“En un parque de Moscú vi una vez a tres borrachines que hervían polvo dentífrico en una lata vieja en una hoguera. Llevaban cinco horas hirviéndolo (bueno, eso dijeron), y al fin sacaron con cucharas el alcohol de la superficie, se lo sorbieron y... comenzaron a vomitar en el acto”.
Vitali Vitaliev
Bajísimas temperaturas y mi chaqueta nueva de cuero negro se queda en alguna parte de algún aeropuerto, así que meto las manos en los bolsillos llenos de dólares falsos y aplasto cigarrillo tras cigarrillo en el pavimento.
-Five degrees, tovarich, dice la azafata.
-I don’t speak russian, sorry...
Una sucesión de calles sucias y vacías me conducen a Sonia: Moscú, mediados de enero y el sol es un recuerdo en mi cuerpo.
-Sonia, soy yo, abra la puerta...
Su pálido rostro es un color completamente borrado de mi memoria. En Colombia, cuando la conocí y amé, ambos tomábamos demasiadas drogas y nos daba igual esto y aquello. Recuerdo haber entrado con ella a un club de Juanchito a escuchar cantar el cadáver de Héctor Lavoe, pero no recuerdo cómo llegamos a casa y menos cómo me tumbé entre sus senos y su ombligo.
-Despierte, Carlos, es tarde. Manolo lo está esperando desde hace rato en la sala...
Ella abre la puerta, está envuelta en una cobija de lana virgen. Superados los formalismos del saludo, me señala un sofá desvencijado. ¿Se supone que ahí debo acomodar mi humanidad? Sonia, tenga piedad, acabo de atravesar medio mundo para venir a verla. Ella hace caso omiso a mi pedido y se sienta en la alfombra, sus piernas blancas dejan ver venas, arterias, tendones, tejidos, huesos, toda la instalación eléctrica.
-¿Tuvo algún problema con...?
-No.
-Bueno, pues a trabajar...
Mis primeros siete días en Moscú transcurren en un abrir y cerrar de maletas de doble y triple fondo. Sonia me presenta a Iván –previamente recomendado por Manolo-, Iván me presenta a Vladimir, Vladimir a León, León a Josef, Josef a Nikita, Nikita a Leonid, Leonid a Yuri, Yuri a Konstantín, Konstantín a Mijail; todos quieren su mercancía, su pedazo de felicidad.
-Dígales que para todos hay, Sonia...
-....
-La comida aquí es horrible...
-Usted ha debido venir antes...
-¿Era peor?
-El estalinismo era hambre...
-No, en serio...
-Es en serio...
-No me venga con propaganda trasnochada...
-En serio, Carlos, esto era horrible...
-¿Y también era cierto que los comunistas se comían a los niños de los capitalistas?, pregunté apagando el cigarrillo número veinte del día muy cerca de su mano izquierda.
-Búrlese pero esto era el infierno...
-Sí, el infierno a un grado de convertirse en hielo...
Salimos a las calles de nuevo. Un aviso gigante recuerda a todo aquel que lo quiera saber: “Zgorel ot vodki” (se mató quemándose con vodka), mientras vemos un cuerpo horriblemente desfigurado. Gente grita en un parque. Basura y más basura. Ella me va señalando, uno a uno, apartamentos de tipos que no quieren aflojar el dinero que nos deben a Manolo y a mí: “él es el colombiano, como pueden ver”, dice señalándome y los tipos sacan billetes de todas partes: una muñeca que esconde a una muñeca que esconde a una muñeca, la taza del inodoro, un techo falso, una pata de un equipo de sonido coreano o japonés; tipos que distribuirán, a su vez, los otros dólares que traje: “todos de baja numeración, series distintas, imposibles de seguir, mejores que los que imprime el Tesoro de los Estados Unidos”, a lo que ellos responden moviendo la cabeza de arriba a abajo; tipos que quieren saber cuál es la maravilla colombiana: “directamente del corazón de la selva colombiana al exigente paladar de los rusos, prueben sin compromiso, es caviar blanco”.
El carro se atasca en la nieve, me bajo a empujar, un guardia armado se acerca a ayudar pero yo levanto el puño como diciendo “yo fui bolchevique, camarada, yo apoyé la revolución y me sé de memoria La Internacional” y el hombre sigue su curso sin detenerse a ayudar a esta pareja de colombianos que guarda quince kilos de cocaína pura en los sillones de un Lada 89.
-¿Usted está loco, cómo le pone conversa a ese policía?
