuyo objetivo final es el de la beatificación del santo pecador. Y –como le ocurre a The Joke’s Over. Bruised Memories: Gonzo, Hunter S. Thompson, and Me de Ralph Steadman– lo consigue sólo a medias y esto habla bien de sus responsables. ¿Por qué? Fácil de pensar, pero difícil de poner por escrito: Thompson era un tipo más bien desagradable, machista, misógino, torturador de su primera esposa Sandy –heroína evidente e involuntaria del libro, pero heroína al fin–, infantil, irresponsable y fascinado por su propia leyenda de gatillo caliente. Alguien cuyo talento ardió rápido y temprano sin por eso dejar de ser –como su admirado Hemingway, como Kerouac o como Bukowski– un héroe fácil de imitar en lo fácil y difícil de emular (sin caer en la involuntaria autoparodia) en lo difícil. De la lectura de los testimonios aquí reunidos se llega a la conclusión de que Thompson podía enorgullecerse de The Rum Diary (novela primeriza pero recién editada en 1998, cuando el dinero comenzó a escasear), el riguroso Hells Angels: A Strange and Terrible Saga (1966), el fundante Fear and Loathing in Las Vegas: A Savage Journey to the Heart of the American Dream (de 1971, un encargo de Sports Illustrated que, al ser rechazado, le abrió para siempre las puertas de Rolling Stone, presentando por primera vez su alter-ego Raoul Duke) y los artículos greatest hits reunidos en Fear and Loathing: On the Campaign Trail (1972) y The Gonzo Papers, Vol. 1. The Great Shark Hunt: Strange Tales from a Strange Time. Los entusiastas defenderán el valor documental de sus contundentes volúmenes de cartas (seleccionadas de un archivo personal de más de 20 mil, el último de los tres se anuncia para este 2008) o esa especie de funcional resumen de lo publicado casi testamentario que es Kingdom of Fear: Loathsome Secrets of the Star-Crossed Child in the Final Days of the American Century (2003). El resto se reduce y se aumenta en sucesivas y desparejas antologías de artículos que no son otra cosa que fragmentos dispersos y alucinados y ensamblados con dedicación y coraje por editores-fans de la bestia. El revelador testimonio en Gonzo de David Felton –encargado de Thompson en Rolling Stone durante los años ’70– lo dice todo: “No creo que haya un editor de Rolling Stone que, habiendo trabajado con Hunter luego de Miedo y asco en Las Vegas, no se derrumbara llorando alguna vez. Sé de lo que hablo porque a mí me pasó”. Y lo que pasaba era esto: Hunter Thompson pasado de cocaína y pastillas (“Sin ellas tendría el cerebro de un contador de segunda”, se justificó orgulloso más de una vez), escribiendo en ráfagas inspiradas o en dolorosas y contadas palabras, fragmentos dispersos, yendo a cubrir cosas que ni siquiera se dignaba presenciar (como la pelea de Ali-Foreman en Zaire) o de las que huía asustado (su tropezón durante la caída de Saigón) mientras se emborrachaba junto a la piscina del hotel, borbotones de páginas inconexas escupidas por un primitivo fax portátil con mala letra (bautizado por Thompson como el Mojo Wire) y los tipos de la redacción con el cierre encima cortando y pegando y reenviándole el material para que él, si estaba con ánimo y lucidez, garabateara algunos párrafos que funcionaran como nexos entre las partes para insertar a pie de imprenta. Y todo esto –como se lee en un memo enviado a Jann Wenner– mientras Thompson insistía en que “lo que se conoce como ‘periodismo objetivo’ es una contradicción en sus propios términos... Los problemas humanos son secundarios”.
Al final –es duro, es trágico– Thompson fue masticado y devorado y escupido por su propio mito. Alguien obligado a ser el personaje en el que se había convertido su persona. Un adicto terminal a sí mismo que intentaba desengancharse metiéndose kilos de cocaína que se hacía enviar vía FedEx. Un actor –siempre listo para su close-up en fiestas o en estrenos de películas sobre su realidad cada vez más subjetiva– tan loco como Gloria Swanson en Sunset Boulevard.
