Por Orhan Pamuk
Sobre mi mesa hay un pececito feísimo. Tiene la boca enormemente abierta, el ceño fruncido y abre los ojos con dolor. Un pequeño cenicero en forma de pez. Sacudes la ceniza del cigarrillo que tienes en la mano en la enorme boca del pez. Puede que el pez esté tan agitado porque cada dos por tres le meten ese cigarrillo en la boca. De repente, pat, la ceniza del cigarrillo cae en la boca del pez, pero eso no le importa al fumador. Alguien hizo un cenicero de porcelana en forma de pez y el pobre pez se quemará durante años; además tiene la boca que habrá de llenarse de sucia ceniza muy abierta para que le entren con toda facilidad colillas, cerillas y otras porquerías.
Ahora el pez está sobre la mesa, pero poco antes no había nadie en la habitación. Al entrar vi la boca del pez y en el silencio de la noche comprendí que el cenicero-animal llevaba horas esperando angustiado. No fumo y no lo tocaré, y además en este momento, mientras camino descalzo y en silencio por la casa en penumbra en medio de la noche, sé que dentro de poco me olvidaré del pobre pez.
Sobre la alfombra hay un triciclo infantil; tiene las ruedas y el sillín azules y la canastilla y el guardabarros rojos. El guardabarros es, por supuesto, ornamental; está hecho para que niños pequeños pedaleen lentamente en casas y balcones, en superficies libres de barro. Pero, de todas maneras, el guardabarros le da un aspecto de plenitud y acabado. Es como si tapara las carencias del triciclo, lo envejeciera, lo madurara y lo hiciera más serio, aproximándolo al ideal de bicicleta alta y normal. Pero al mirar mejor el triciclo en medio del silencio y la quietud, me doy cuenta rápidamente de que lo que me une a él, lo que consigue que establezca una relación con él, como con todas las bicicletas, es el manillar. Me parecen seres vivos, criaturas, gracias al manillar. El manillar es la cabeza, la frente y los cuernos de las bicicletas. Me hago una idea de su personalidad mirándoles el manillar, de la misma manera que con las personas mirándolas a la cara. Este triciclo pequeño y regordete tiene el cuello doblado, como todas las bicicletas tristes, y el manillar no está hacia delante sino ligeramente girado a un lado. Como todos los tristes, está nervioso por sus expectativas de futuro. Con todo, en su plástico y en su forma de estar sobre la alfombra, hay una tranquilidad que hace olvidar la tristeza.
Entré silenciosamente en la penumbra de la cocina. El frigorífico está reluciente y repleto como los bulevares de las ciudades lejanas y felices.
Cogí una cerveza. Me senté a la mesa vacía y me la bebí muy serio. El plástico y transparente molinillo de pimienta me observaba en el silencio de la noche.
Sobre mi mesa hay un pececito feísimo. Tiene la boca enormemente abierta, el ceño fruncido y abre los ojos con dolor. Un pequeño cenicero en forma de pez. Sacudes la ceniza del cigarrillo que tienes en la mano en la enorme boca del pez. Puede que el pez esté tan agitado porque cada dos por tres le meten ese cigarrillo en la boca. De repente, pat, la ceniza del cigarrillo cae en la boca del pez, pero eso no le importa al fumador. Alguien hizo un cenicero de porcelana en forma de pez y el pobre pez se quemará durante años; además tiene la boca que habrá de llenarse de sucia ceniza muy abierta para que le entren con toda facilidad colillas, cerillas y otras porquerías.
Ahora el pez está sobre la mesa, pero poco antes no había nadie en la habitación. Al entrar vi la boca del pez y en el silencio de la noche comprendí que el cenicero-animal llevaba horas esperando angustiado. No fumo y no lo tocaré, y además en este momento, mientras camino descalzo y en silencio por la casa en penumbra en medio de la noche, sé que dentro de poco me olvidaré del pobre pez.
Sobre la alfombra hay un triciclo infantil; tiene las ruedas y el sillín azules y la canastilla y el guardabarros rojos. El guardabarros es, por supuesto, ornamental; está hecho para que niños pequeños pedaleen lentamente en casas y balcones, en superficies libres de barro. Pero, de todas maneras, el guardabarros le da un aspecto de plenitud y acabado. Es como si tapara las carencias del triciclo, lo envejeciera, lo madurara y lo hiciera más serio, aproximándolo al ideal de bicicleta alta y normal. Pero al mirar mejor el triciclo en medio del silencio y la quietud, me doy cuenta rápidamente de que lo que me une a él, lo que consigue que establezca una relación con él, como con todas las bicicletas, es el manillar. Me parecen seres vivos, criaturas, gracias al manillar. El manillar es la cabeza, la frente y los cuernos de las bicicletas. Me hago una idea de su personalidad mirándoles el manillar, de la misma manera que con las personas mirándolas a la cara. Este triciclo pequeño y regordete tiene el cuello doblado, como todas las bicicletas tristes, y el manillar no está hacia delante sino ligeramente girado a un lado. Como todos los tristes, está nervioso por sus expectativas de futuro. Con todo, en su plástico y en su forma de estar sobre la alfombra, hay una tranquilidad que hace olvidar la tristeza.
Entré silenciosamente en la penumbra de la cocina. El frigorífico está reluciente y repleto como los bulevares de las ciudades lejanas y felices.
Cogí una cerveza. Me senté a la mesa vacía y me la bebí muy serio. El plástico y transparente molinillo de pimienta me observaba en el silencio de la noche.