-....
-En serio, Carlos, no se las dé de gracioso por aquí...
Como en la boca misma del lobo, Sonia y yo damos vueltas y vueltas. Estamos perdidos, quién lo duda, pero no abro mi bocota para no agregar más gasolina a la hoguera. Trato de sintonizar algo en la radio. La apago apenas me topo con sus ojos fijos en los míos. En silencio regresamos al nuevo apartamento. Cada cuatro días tenemos que movernos a “sitios seguros”. Eso lo ha dicho Iván y nosotros seguimos las instrucciones al pie de la letra; yo vine aquí a vender y a cobrar, no a poner en duda la palabra de alguien que mide un metro con noventa y ocho centímetros.
Jueves y viernes, se acaba el mes y todavía faltan cosas por hacer. Sonia y yo ya no nos hablamos: ella se desespera con el humo de mis cigarrillos mentolados, yo me pregunto de qué habla ella con Iván, en ruso, todo el día. Si por lo menos Manolo estuviera aquí. Me asomo a la ventana y veo a unos niños correr detrás de una pelota desinflada. Amas de casa hacen fila al frente de una oficina de empleos. Una estatua de Lenin sirve de puente entre una orilla y otra de un pequeño río congelado. Pienso: la única revolución en la que creo es en la del dólar, la única lucha de clases que reconozco es la de las distintas clases de cocaína, en el único pueblo que confío es en el consumidor. Pienso y pienso y sueño y sueño. Me despiertan las ganas de orinar los nueve vodkas con los que he celebrado un mes más de vida. Salgo a la sala, encuentro a la niña dormida.
-Despierte, Sonia, tenemos que irnos...
-...
-Sonia...
-...
Me le acerco y no resisto la tentación de desabotonar su saco y mirar a través de su blusa.
-Sonia, ya deje el chou y vámonos...
-...
Empiezo a preocuparme cuando veo el teléfono descolgado. Mierda. Lo tomo y escucho lejanas voces lejanas que, por supuesto, no entiendo. Más mierda. Cuelgo. Cuando voy a ponerlo en la mesa, veo la bolsa de cocaína en la alfombra. Mierda: Sonia se metió todo eso, TODO ESO, puta mierda. Le acerco mi dedo a su nariz, no respira, trato de escuchar su corazón, nada: mierda, mieRDA, ¡MIERDA!
Entonces suena el timbre.
Vitali Vitaliev
Bajísimas temperaturas y mi chaqueta nueva de cuero negro se queda en alguna parte de algún aeropuerto, así que meto las manos en los bolsillos llenos de dólares falsos y aplasto cigarrillo tras cigarrillo en el pavimento.
-Five degrees, tovarich, dice la azafata.
-I don’t speak russian, sorry...
Una sucesión de calles sucias y vacías me conducen a Sonia: Moscú, mediados de enero y el sol es un recuerdo en mi cuerpo.
-Sonia, soy yo, abra la puerta...
Su pálido rostro es un color completamente borrado de mi memoria. En Colombia, cuando la conocí y amé, ambos tomábamos demasiadas drogas y nos daba igual esto y aquello. Recuerdo haber entrado con ella a un club de Juanchito a escuchar cantar el cadáver de Héctor Lavoe, pero no recuerdo cómo llegamos a casa y menos cómo me tumbé entre sus senos y su ombligo.
-Despierte, Carlos, es tarde. Manolo lo está esperando desde hace rato en la sala...
Ella abre la puerta, está envuelta en una cobija de lana virgen. Superados los formalismos del saludo, me señala un sofá desvencijado. ¿Se supone que ahí debo acomodar mi humanidad? Sonia, tenga piedad, acabo de atravesar medio mundo para venir a verla. Ella hace caso omiso a mi pedido y se sienta en la alfombra, sus piernas blancas dejan ver venas, arterias, tendones, tejidos, huesos, toda la instalación eléctrica.
-¿Tuvo algún problema con...?
-No.
-Bueno, pues a trabajar...
Mis primeros siete días en Moscú transcurren en un abrir y cerrar de maletas de doble y triple fondo. Sonia me presenta a Iván –previamente recomendado por Manolo-, Iván me presenta a Vladimir, Vladimir a León, León a Josef, Josef a Nikita, Nikita a Leonid, Leonid a Yuri, Yuri a Konstantín, Konstantín a Mijail; todos quieren su mercancía, su pedazo de felicidad.
-Dígales que para todos hay, Sonia...