De este modo, paradójicamente, Gonzo es el objetivo estudio de un ser que nunca supo ser objetivo consigo mismo.
Pero muy por encima de la casi infinita sucesión de episodios graciosos y estrafalarios y aterrorizantes, lo que se desprende aquí es una (otra) historia de soñador americano que comprueba entre eufórico y deprimido cómo su Gran Sueño va virando hacia la pesadilla. Gonzo –está claro– quiere ser un volumen celebratorio y un memorial cuyo objetivo final es el de la beatificación del santo pecador. Y –como le ocurre a The Joke’s Over. Bruised Memories: Gonzo, Hunter S. Thompson, and Me de Ralph Steadman– lo consigue sólo a medias y esto habla bien de sus responsables. ¿Por qué? Fácil de pensar, pero difícil de poner por escrito: Thompson era un tipo más bien desagradable, machista, misógino, torturador de su primera esposa Sandy –heroína evidente e involuntaria del libro, pero heroína al fin–, infantil, irresponsable y fascinado por su propia leyenda de gatillo caliente. Alguien cuyo talento ardió rápido y temprano sin por eso dejar de ser –como su admirado Hemingway, como Kerouac o como Bukowski– un héroe fácil de imitar en lo fácil y difícil de emular (sin caer en la involuntaria autoparodia) en lo difícil. De la lectura de los testimonios aquí reunidos se llega a la conclusión de que Thompson podía enorgullecerse de The Rum Diary (novela primeriza pero recién editada en 1998, cuando el dinero comenzó a escasear), el riguroso Hells Angels: A Strange and Terrible Saga (1966), el fundante Fear and Loathing in Las Vegas: A Savage Journey to the Heart of the American Dream (de 1971, un encargo de Sports Illustrated que, al ser rechazado, le abrió para siempre las puertas de Rolling Stone, presentando por primera vez su alter-ego Raoul Duke) y los artículos greatest hits reunidos en Fear and Loathing: On the Campaign Trail (1972) y The Gonzo Papers, Vol. 1. The Great Shark Hunt: Strange Tales from a Strange Time. Los entusiastas defenderán el valor documental de sus contundentes volúmenes de cartas (seleccionadas de un archivo personal de más de 20 mil, el último de los tres se anuncia para este 2008) o esa especie de funcional resumen de lo publicado casi testamentario que es Kingdom of Fear: Loathsome Secrets of the Star-Crossed Child in the Final Days of the American Century (2003). El resto se reduce y se aumenta en sucesivas y desparejas antologías de artículos que no son otra cosa que fragmentos dispersos y alucinados y ensamblados con dedicación y coraje por editores-fans de la bestia. El revelador testimonio en Gonzo de David Felton –encargado de Thompson en Rolling Stone durante los años ’70– lo dice todo: “No creo que haya un editor de Rolling Stone que, habiendo trabajado con Hunter luego de Miedo y asco en Las Vegas, no se derrumbara llorando alguna vez. Sé de lo que hablo porque a mí me pasó”. Y lo que pasaba era esto: Hunter Thompson pasado de cocaína y pastillas (“Sin ellas tendría el cerebro de un contador de segunda”, se justificó orgulloso más de una vez), escribiendo en ráfagas inspiradas o en dolorosas y contadas palabras, fragmentos dispersos, yendo a cubrir cosas que ni siquiera se dignaba presenciar (como la pelea de Ali-Foreman en Zaire) o de las que huía asustado (su tropezón durante la caída de Saigón) mientras se emborrachaba junto a la piscina del hotel, borbotones de páginas inconexas escupidas por un primitivo fax portátil con mala letra (bautizado por Thompson como el Mojo Wire) y los tipos de la redacción con el cierre encima cortando y pegando y reenviándole el material para que él, si estaba con ánimo y lucidez, garabateara algunos párrafos que funcionaran como nexos entre las partes para insertar a pie de imprenta. Y todo esto –como se lee en un memo enviado a Jann Wenner– mientras Thompson insistía en que “lo que se conoce como ‘periodismo objetivo’ es una contradicción en sus propios términos... Los problemas humanos son secundarios”.
