viernes, 13 de febrero de 2009

Mientras agonizo

Por Juan Forn
Tengo un amigo en Inglaterra (nada que ver con el gremio literario, el tipo es médico, pero le gusta con locura leer) que, como yo, va a cumplir este año los cincuenta y, como yo, anda viendo signos y señales por todas partes, últimamente. “¿Tres libros hacen tendencia?”, me escribió hace poco en un mail en el que avisaba que me estaba mandando, con una persona que viajaba a la Argentina, tres libros que acababa de leer y que me instaba a leer a mí también, en el mismo orden en que lo había hecho él. Es que nos hemos juramentado para encontrarnos en algún momento de este año, preferentemente a lo largo del mes en que primero él y después yo cumpliremos los cincuenta, para hablar todo lo seria y jocosamente que podamos del momento de la vida en que nos encontramos los dos (él hace cinco años que no viene a la Argentina y yo no llegué nunca hasta la ciudad del norte de Inglaterra en cuyo hospital él lleva trabajando una década, así que va a ser bastante intenso el encuentro).
El primer libro del paquete se llama Book of Dead Philosophers, es de un inglés llamado Simon Critchley y dice en el prólogo que es una lástima que la filosofía haya abandonado su propósito original, que era a grandes rasgos ayudarnos a alcanzar la sabiduría y así alcanzar la felicidad. Según Critchley, el desarrollo de la filosofía imitó el de la ciencia en su búsqueda de la verdad absoluta, alejándose más y más de su tema central, aquel que enunció Cicerón en su famosa frase: “Filosofar es aprender a morir”. Critchley dice que en la manera de morir de cada filósofo está su enseñanza primordial, y eso es lo que relata su pequeño gran libro: la muerte de 190 filósofos, desde la Grecia antigua hasta acá. Además de dar clase en la hiperseria New School for Social Research de Nueva York, Critchley es también el filósofo residente de algo llamado la Internacional Necronáutica (www.ne cronauts.org), un grupo multidisciplinario que se propone “mapear, colonizar y eventualmente habitar el territorio de la muerte”. Quizás algunos recuerden las hilarantes actas de la Recherche sur la sexualité que encararon los surrealistas en el año ’30: unas deliberaciones delirantes en las cuales los miembros del grupo confesaban y hacían confesar a personas “normales” sus gustos sexuales, y de esas confesiones sacaban unas conclusiones y patrones de comportamiento asombrosos (“De los sitios para eyacular, los belgas prefieren la axila de la mujer y los franceses entre los pechos; los británicos, por su parte, se inclinan por la palma de la mano propia”). Algo de eso, y algo de los extraordinarios Monty Pithon, tiene el libro de Crichtley (quien, en un reportaje que encontré en Internet, cuenta cómo imagina morir él: “Me gustaría desaparecer de escena perseguido por un oso”).
Las instrucciones de mi amigo dicen que el libro de Crichtley hay que tenerlo en la mesa de luz e ir leyéndolo en grageas al azar, como quien tira el I Ching antes de dormir. Y, mientras tanto, debo avanzar con los otros dos libros. Antes de hablar de ellos, les relato la muerte que leí anoche, de un tal Periandro, considerado por Eneas y Diógenes Laercio uno de los Siete Sabios de Grecia, y por Aristóteles, un vulgar tirano. Llegado cierto momento de su vida, Periandro dio instrucciones y una bolsa de monedas a dos soldados para que se encontraran con un tercer hombre en un lugar determinado, lo mataran y lo enterraran. Luego arregló con otros cuatro soldados para que persiguieran a los primeros dos y los mataran. Y luego pagó a un contingente adicional de hombres para que persiguieran, dieran caza y mataran a aquellos cuatro. Hechos estos preparativos, partió al encuentro de los dos primeros soldados; el hombre que debían matar era él.
Los otros dos libros que me mandó mi amigo también tratan sobre la muerte, o ese aprender a morir del que hablaba Cicerón: uno es el último de Julian Barnes, Nothing To Be Frightened of (Nada de qué asustarse); el otro se llama Somewhere Towards The End (En alguna parte cerca del fin), y lo escribió una viejita llamada Diana Athill. Los treinta años que separan a ambos (Barnes tiene sesenta años, la viejita noventa y uno) son decisivos. A pesar del “nada que temer” que anuncia en el título, Barnes da muestra de todos los signos opuestos. Empieza su libro diciendo: “No creo en Dios pero lo extraño”; confiesa que no le importa tanto el morir en sí como el estar muerto (“la mera idea de la inexistencia me da escalofríos desde que tenía seis años”), pasa después a describir en terrible detalle los últimos momentos de vida de su padre y de su madre, y a cierta altura uno empieza a sentir que el pobre Barnes se sentó prematuramente a escribir su libro: está, como tantos de nosotros, mirando la muerte demasiado del lado de la vida (terrible ironía: apenas un mes después de la publicación del libro, la mujer de Barnes, la agente literaria Pat Kavanagh, tuvo un aneurisma cerebral y lo dejó viudo, sin hijos, lo que se dice solo).
La Athill, en cambio, una legendaria editora inglesa, que descubrió a Naipaul y a Elias Canetti, a Anthony Burgess y a Jean Rhys (y debió lidiar con ellos después), ha alcanzado un envidiable punto panorámico a sus 91 años. Leer su libro es una experiencia singular: como estar escuchando de incógnito el monólogo de una persona que habla con sus plantas mientras las riega, y de pronto empezar a sentir que las plantas le contestan a esa persona. Le comenté eso por mail a mi amigo esta mañana. Acaba de llegarme su respuesta. Dice que el libro de la Athill le hizo acordar a una paciente que tuvo hace unos años en el hospital. La mujer no tenía parientes, le quedaba ya muy poco de vida pero llegó perfectamente consciente hasta el final y le pidió a mi amigo si podía sostenerle la mano. Estuvieron así un buen rato hasta que de pronto ella entreabrió los ojos y dijo sus últimas, alucinantes palabras: “Llevo un rato muerta y casi no se nota la diferencia”.