-....
-La comida aquí es horrible...
-Usted ha debido venir antes...
-¿Era peor?
-El estalinismo era hambre...
-No, en serio...
-Es en serio...
-No me venga con propaganda trasnochada...
-En serio, Carlos, esto era horrible...
-¿Y también era cierto que los comunistas se comían a los niños de los capitalistas?, pregunté apagando el cigarrillo número veinte del día muy cerca de su mano izquierda.
-Búrlese pero esto era el infierno...
-Sí, el infierno a un grado de convertirse en hielo...
Salimos a las calles de nuevo. Un aviso gigante recuerda a todo aquel que lo quiera saber: “Zgorel ot vodki” (se mató quemándose con vodka), mientras vemos un cuerpo horriblemente desfigurado. Gente grita en un parque. Basura y más basura. Ella me va señalando, uno a uno, apartamentos de tipos que no quieren aflojar el dinero que nos deben a Manolo y a mí: “él es el colombiano, como pueden ver”, dice señalándome y los tipos sacan billetes de todas partes: una muñeca que esconde a una muñeca que esconde a una muñeca, la taza del inodoro, un techo falso, una pata de un equipo de sonido coreano o japonés; tipos que distribuirán, a su vez, los otros dólares que traje: “todos de baja numeración, series distintas, imposibles de seguir, mejores que los que imprime el Tesoro de los Estados Unidos”, a lo que ellos responden moviendo la cabeza de arriba a abajo; tipos que quieren saber cuál es la maravilla colombiana: “directamente del corazón de la selva colombiana al exigente paladar de los rusos, prueben sin compromiso, es caviar blanco”.
El carro se atasca en la nieve, me bajo a empujar, un guardia armado se acerca a ayudar pero yo levanto el puño como diciendo “yo fui bolchevique, camarada, yo apoyé la revolución y me sé de memoria La Internacional” y el hombre sigue su curso sin detenerse a ayudar a esta pareja de colombianos que guarda quince kilos de cocaína pura en los sillones de un Lada 89.
-¿Usted está loco, cómo le pone conversa a ese policía?
-....
-En serio, Carlos, no se las dé de gracioso por aquí...
Como en la boca misma del lobo, Sonia y yo damos vueltas y vueltas. Estamos perdidos, quién lo duda, pero no abro mi bocota para no agregar más gasolina a la hoguera. Trato de sintonizar algo en la radio. La apago apenas me topo con sus ojos fijos en los míos. En silencio regresamos al nuevo apartamento. Cada cuatro días tenemos que movernos a “sitios seguros”. Eso lo ha dicho Iván y nosotros seguimos las instrucciones al pie de la letra; yo vine aquí a vender y a cobrar, no a poner en duda la palabra de alguien que mide un metro con noventa y ocho centímetros.
Jueves y viernes, se acaba el mes y todavía faltan cosas por hacer. Sonia y yo ya no nos hablamos: ella se desespera con el humo de mis cigarrillos mentolados, yo me pregunto de qué habla ella con Iván, en ruso, todo el día. Si por lo menos Manolo estuviera aquí. Me asomo a la ventana y veo a unos niños correr detrás de una pelota desinflada. Amas de casa hacen fila al frente de una oficina de empleos. Una estatua de Lenin sirve de puente entre una orilla y otra de un pequeño río congelado. Pienso: la única revolución en la que creo es en la del dólar, la única lucha de clases que reconozco es la de las distintas clases de cocaína, en el único pueblo que confío es en el consumidor. Pienso y pienso y sueño y sueño. Me despiertan las ganas de orinar los nueve vodkas con los que he celebrado un mes más de vida. Salgo a la sala, encuentro a la niña dormida.
-Despierte, Sonia, tenemos que irnos...
-...
-Sonia...
-...
Me le acerco y no resisto la tentación de desabotonar su saco y mirar a través de su blusa.
-Sonia, ya deje el chou y vámonos...
-...
Empiezo a preocuparme cuando veo el teléfono descolgado. Mierda. Lo tomo y escucho lejanas voces lejanas que, por supuesto, no entiendo. Más mierda. Cuelgo. Cuando voy a ponerlo en la mesa, veo la bolsa de cocaína en la alfombra. Mierda: Sonia se metió todo eso, TODO ESO, puta mierda. Le acerco mi dedo a su nariz, no respira, trato de escuchar su corazón, nada: mierda, mieRDA, ¡MIERDA!
Entonces suena el timbre.