viernes, 10 de abril de 2009

Un poeta de Viernes Santo

El escritor y pintor John Berger cuenta su propia pasión vivida en un museo londinense. Fue a pintar un dibujo de la 'Crucifixión' inspirado en el cuadro de Antonello da Messina. El acto está prohibido, pero Berger se salió con la suya.

El Viernes Santo de 2008 yo estaba en Londres. Y a primera hora de la mañana, decidí ir a la National Gallery a contemplar el cuadro Crucifixión, de Antonello da Messina. Es la representación más solitaria de esa escena que conozco. La menos alegórica.
En las obras de Antonello -y hay al menos 40 cuadros que indiscutiblemente son suyos- hay un especial sentido siciliano de la presencia que no tiene medida, que rechaza toda moderación o autoprotección. Se puede apreciar eso mismo en estas palabras pronunciadas por un pescador de la costa cercana a Palermo, y recogidas por Danilo Dolci hace algunas décadas.
"Hay veces en que miro las estrellas por la noche, especialmente cuando salimos a pescar anguilas, y empiezo a darle vueltas a la cabeza: '¿El mundo es real de verdad?'. Yo no me lo creo. Si estoy tranquilo, puedo creer en Jesús. Métete con Jesucristo y te mato. Pero hay veces en que no soy capaz de creer, ni siquiera en Dios. 'Si Dios existe realmente, ¿por qué no me da un respiro y un trabajo?" (cita de Sicilian lives. Danilo Dolci. Pantheon, 1981).
En una Pietà pintada por Antonello que ahora está en el Prado, el Cristo muerto es sostenido por un ángel desvalido que apoya su cabeza en la de Jesucristo. El ángel más conmovedor que existe en la pintura.
Sicilia, una isla que admite la pasión y rechaza las ilusiones.
* * *
Cogí el autobús hasta Trafalgar Square. No sé los cientos de veces que habré subido los escalones que conducen desde la plaza al museo y ofrecen, antes de entrar, una panorámica de las fuentes vistas desde arriba. La plaza, a diferencia de muchos famosos lugares de reunión urbanos (como la Bastilla de París) es, a pesar de su nombre, extrañamente indiferente a la historia. Ni los recuerdos ni las esperanzas dejan su huella en ella.
En 1942 subí los escalones para ir a unos recitales de piano que daba Myra Hess en el museo. La mayoría de los cuadros habían sido evacuados por miedo a los bombardeos aéreos. Hess tocaba a Bach. Los conciertos se celebraban a mediodía. Escuchábamos tan callados como los pocos cuadros que había en las paredes. Las notas y los acordes del piano nos parecían un ramo de flores atadas con una cuerda de muerte. Nos quedamos con el vívido ramo e hicimos caso omiso del cordel.
En ese mismo año, 1942, los londinenses escucharon en la radio por primera vez -creo que en verano- la Séptima Sinfonía de Shostakóvich, dedicada a la sitiada Leningrado. Había empezado a componerla en la ciudad durante el sitio de 1941. Para algunos de nosotros, la sinfonía era una profecía. Al oírla, nos decíamos a nosotros mismos que la resistencia de Leningrado, en ese momento seguida por la de Stalingrado, terminaría por conducir a la derrota de la Wehrmacht por el Ejército Rojo. Y esto fue lo que sucedió.
Es curioso que, en tiempos de guerra, la música sea una de las poquísimas cosas que parecen indestructibles.
* * *
Encuentro la Crucifixión de Antonello fácilmente, colgada a la altura de los ojos, a la izquierda según se entra en la sala. Lo que resulta tan impresionante de las cabezas y los cuerpos que pintó no es simplemente su solidez, sino la forma en que el espacio que los rodea ejerce presión sobre ellos, y la forma en que ellos intentan resistirse a esa presión. Es esta resistencia la que los hace tan innegable y físicamente presentes. Tras contemplarlo durante un buen rato, decido intentar dibujar solamente la figura de Cristo.
Un poco a la derecha del cuadro, cerca de la entrada, hay una silla. Cada sala de exposición tiene una, y son para los vigilantes oficiales del museo, que observan a los visitantes, les avisan si se acercan demasiado a un cuadro y responden preguntas.
* * *
"Por favor, ¿podría decirnos dónde están las obras de Velázquez?".
"Sí, sí. Escuela española. En la sala XXXII. Sigan recto, tuerzan a la derecha al final y luego sigan por el segundo pasillo a la izquierda".
"Estamos buscando el retrato de un ciervo".
"¿Un ciervo? ¿Se refieren a un ciervo macho?"
"Sí, sólo su cabeza".
"Tenemos dos retratos de Felipe IV y en uno de ellos su magnífico bigote se curva hacia arriba, como hacen los cuernos. Pero me temo que no hay ningún ciervo".
"¡Qué raro!".
"A lo mejor su ciervo está en Madrid. Aquí, lo que no deberían perderse es el cuadro de Cristo en la casa de Marta. Marta aparece preparando una salsa para un pescado, machacando ajo en un mortero".
"Hemos estado en el Prado, pero allí no había ningún ciervo. ¡Qué pena!".
