Creo que a nosotros, los latinoamericanos, no nos enseñan algo fundamental: a ser responsables de nuestro talento. No entendemos que para llegar a la universidad, para tener ese beneficio, millones de personas se levantan a trabajar en panaderías, abren establecimientos, tienen el azadón en la mano, arrean ganado. Son millones que están en la pirámide social, trabajando entre diez y doce horas diarias, para que al final aparezca de manera irresponsable y milagrosa un pintor, un bailarín, un poeta o un novelista. Si ese individuo comprendiera que está parado sobre los hombros de tantos trabajadores que esperan de él que haga un buen uso de sus privilegios, trabajaría con un rigor implacable. Pero el artista, de manera irresponsable, y también maravillosa y extraordinaria –no me voy a poner a predicar como un cura qué se debe hacer o no–, cree que está solo y que puede hacer lo que quiera, que es libre incluso para atentar contra su talento, odiarlo, o hacerse el loco. Porque en el fondo eso es fácil, también. Relaja mucho. Uno se preocupa menos. Yo me siento como si fuera parte de una tribu. En el caso colombiano los artistas estamos haciendo la reflexión que no han sido capaces de hacer los hombres del poder. Directores de cine, pintores, bailarines, narradores: somos un pelotón compacto, cohesionado, y no nos pegamos codazos entre nosotros. La sociedad colombiana necesita hacer catarsis, transformar las fuerzas negativas en positivas, y esa sensación de ir juntos, armando una reflexión, nos da a los artistas fuerza y potencia.
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