Al final –es duro, es trágico– Thompson fue masticado y devorado y escupido por su propio mito. Alguien obligado a ser el personaje en el que se había convertido su persona. Un adicto terminal a sí mismo que intentaba desengancharse metiéndose kilos de cocaína que se hacía enviar vía FedEx. Un actor –siempre listo para su close-up en fiestas o en estrenos de películas sobre su realidad cada vez más subjetiva– tan loco como Gloria Swanson en Sunset Boulevard.
De este modo, paradójicamente, Gonzo es el objetivo estudio de un ser que nunca supo ser objetivo consigo mismo.
CON UN BANG
Dice Jan Wenner: “La gente solía preguntarme cuánto de lo que contaba Hunter era verdad. La verdad es que el 90 por ciento de lo que afirmaba haber hecho era cierto. Y si te creías el 10 por ciento restante, bueno, que Dios te bendiga. No seré yo quien intente convencerte de lo contrario”.
Los porcentajes son igualmente aplicables a lo que acorrala y captura Gonzo: hay un 90 por ciento de pública diversión desatada y certificada (el ascenso de un joven de Kentucky dispuesto a comerse el mundo) pero, finalmente, lo que se impone y acaba pesando es el 10 por ciento de desesperación íntima en un individuo que sueña con ser Faulkner (y que durante su juventud copia de principio a fin El gran Gatsby y Adiós a las armas “para experimentar qué se siente al escribir así”), pero que acaba resignándose a ser nada más que Hunter S. Thompson. Un tipo inmensamente pequeño al que le preocupa que se enteren de que su trade mark de Miedo y asco no es un derivado del Miedo y temblor de Kierkegaard sino una cita extraída de The Web and the Rock de Thomas Wolfe (y que, de enterarse sus lectores, se confundan y lo entiendan como un guiño servil a Tom Wolfe). Un virus consciente de su alto poder virósico y de contagio (tanto Bill Murray como Johnny Depp, quienes lo llevaron al cine, confesaron que demoraron meses en poder sacudirse el personaje de encima) que desprecia a sus competidores, pero que alienta su servilismo (y si en algo falla Gonzo es en el análisis de la importancia de Hunter S. Thompson dentro de la historia del periodismo de su país, pero cabe suponer que no se trataba de analizar eso; los interesados harán bien en darse una vuelta por el inteligente y comprehensivo The Gang that Wouldn’t Write Straight: Wolfe, Thompson, Didion, Capote & The New Journalism Revolution de Marc Weingarten).
El largo tramo final de Gonzo –los muy poco productivos años ’90– es duro de leer: la caída en cámara lentísima de “un niño encerrado en un cuerpo adulto” que comienza a fallar luego de demasiadas trasnoches y una inteligencia que ya no puede encender la chispa de una oración.
Thompson cubre como puede la campaña de Clinton, viéndola en su televisor (Clinton, indignado, le cierra la boca a Thompson durante una cena, criticando sin anestesia su pose de junkie glamoroso), y se desquita tirando al blanco en el jardín de Owl Farm, su casa en Woody Creek, Colorado, acribillando máquinas de escribir y aterrorizando a vecinos y a amigos con súbitas e inflamables visitas, mientras la idea de llevar a la práctica la teoría de un suicidio hemingwayano (final para su saga que tuvo claro desde su juventud) comienza a cobrar fuerza y ganas. Muerto Richard Nixon –su némesis a la vez que su musa, pero “tanto mejor que la pandilla Bush-Cheney”–, las cosas definitivamente dejaron de ser interesantes. Una de las últimas cosas que firmó –junto a su amigo Warren Zevon– fue una canción cuyo título lo dice todo: “You’re a Whole Different Person when you’re Scared” (“Eres una persona completamente distinta cuando estás asustado”). Después, Thompson se limitó a matar el tiempo antes de matarse, el 20 de febrero de 2005, con la ayuda de un Winchester Marine al que llamaba su “pistola de trabajo”. Un tiro a la cabeza. Su hijo Juan Fitzgerald Thompson –quien estaba en la habitación de al lado y no había notado nada raro, su padre estaba leyendo el diario y de pronto se puso de pie y fue hacia el estudio sin decir palabra– escuchó “algo parecido al ruido que hace un libro al caerse de un estante”.
