Cuando se cierre en el 2010 el capítulo de la historia colombiana abierto en el 2002 -si no se prolonga hasta el 2014-, no nos encontraremos con un país enriquecido política y moralmente. Nos habrá empobrecido un pragmatismo que bien podría resumirse en la frase del Ministro de Hacienda cuando justificó los negocios de los hijos del Presidente: la ética es la ley. Las mayorías no serán más exigentes con la democracia sino más complacientes con sus debilidades.
El "populismo de baja intensidad" de este decenio impuso el argumento de que lo mejor era mantener una relación directa "con el pueblo" y no con las instituciones de la democracia. Empezó programando el "reality agropecuario" de los consejos comunitarios transmitidos cada sábado y siguió con el objetivo de presidencializar a las cortes y a los organismos de control y vigilancia.
Este "populismo de baja intensidad" no sólo es arrogante y expansivo. Es excluyente y apela de manera sistemática al poder incuestionable de las mayorías. A partir de aquí, construyó otra estrategia: dividió al país entre las mayorías que apoyan al Presidente y las minorías que se le oponen. Por un ejercicio semántico concebido desde el Gobierno, no existen ciudadanos que "se oponen", sino ciudadanos "que atacan".
La militarización del lenguaje dio resultados inmediatos entre las mayorías. Fue un primer paso hacia la satanización, primero verbal y después judicial de la oposición. A medida que la división se acentuaba y se instalaba la polarización entre seguidores y opositores de Presidente y Gobierno, el argumento sirvió para mantener a la democracia en un limbo que la condena más de lo que la salva. Los peores actos del gobierno y sus agentes, incluidos aquellos incuestionablemente criminales, han tenido y siguen teniendo "justificaciones" demagógicas. Se dice que son maquinaciones antipatrióticas de la oposición enemiga o desviaciones de unas pocas "manzanas podridas" entrometidas en el costal saludable del Gobierno.
Del "populismo de baja intensidad" al autoritarismo apenas hay un paso. Lo dieron, indistintamente, Uribe Vélez y Hugo Chávez, Daniel Ortega y Manuel Zelaya. Todo depende de la tradición democrática de cada país y del proyecto político con que se llegue al poder. Lo que resplandece o se hace resplandecer con la propaganda es la infalibilidad y el aura redentora del nuevo caudillo. Si se pelean, no es por los métodos. Las refriegas fronterizas se originan en los fines.
El neopopulismo necesita que el líder sea confundido con el pueblo, que se produzca una fusión milagrosa entre él y la patria. Esto no se produce por generación espontánea: se construye con la propaganda. No es curioso, sino revelador, que los errores monstruosos del capitalismo y la democracia representativa abonen el terreno al populismo de izquierda, de la misma manera que los errores monstruosos del mesianismo revolucionario abonaron el terreno del populismo de derechas.
El descrédito y la colosal corrupción de los partidos políticos venezolanos engendraron la criatura llamada Hugo Chávez. La arrogancia de creer que se podía llegar al poder por medio de las armas y combinando todos los métodos de lucha sembraron la semilla de donde brotó el mesianismo derechista de Uribe Vélez. Por una macabra ironía, "adecos" y "copeianos" fueron los electores de Chávez, como las Farc y el Eln lo fueron de Uribe Vélez.
Con propósitos distintos, el venezolano y el colombiano coinciden en la obstinación de enflaquecer lo que queda de democracia para robustecer la figura presidencialista. Al apoyarse en sus mayorías electorales, pretenden tapar corrupción, crímenes y alianzas criminales, actos ilegales y demás acciones emprendidas por sus gobiernos. En uno y otro ejemplo, los medios inescrupulosos son inferiores a la aparente "grandeza" de los fines.