Hace unos años, durante los diálogos de paz en el Caguán, al congresista Roberto Camacho lo asaltó un dilema enorme. Resulta que un día estaba en la mesa de discusión con gran parte del Secretariado de las Farc. El político conservador –hombre godo políticamente, de trato siempre cordial y de salidas brillantes– se excusó para ir al baño. Allí estaba cuando vio un fusil en una esquina, seguramente dejado por descuido por alguno de los guerrilleros. Su frecuencia cardíaca se alteró porque, como oficial de la reserva que era, sabía del inmenso poder del arma. “Yo puedo salir de aquí y matar a todos los comandantes subversivos –pensó–. Y no sólo salvo a mi país de la guerrilla, sino que cambio para siempre la historia de Colombia”, reflexionó. Cuando el congresista me contó la anécdota como periodista que cubría las conversaciones entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc, exclamé: “¡Imagínese lo que hubiera pasado!”. Camacho me relató que no lo hizo porque moralmente “matar es algo muy malo”, su formación ética no le permitía “atentar contra una vida” y además debía cumplir su palabra que él iba allí era a hablar para buscar una salida pacífica al conflicto armado, aunque también me confesó que durante mucho tiempo estuvo en su cabeza aquella oportunidad inesperada de “liberar al país de ‘Tirofijo’ y ‘Jojoy’”.
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