"Y no se pierdan nuestra Venus del espejo. La parte de atrás de su rodilla izquierda es algo extraordinario".
* * *
Los vigilantes siempre tienen dos o tres salas que vigilar, así que deambulan de una a otra. La silla que está junto a la Crucifixión está vacía por el momento. Tras sacar mi cuaderno de dibujo, una pluma y un pañuelo, coloco con cuidado mi pequeña bandolera en la silla.
Empiezo a dibujar. Corrijo un error tras otro. Algunos son triviales, otros no. El problema fundamental es la escala de la cruz en la hoja. Si no es la correcta, el espacio circundante no ejercerá presión, y no habrá resistencia. Dibujo con tinta y humedezco mi dedo índice con saliva. Mal comienzo. Paso la página y empiezo otra vez.
No volveré a cometer el mismo error. Cometeré otros, claro está. Dibujo, corrijo, dibujo.
Antonello pintó cuatro crucifixiones en total. Sin embargo, la escena que más repitió fue la del ecce homo, en la que Cristo, liberado por Poncio Pilatos, es exhibido, ridiculizado, y oye a los sacerdotes supremos judíos exigir su crucifixión.
Pintó seis versiones. Todas ellas son primeros planos de la cabeza de Cristo, rotunda en su sufrimiento. Tanto el rostro como el retrato del rostro son fuertes e inquebrantables. La misma y sagaz tradición siciliana de captar la medida de las cosas, sin sentimentalismos ni cumplidos.
"¿Ese bolso de la silla es suyo?".
Miro de reojo a los lados. Un guardia de seguridad armado me mira con el ceño fruncido mientras señala la silla.
"Sí, es mío".
"¡La silla no es suya!".
"Lo sé. He puesto mi bolso ahí porque no había nadie sentado en ella. En seguida lo quito".
Cojo el bolso, doy un paso a la izquierda en dirección al cuadro, coloco el bolso en el suelo entre mis pies y vuelvo a observar mi dibujo.
"Ese bolso no puede quedarse en el suelo".
"Puede revisarlo: aquí está mi cartera y hay algunas cosas para dibujar, nada más".
Sostengo el bolso abierto. Se da la vuelta.
Pongo el bolso en el suelo y empiezo a dibujar otra vez. El cuerpo de la cruz es finísimo, a pesar de toda su solidez. Más fino de lo que uno habría podido imaginar antes de dibujarlo.
"Se lo advierto. Ese bolso no puede estar en el suelo".
"He venido a dibujar este cuadro porque es Viernes Santo".
"Está prohibido".
Sigo dibujando.
"Si continúa", dice el guardia de seguridad, "llamaré al supervisor".
Levanto el dibujo para que pueda verlo.
Es un hombre bajo y fornido de cuarenta y tantos años. Con ojos pequeños. O con ojos que achica mientras echa la cabeza hacia delante.
"Diez minutos", le digo, "y habré terminado".
"Voy a llamar al supervisor ahora mismo", dice.
"Escuche", le contesto, "si tenemos que llamar a alguien, vamos a llamar a alguien del personal del museo y, con un poco de suerte, podrán explicarle que no hay problema".
"El personal del museo no tiene nada que ver con nosotros", masculla entre dientes. "Somos independientes y nos encargamos de la seguridad".
"¿La seguridad? ¡Y una mierda!". Pero no lo digo.
Empieza a caminar lentamente de un lado a otro como un centinela. Yo dibujo. Ahora estoy dibujando los pies.
"Cuento hasta seis", me dice, "y luego llamo".
Se acerca el teléfono móvil a la boca.
"¡Uno!".
Me mojo el dedo con saliva para conseguir el gris.
"¡Dos!".
Difumino la tinta sobre el papel con mi dedo para marcar el hueco oscuro de una mano.
"¡Tres!".
La otra mano.
"¡Cuatro!". Se acerca a mí dando zancadas.
"¡Cinco! Cuélguese el bolso del hombro".
Le explico que, dado el tamaño del bloc de dibujo, si hago eso no puedo dibujar.
"¡El bolso colgado del hombro!".
Lo recoge y me lo pone delante de la cara.
Cierro la pluma, cojo el bolso y digo "joder" en voz alta.
"¡Joder!".
Abre los ojos y mueve la cabeza, sonriendo.
"Lenguaje obsceno en un lugar público", anuncia. "Nada menos".
El supervisor se acerca. Relajado, rodea lentamente la sala.
Suelto el bolso en el suelo, saco la pluma y vuelvo a mirar el dibujo. El suelo tiene que estar ahí para limitar el cielo. Con unos cuantos toques, señalo la tierra.
En una Anunciación pintada por Antonello, la Virgen está de pie delante de un estante en el que hay una Biblia abierta. No hay ningún ángel. Un busto de María. Los dedos de las manos, apoyados sobre el corazón, están abiertos y extendidos como las páginas del profético libro. La profecía pasa por entre sus dedos.
Cuando llega el supervisor, se queda de pie con los brazos en jarras, más o menos detrás de mí, para anunciar: "Va a salir del museo escoltado. Ha insultado a uno de mis hombres, que estaba haciendo su trabajo, y ha gritado palabras obscenas en una institución pública. Ahora irá andando delante de nosotros hasta la salida más cercana. Doy por hecho que conoce el camino".
Me escoltan escaleras abajo hasta la plaza. Me dejan allí, y suben corriendo las escaleras con energía y con su misión cumplida.