La noche anterior, Hunter S. Thompson se había permitido una última humorada: había llamado a un amigo periodista del Globe and Mail, le había comentado que tenía evidencia incontestable de que el World Trade Center no se había venido abajo por el impacto de los aviones sino que las torres habían sido derribadas por la acción de cargas explosivas colocadas en sus sótanos por agencias secretas del gobierno y que, por lo tanto, su vida corría peligro y seguramente sería asesinado de forma que pareciera un suicidio. O tal vez, quién sabe, Thompson hablaba muy en serio.
La que se consideró su nota de despedida fue publicada en Rolling Stone. Allí se leía: “No más juegos. No más bombas. No más caminar. No más diversión. 67. Lo que significa 17 años después de los 50. 17 más de los que necesitaba o quise. Aburrido. Estoy siempre de mal humor. No tiene gracia; para nadie. 67. Te estás volviendo avaro. Compórtate de acuerdo a la avanzada edad que tienes. Relájate: esto no va a dolerte”.
Deadline cumplido, por fin.
El 26 de agosto de 2005, las cenizas de Hunter S. Thompson fueron disparadas desde un cañón en lo alto de una torre que él mismo había diseñado –con la forma de un puño cerrado apretando un botón de peyote– mientras por altoparlantes se oía “Mr. Tambourine Man”, su canción favorita de su admirado Bob Dylan. Johnny Depp pagó la ceremonia y cumplió así su último deseo: volar por los aires. 280 íntimos –entre los que se contaban Bill Murray, Sean Penn y Lyle Lovett– asistieron al funeral. Steadman recordó que alguna vez le comentó a Thompson que tenía ganas de iniciar los trámites para conseguir la nacionalidad norteamericana, y que Thompson le dijo: “Voy a hacer lo imposible para impedirlo. No te mereces un destino tan terrible, Ralph”. Pero fue Bob Braudis –permisivo sheriff del lugar que en más de una ocasión permitió que Hunter S. Thompson se saliera con la suya– quien mejor resumió la cosa y cierra la última página de Gonzo con palabras justas y sentidas: “De aquí en más, cuando el teléfono suene a las cuatro de la mañana, siempre serán nada más que malas noticias”.
Dice Jan Wenner: “La gente solía preguntarme cuánto de lo que contaba Hunter era verdad. La verdad es que el 90 por ciento de lo que afirmaba haber hecho era cierto. Y si te creías el 10 por ciento restante, bueno, que Dios te bendiga. No seré yo quien intente convencerte de lo contrario”.
Los porcentajes son igualmente aplicables a lo que acorrala y captura Gonzo: hay un 90 por ciento de pública diversión desatada y certificada (el ascenso de un joven de Kentucky dispuesto a comerse el mundo) pero, finalmente, lo que se impone y acaba pesando es el 10 por ciento de desesperación íntima en un individuo que sueña con ser Faulkner (y que durante su juventud copia de principio a fin El gran Gatsby y Adiós a las armas “para experimentar qué se siente al escribir así”), pero que acaba resignándose a ser nada más que Hunter S. Thompson. Un tipo inmensamente pequeño al que le preocupa que se enteren de que su trade mark de Miedo y asco no es un derivado del Miedo y temblor de Kierkegaard sino una cita extraída de The Web and the Rock de Thomas Wolfe (y que, de enterarse sus lectores, se confundan y lo entiendan como un guiño servil a Tom Wolfe). Un virus consciente de su alto poder virósico y de contagio (tanto Bill Murray como Johnny Depp, quienes lo llevaron al cine, confesaron que demoraron meses en poder sacudirse el personaje de encima) que desprecia a sus competidores, pero que alienta su servilismo (y si en algo falla Gonzo es en el análisis de la importancia de Hunter S. Thompson dentro de la historia del periodismo de su país, pero cabe suponer que no se trataba de analizar eso; los interesados harán bien en darse una vuelta por el inteligente y comprehensivo The Gang that Wouldn’t Write Straight: Wolfe, Thompson, Didion, Capote & The New Journalism Revolution de Marc Weingarten).
