“Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”
Elías Canetti, Masa y Poder
En el sueño hay decenas de velas encendidas a lo largo de una autopista. Dioses de religiones africanas y americanas protegen a los hombres que saltamos a la cancha vestidos de amarillo, azul y rojo pero a duras penas nos damos cuenta de que ya ha sonado el pitazo inicial, apenas nos percatamos de la existencia del balón. Los hombres de Rumania lo llevan de aquí para allá y nosotros corremos detrás de ellos sin saber qué hacer. Estamos fuera de control, hemos olvidado las indicaciones del técnico y lo único que queremos ahora es que esta pesadilla termine de una vez. La tierra se mueve lentamente, el reloj se detiene, los noventa minutos se convierten en una eternidad. Nuestro estilo de juego es excepcional, eso escribieron los diarios pero lo que mostramos en este primer partido es para olvidar. La fantasía ha quedado atrás, la promesa no se ha cumplido. Alguien apaga, una a una, las velas y nos maldice.
Una mañana sorprendo a mi madre y a mi padre haciendo el amor. Aunque ya no soy un niño, mi madre me trata como a uno. Me toma de la mano y sentándome en sus piernas me dice que Dios creó el cielo y la tierra y puso en el Paraíso a hombres y mujeres que, ingratos, dejaron de reverenciar al Padre Fundador y se dedicaron a frotar sus sexos. Dice que a veces se siente extraviada en esta tierra de nadie y que por eso corre a abrazar a mi padre. Dice que él se aprovecha de esos momentos de vulnerabilidad y la obliga a hacer cosas que ella no quiere. Yo la miro. No digo nada. Yo la escucho unir palabras y palabras y más palabras.
El espíritu de un muerto conocido irrumpe en mi fiesta de cumpleaños sin ser invitado. “Hombre, ¿por qué has venido desde tan lejos a molestar a mis invitados?”, le pregunto. El hombre se marcha sin pronunciar palabra. En el sitio de la concentración, le refiero esta historia a un periodista argentino que me interroga sobre mis creencias. Le digo que creo en Dios, en la Virgen María y en ciertos espíritus que rondan el aire. “¿Pero, Pibe –me inquieta el reportero- vos crees en tus piernas, en tu talento, en tu capacidad de mover al equipo con una sola mirada; crees, en últimas, en la pelota?” Textos de salmos, melodías corales, me hacen pensar en mi Santa Marta natal; de repente ya no estoy en Los Ángeles sino en Pescadito. Una hermana de mi mamá se acerca, al final de un partido entre familiares, y me regala un escapulario. “Esto te protegerá de todo mal”, me advierte. Yo le digo, sonriendo, que el escapulario no ha impedido que mi equipo pierda 5 a 3.
Desde hace meses hay rumores en los medios: dicen que ganaremos el Mundial, que somos la mejor selección, la más completa, la más compacta, la que se entiende a ciegas, la que juega de memoria, la que salta a la cancha con ventajas, la que inspira miedo, la que humilló a Argentina en el Monumental. Lo que nadie dice es que somos once muchachos colombianos que temblamos de susto, que somos una sucesión casi interminable de sujetos tímidos que poco o nada tienen que decirse los unos a otros, somos un pasillo largo y oscuro que nadie recorre, somos los favoritos pero si tuviéramos la oportunidad de rescribir el libreto dejaríamos todo esto tirado y regresaríamos a Bogotá en el primer avión.
Santos blancos, santos negros: que se unan sus pedazos, que entre todos conformen un balón, que el cuero honre a la vaca que lo parió, que la pelota ruede, que se eleve por los cielos, que corra por la gramilla, que sea aire en nuestras cabezas, que sea pluma en nuestros pechos, que sea bala en nuestras piernas, que sea gol, triunfo, campeonato, vuelta al estadio. Santos blancos, santos negros: confundan al enemigo, tracen jugadas falsas, inventen lesiones donde hay leves dolores, inventen expulsiones donde hay faltas menores, inventen peleas en las tribunas para que nuestros rivales se distraigan, escondan el balón, no lo dejen ver, que si ellos lo tienen que tocar que sea cuando lo saquen del fondo de la red...
Lo que resulta mal contra Hagi y su corte, resulta peor cuando enfrentamos a la selección anfitriona, Estados Unidos de América. Somos un manojo de nervios, impotentes vemos cómo nuestras ilusiones se transforman en goles en contra. La multitud que antes enarbola banderas tricolores, ahora ruge, escupe, llora, increpa. Abandonamos la gramilla con la cabeza entre las piernas y la vergüenza rozando el suelo. En el camerino, ciertas miradas buscan a los culpables del desastre. “No pierdan el tiempo –les digo cuando se hace insostenible el silencio- yo soy el capitán del equipo y asumo plena responsabilidad de los hechos”.
Santos blancos, santos negros: despejen el camino a la portería de Suiza, siembren en el campo a sus defensas, enloquezcan a su arquero...
Es demasiado tarde...
El avión despega y deja atrás, una inmensa cola de humo blanco. Abajo, la ciudad de Los Ángeles se pierde entre las brumas de una mañana de junio. Abajo quedan los hinchas que empeñaron el alma por venir a acompañarnos, los comentaristas deportivos que no encuentran adjetivos para calificar nuestro comportamiento, los apostadores energúmenos, las pelucas desteñidas que imitan mi larga cabellera. Arriba, a bordo de ese enmudecido Boing 767, la selección de fútbol de Colombia regresa a casa tras haber sido eliminada en la primera vuelta de la Copa Mundo de 1994. Nadie tiene humor para ver la película que repite caídas y pastelazos, casi nadie prueba el desayuno de frutas frescas, muy pocos logran conciliar el sueño, dos o tres logran enhebrar retazos de conversaciones. A mi lado, Andrés juega con una baratija electrónica que compró en el aeropuerto. El sonido intermitente del artefacto me recuerda algún conjuro, un rezo, una oración que nos pondrá de nuevo en la senda ganadora. “No te preocupes, Carlos –me susurra Andrés- ya vendrán días mejores”.
Cuando el piloto anuncia que entramos a territorio aéreo colombiano, en el fondo del avión estallan unos pocos aplausos y gritos. Miro a Andrés. Pienso que sí, que ya mañana saldrá el sol.
Elías Canetti, Masa y Poder
En el sueño hay decenas de velas encendidas a lo largo de una autopista. Dioses de religiones africanas y americanas protegen a los hombres que saltamos a la cancha vestidos de amarillo, azul y rojo pero a duras penas nos damos cuenta de que ya ha sonado el pitazo inicial, apenas nos percatamos de la existencia del balón. Los hombres de Rumania lo llevan de aquí para allá y nosotros corremos detrás de ellos sin saber qué hacer. Estamos fuera de control, hemos olvidado las indicaciones del técnico y lo único que queremos ahora es que esta pesadilla termine de una vez. La tierra se mueve lentamente, el reloj se detiene, los noventa minutos se convierten en una eternidad. Nuestro estilo de juego es excepcional, eso escribieron los diarios pero lo que mostramos en este primer partido es para olvidar. La fantasía ha quedado atrás, la promesa no se ha cumplido. Alguien apaga, una a una, las velas y nos maldice.
Una mañana sorprendo a mi madre y a mi padre haciendo el amor. Aunque ya no soy un niño, mi madre me trata como a uno. Me toma de la mano y sentándome en sus piernas me dice que Dios creó el cielo y la tierra y puso en el Paraíso a hombres y mujeres que, ingratos, dejaron de reverenciar al Padre Fundador y se dedicaron a frotar sus sexos. Dice que a veces se siente extraviada en esta tierra de nadie y que por eso corre a abrazar a mi padre. Dice que él se aprovecha de esos momentos de vulnerabilidad y la obliga a hacer cosas que ella no quiere. Yo la miro. No digo nada. Yo la escucho unir palabras y palabras y más palabras.
El espíritu de un muerto conocido irrumpe en mi fiesta de cumpleaños sin ser invitado. “Hombre, ¿por qué has venido desde tan lejos a molestar a mis invitados?”, le pregunto. El hombre se marcha sin pronunciar palabra. En el sitio de la concentración, le refiero esta historia a un periodista argentino que me interroga sobre mis creencias. Le digo que creo en Dios, en la Virgen María y en ciertos espíritus que rondan el aire. “¿Pero, Pibe –me inquieta el reportero- vos crees en tus piernas, en tu talento, en tu capacidad de mover al equipo con una sola mirada; crees, en últimas, en la pelota?” Textos de salmos, melodías corales, me hacen pensar en mi Santa Marta natal; de repente ya no estoy en Los Ángeles sino en Pescadito. Una hermana de mi mamá se acerca, al final de un partido entre familiares, y me regala un escapulario. “Esto te protegerá de todo mal”, me advierte. Yo le digo, sonriendo, que el escapulario no ha impedido que mi equipo pierda 5 a 3.
Desde hace meses hay rumores en los medios: dicen que ganaremos el Mundial, que somos la mejor selección, la más completa, la más compacta, la que se entiende a ciegas, la que juega de memoria, la que salta a la cancha con ventajas, la que inspira miedo, la que humilló a Argentina en el Monumental. Lo que nadie dice es que somos once muchachos colombianos que temblamos de susto, que somos una sucesión casi interminable de sujetos tímidos que poco o nada tienen que decirse los unos a otros, somos un pasillo largo y oscuro que nadie recorre, somos los favoritos pero si tuviéramos la oportunidad de rescribir el libreto dejaríamos todo esto tirado y regresaríamos a Bogotá en el primer avión.
Santos blancos, santos negros: que se unan sus pedazos, que entre todos conformen un balón, que el cuero honre a la vaca que lo parió, que la pelota ruede, que se eleve por los cielos, que corra por la gramilla, que sea aire en nuestras cabezas, que sea pluma en nuestros pechos, que sea bala en nuestras piernas, que sea gol, triunfo, campeonato, vuelta al estadio. Santos blancos, santos negros: confundan al enemigo, tracen jugadas falsas, inventen lesiones donde hay leves dolores, inventen expulsiones donde hay faltas menores, inventen peleas en las tribunas para que nuestros rivales se distraigan, escondan el balón, no lo dejen ver, que si ellos lo tienen que tocar que sea cuando lo saquen del fondo de la red...
Lo que resulta mal contra Hagi y su corte, resulta peor cuando enfrentamos a la selección anfitriona, Estados Unidos de América. Somos un manojo de nervios, impotentes vemos cómo nuestras ilusiones se transforman en goles en contra. La multitud que antes enarbola banderas tricolores, ahora ruge, escupe, llora, increpa. Abandonamos la gramilla con la cabeza entre las piernas y la vergüenza rozando el suelo. En el camerino, ciertas miradas buscan a los culpables del desastre. “No pierdan el tiempo –les digo cuando se hace insostenible el silencio- yo soy el capitán del equipo y asumo plena responsabilidad de los hechos”.
Santos blancos, santos negros: despejen el camino a la portería de Suiza, siembren en el campo a sus defensas, enloquezcan a su arquero...
Es demasiado tarde...
El avión despega y deja atrás, una inmensa cola de humo blanco. Abajo, la ciudad de Los Ángeles se pierde entre las brumas de una mañana de junio. Abajo quedan los hinchas que empeñaron el alma por venir a acompañarnos, los comentaristas deportivos que no encuentran adjetivos para calificar nuestro comportamiento, los apostadores energúmenos, las pelucas desteñidas que imitan mi larga cabellera. Arriba, a bordo de ese enmudecido Boing 767, la selección de fútbol de Colombia regresa a casa tras haber sido eliminada en la primera vuelta de la Copa Mundo de 1994. Nadie tiene humor para ver la película que repite caídas y pastelazos, casi nadie prueba el desayuno de frutas frescas, muy pocos logran conciliar el sueño, dos o tres logran enhebrar retazos de conversaciones. A mi lado, Andrés juega con una baratija electrónica que compró en el aeropuerto. El sonido intermitente del artefacto me recuerda algún conjuro, un rezo, una oración que nos pondrá de nuevo en la senda ganadora. “No te preocupes, Carlos –me susurra Andrés- ya vendrán días mejores”.
Cuando el piloto anuncia que entramos a territorio aéreo colombiano, en el fondo del avión estallan unos pocos aplausos y gritos. Miro a Andrés. Pienso que sí, que ya mañana saldrá el sol.