Durante los dos últimos años, durante la interminable y adormecedora campaña presidencial, para muchos de nosotros se convirtió en artículo de fe que, si los republicanos ganaban las elecciones, nos iríamos del país para siempre. Muchos, de hecho, se fueron de Estados Unidos después de las dos elecciones anteriores y las respectivas victorias de Bush. Y aunque hablar de marcharse no cuesta nada, tengo pocas dudas de que lo habría hecho, convencido de que ya no conocía mi país natal, ya no me sentía fortalecido por el instinto cívico de cambiar la vida para mejorarla, ya no podía seguir apoyando la política de mi país, una y otra vez.
En todo este tiempo, desde luego, marcharse nunca se presentó como un acto ennoblecedor. Los gestos de protesta y renuncia no suelen serlo, probablemente. Siempre pueden parecer egocéntricos, ineficaces, reductivos desde el punto de vista lógico, impulsivos, aislados. Imprudentes. Después de todo, ¿qué mejor lugar que el sitio en el que uno nació y al que siempre ha sentido que pertenecía? ¿No parece siempre prematuro irse justo ahora? ¿No sería como dejar tu país en manos de sus ciudadanos menos capacitados? Existen muchos argumentos. Además, tengo casi 65 años. De verdad, ¿qué le habría importado a nadie que me fuera? Ni siquiera a mí.
Y de pronto, con la victoria de Obama, todo eso se acabó. Y en el destello de comprensión de que no tenía que irme, el propio hecho de residir se convirtió en una característica profunda de la vida en Estados Unidos, más de lo que nunca había experimentado. Yo vivo aquí, me di cuenta, y sólo vivo aquí, y seguramente viviré aquí hasta que me muera. Estoy seguro de que nunca había pensado exactamente esas palabras. Tal vez los europeos den por sentadas esas nociones de permanencia geográfica relativa. Pero para los estadounidenses, ése no es el sentimiento típico que tenemos sobre el lugar en el que vivimos en nuestro continente. Todos nosotros venimos de otro lugar y tenemos tendencia a trasladarnos. Y yo pertenezco a una generación que era más aficionada que la mayoría a mantener abiertas todas nuestras opciones.
La asombrosa elección de Barack Obama ha hecho que muchos estadounidenses -esos que sentían que estaban perdiendo poco a poco el control de su vida- estemos prácticamente seguros de que éste es el lugar en el que nos vamos a quedar; éste es el lugar en el que nuestra condición de ciudadanos cuenta más, si es que cuenta; éste es el lugar en el que habremos vivido cuando hayamos muerto; incluso en un periodo de guerra, desalentadoras perspectivas económicas y laxitud espiritual, nuestra vida se ha visto alterada de esta forma concreta, tal vez para mejor. Si la vida pública, como decía George Eliot, condiciona toda la vida privada, entonces, con esta elección, mis apegos preconscientes y muchos de los de mi generación, nuestro sentido de responsabilidad por la esencia y las acciones de nuestro país, las facetas pública y privada de nuestra condición de ciudadanos, se han aclarado y han adquirido más importancia para nosotros de una manera que yo, por lo menos, nunca podré ignorar.
En todo este tiempo, desde luego, marcharse nunca se presentó como un acto ennoblecedor. Los gestos de protesta y renuncia no suelen serlo, probablemente. Siempre pueden parecer egocéntricos, ineficaces, reductivos desde el punto de vista lógico, impulsivos, aislados. Imprudentes. Después de todo, ¿qué mejor lugar que el sitio en el que uno nació y al que siempre ha sentido que pertenecía? ¿No parece siempre prematuro irse justo ahora? ¿No sería como dejar tu país en manos de sus ciudadanos menos capacitados? Existen muchos argumentos. Además, tengo casi 65 años. De verdad, ¿qué le habría importado a nadie que me fuera? Ni siquiera a mí.
Y de pronto, con la victoria de Obama, todo eso se acabó. Y en el destello de comprensión de que no tenía que irme, el propio hecho de residir se convirtió en una característica profunda de la vida en Estados Unidos, más de lo que nunca había experimentado. Yo vivo aquí, me di cuenta, y sólo vivo aquí, y seguramente viviré aquí hasta que me muera. Estoy seguro de que nunca había pensado exactamente esas palabras. Tal vez los europeos den por sentadas esas nociones de permanencia geográfica relativa. Pero para los estadounidenses, ése no es el sentimiento típico que tenemos sobre el lugar en el que vivimos en nuestro continente. Todos nosotros venimos de otro lugar y tenemos tendencia a trasladarnos. Y yo pertenezco a una generación que era más aficionada que la mayoría a mantener abiertas todas nuestras opciones.
La asombrosa elección de Barack Obama ha hecho que muchos estadounidenses -esos que sentían que estaban perdiendo poco a poco el control de su vida- estemos prácticamente seguros de que éste es el lugar en el que nos vamos a quedar; éste es el lugar en el que nuestra condición de ciudadanos cuenta más, si es que cuenta; éste es el lugar en el que habremos vivido cuando hayamos muerto; incluso en un periodo de guerra, desalentadoras perspectivas económicas y laxitud espiritual, nuestra vida se ha visto alterada de esta forma concreta, tal vez para mejor. Si la vida pública, como decía George Eliot, condiciona toda la vida privada, entonces, con esta elección, mis apegos preconscientes y muchos de los de mi generación, nuestro sentido de responsabilidad por la esencia y las acciones de nuestro país, las facetas pública y privada de nuestra condición de ciudadanos, se han aclarado y han adquirido más importancia para nosotros de una manera que yo, por lo menos, nunca podré ignorar.
Richard Ford es novelista.