El largo tramo final de Gonzo –los muy poco productivos años ’90– es duro de leer: la caída en cámara lentísima de “un niño encerrado en un cuerpo adulto” que comienza a fallar luego de demasiadas trasnoches y una inteligencia que ya no puede encender la chispa de una oración.
Thompson cubre como puede la campaña de Clinton, viéndola en su televisor (Clinton, indignado, le cierra la boca a Thompson durante una cena, criticando sin anestesia su pose de junkie glamoroso), y se desquita tirando al blanco en el jardín de Owl Farm, su casa en Woody Creek, Colorado, acribillando máquinas de escribir y aterrorizando a vecinos y a amigos con súbitas e inflamables visitas, mientras la idea de llevar a la práctica la teoría de un suicidio hemingwayano (final para su saga que tuvo claro desde su juventud) comienza a cobrar fuerza y ganas. Muerto Richard Nixon –su némesis a la vez que su musa, pero “tanto mejor que la pandilla Bush-Cheney”–, las cosas definitivamente dejaron de ser interesantes. Una de las últimas cosas que firmó –junto a su amigo Warren Zevon– fue una canción cuyo título lo dice todo: “You’re a Whole Different Person when you’re Scared” (“Eres una persona completamente distinta cuando estás asustado”). Después, Thompson se limitó a matar el tiempo antes de matarse, el 20 de febrero de 2005, con la ayuda de un Winchester Marine al que llamaba su “pistola de trabajo”. Un tiro a la cabeza. Su hijo Juan Fitzgerald Thompson –quien estaba en la habitación de al lado y no había notado nada raro, su padre estaba leyendo el diario y de pronto se puso de pie y fue hacia el estudio sin decir palabra– escuchó “algo parecido al ruido que hace un libro al caerse de un estante”.
La noche anterior, Hunter S. Thompson se había permitido una última humorada: había llamado a un amigo periodista del Globe and Mail, le había comentado que tenía evidencia incontestable de que el World Trade Center no se había venido abajo por el impacto de los aviones sino que las torres habían sido derribadas por la acción de cargas explosivas colocadas en sus sótanos por agencias secretas del gobierno y que, por lo tanto, su vida corría peligro y seguramente sería asesinado de forma que pareciera un suicidio. O tal vez, quién sabe, Thompson hablaba muy en serio.
La que se consideró su nota de despedida fue publicada en Rolling Stone. Allí se leía: “No más juegos. No más bombas. No más caminar. No más diversión. 67. Lo que significa 17 años después de los 50. 17 más de los que necesitaba o quise. Aburrido. Estoy siempre de mal humor. No tiene gracia; para nadie. 67. Te estás volviendo avaro. Compórtate de acuerdo a la avanzada edad que tienes. Relájate: esto no va a dolerte”.
Deadline cumplido, por fin.
El 26 de agosto de 2005, las cenizas de Hunter S. Thompson fueron disparadas desde un cañón en lo alto de una torre que él mismo había diseñado –con la forma de un puño cerrado apretando un botón de peyote– mientras por altoparlantes se oía “Mr. Tambourine Man”, su canción favorita de su admirado Bob Dylan. Johnny Depp pagó la ceremonia y cumplió así su último deseo: volar por los aires. 280 íntimos –entre los que se contaban Bill Murray, Sean Penn y Lyle Lovett– asistieron al funeral. Steadman recordó que alguna vez le comentó a Thompson que tenía ganas de iniciar los trámites para conseguir la nacionalidad norteamericana, y que Thompson le dijo: “Voy a hacer lo imposible para impedirlo. No te mereces un destino tan terrible, Ralph”. Pero fue Bob Braudis –permisivo sheriff del lugar que en más de una ocasión permitió que Hunter S. Thompson se saliera con la suya– quien mejor resumió la cosa y cierra la última página de Gonzo con palabras justas y sentidas: “De aquí en más, cuando el teléfono suene a las cuatro de la mañana, siempre serán nada más que malas noticias”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario