domingo, 8 de marzo de 2009

Un recuerdo de Bioy Casares (a diez años de su muerte)

Por Ángela Pradelli
Conocí a Adolfo Bioy Casares en 1985, en la Feria del Libro. En ese momento no iba tanta gente como ahora. Era sábado y llegué temprano. Cuando pasé por el stand de Emecé, uno de los primeros cerca de la entrada, los vi a Syria Poletti y a Bioy sentados en sillas de respaldos altos, tapizadas con pana bordó. Estaban a dos metros de distancia uno de otro. Fingí que miraba libros en el stand de enfrente y desde allí los observé. Los dos erguidos, solos porque nadie se detenía. Cada tanto se miraban y hacían algún comentario brevísimo entre ellos. Finalmente me acerqué a Bioy. Le dije que en la escuela de Turdera en la que daba clases, en mis cursos de literatura, les hacía leer a mis alumnos adolescentes su novela, La invención de Morel. Pobres chicos, me dijo, y nos reímos. Turdera, dijo después para sí, y seguro que pensó en Borges y en algunos de los personajes de sus historias, en los Nielsen, en los Iberra. Hablamos de literatura y de sus autores preferidos.
Me pidió que me cuidara mucho de un mal que con el tiempo suele atacar a los profesores de literatura. Todo les gusta mucho, me dijo, se vuelven tan permeables a la literatura que terminan leyendo todos los autores, todos los cuentos y novelas en igual estado de éxtasis. Nos reímos otra vez. Le conté que coordinaba un taller de escritura en Adrogué y enseguida anotó sus números telefónicos en un programa de actividades que todavía debe de andar entre mis papeles en la biblioteca. Puede invitarme a ese taller, me dijo, iría encantado. Arreglamos ese encuentro para un sábado y quedamos en que yo lo pasaba a buscar con mi auto. El día anterior al encuentro me llamó por teléfono por la mañana temprano. Venga antes a buscarme, me dijo, media hora antes, por favor, me gustaría volver a recorrer las calles de Adrogué que caminábamos con Borges y Silvina. Era otoño, principios de mayo, y anduvimos despacio por los empedrados, mientras él me contaba historias de cuando los tres pasaban los veranos allí. El sol estaba bastante fuerte por ser otoño y las hojas caídas de los árboles ya formaban sobre el empedrado un colchón seco que empezaba a crujir.
Aquella tarde que Bioy vino a Adrogué, fuimos también a Turdera, mientras caminábamos por las mismas calles que yo recorrí después durante el censo que hice para escribir mi segunda novela. Me contó que en la época en que Borges iba una vez por semana a cenar a su casa, al llegar le preguntaba, ¿Sabe con quién me crucé cuando venía para acá? Y le nombraba a un personaje de sus textos sobre el que seguía una conversación extensa. Era otoño pero el sol no se había debilitado aún a esa hora temprana de la tarde. Estábamos cerca de la plaza cuando Bioy me lo contó y allí, los zumbidos del rumor alto de las casuarinas parecían narrar, también, una historia.