"Más vale estar entre los perseguidos que entre los perseguidores". El hombre que en 1972 cerró una de sus novelas con esta frase protagonizó cuatro años más tarde el escándalo literario más sonoro de la posguerra en Yugoslavia. El hombre se llamaba Danilo Kiš, había nacido en 1935 en la frontera serbia con Hungría y, en 1976, publicó Una tumba para Boris Davidovich, un libro que le lanzó de cabeza al pantano de los perseguidos. Como recordó Joseph Brodsky en el prólogo que puso al frente de la obra cuando ésta se publicó en Estados Unidos, los personajes de aquel libro -rumanos, ucranios e irlandeses- no habían puesto un pie en Yugoslavia, pero las autoridades de Belgrado se lo tomaron como un ataque intolerable. "No hay duda de que los comunistas -para quienes Moscú es la Roma eterna- han percibido mi libro como un sacrilegio", declaró Danilo Kiš.
El sacrilegio consistía en reunir siete relatos que mostraban el choque (mortal) de sus protagonistas con la "necesidad histórica". Y donde dice historia vale decir sistema comunista. La curiosidad del caso reside en la sutileza de los jerifaltes yugoslavos, que, para evitar todo tufo a fosfatina política, acusaron a Kiš de plagio. Entre los supuestamente plagiados estaban Joyce y Borges, pero en la lista, entre cómica y patética, también tenían un sitio, paradójicamente, otros dos perseguidos: Alexander Solzhenitsin y Nadezhda Mandelstam. Haciendo buena la frase de que nadie se preocupa tanto por los poetas como los dictadores, los críticos en nómina empezaron hablando del libro como "un collar de perlas robadas" y terminaron compitiendo por colocar el título más ingenioso y macabro al frente de sus ataques. El concurso lo ganó éste: "Una tumba para Danilo Kiš".
En cierto sentido, aquella mezcla entre crítica literaria y fiscalía del Estado había dado en el clavo, porque la obra de Kiš habla, sobre todas las cosas, de la muerte. Sin metáforas. "La historia que sigue a continuación, una historia que nació de la sospecha y de la duda, tiene la única desgracia (que algunos llaman suerte) de ser verdadera". Así reza la primera línea de Una tumba para Boris Davidovich que -traducida por Nevenka Vasiljevic y acompañada por el prólogo estadounidense de Brodsky- recupera ahora la editorial Acantilado. Al libro del escándalo seguirá la obra completa de Danilo Kiš. Será una vida nueva para un autor que, con más prestigio que lectores, ya pasó en su día por los catálogos de Alfaguara, Seix Barral, Ópera Prima, Metáfora y El Aleph. Hasta ahora, el vagabundeo editorial parecía parte del destino de alguien que -celebrado por autores como Susan Sontag o Nadine Gordimer e incluido por Harold Bloom en El canon occidental- fue, sobre todas las cosas, un exiliado. Y un superviviente. Criado, como decía él mismo, entre tres religiones -la judía, la ortodoxa y la católica- y dos lenguas -la serbocroata y la húngara-, Kiš fue testigo con siete años de la masacre de judíos serbios a manos de fascistas húngaros durante la II Guerra Mundial. Con 10, recibió la noticia de que su padre, superviviente de la matanza de Novi Sad, había muerto en Auschwitz. Ese hecho daría lugar a una célebre trilogía formada por Jardín, ceniza; Penas precoces y El reloj de arena. Este último, publicado en 1972, abrió las puertas al nuevo Danilo Kiš, consciente para siempre de que los escritores alimentan la falsa impresión de que mientras crean su mundo, están cambiando el mundo. Siempre pendiente de las víctimas inmoladas en el altar de las ideologías, su obra se convirtió en una suerte de ficción documental hecha de textos fragmentarios que mezclan con crudeza la sangre y la poesía: "Los documentos que utilizamos se expresan con el terrible lenguaje de los hechos y en ellos la palabra alma tiene un deje blasfemo", dice el narrador de uno de sus relatos.
Asentado en Francia, a Danilo Kiš le tocó vivir allí la incomprensión de una "izquierda-caviar" a la que ponía nerviosa la sola mención del Gulag soviético. Fue en París y no en Belgrado donde se desencantó de la política. "No te fíes de las estadísticas, de las cifras, de las declaraciones públicas: la realidad es aquello que no se ve a simple vista", escribió en sus Consejos a un joven escritor. ¿Y qué es la realidad? "La realidad es la hierba que crece y los pies que la pisan". Danilo Kiš no llegó a contemplar la caída del muro de Berlín. Murió unas semanas antes, en octubre de 1989. Padecía cáncer. Tenía 54 años. Hay quien dice que se suicidó.
El sacrilegio consistía en reunir siete relatos que mostraban el choque (mortal) de sus protagonistas con la "necesidad histórica". Y donde dice historia vale decir sistema comunista. La curiosidad del caso reside en la sutileza de los jerifaltes yugoslavos, que, para evitar todo tufo a fosfatina política, acusaron a Kiš de plagio. Entre los supuestamente plagiados estaban Joyce y Borges, pero en la lista, entre cómica y patética, también tenían un sitio, paradójicamente, otros dos perseguidos: Alexander Solzhenitsin y Nadezhda Mandelstam. Haciendo buena la frase de que nadie se preocupa tanto por los poetas como los dictadores, los críticos en nómina empezaron hablando del libro como "un collar de perlas robadas" y terminaron compitiendo por colocar el título más ingenioso y macabro al frente de sus ataques. El concurso lo ganó éste: "Una tumba para Danilo Kiš".
En cierto sentido, aquella mezcla entre crítica literaria y fiscalía del Estado había dado en el clavo, porque la obra de Kiš habla, sobre todas las cosas, de la muerte. Sin metáforas. "La historia que sigue a continuación, una historia que nació de la sospecha y de la duda, tiene la única desgracia (que algunos llaman suerte) de ser verdadera". Así reza la primera línea de Una tumba para Boris Davidovich que -traducida por Nevenka Vasiljevic y acompañada por el prólogo estadounidense de Brodsky- recupera ahora la editorial Acantilado. Al libro del escándalo seguirá la obra completa de Danilo Kiš. Será una vida nueva para un autor que, con más prestigio que lectores, ya pasó en su día por los catálogos de Alfaguara, Seix Barral, Ópera Prima, Metáfora y El Aleph. Hasta ahora, el vagabundeo editorial parecía parte del destino de alguien que -celebrado por autores como Susan Sontag o Nadine Gordimer e incluido por Harold Bloom en El canon occidental- fue, sobre todas las cosas, un exiliado. Y un superviviente. Criado, como decía él mismo, entre tres religiones -la judía, la ortodoxa y la católica- y dos lenguas -la serbocroata y la húngara-, Kiš fue testigo con siete años de la masacre de judíos serbios a manos de fascistas húngaros durante la II Guerra Mundial. Con 10, recibió la noticia de que su padre, superviviente de la matanza de Novi Sad, había muerto en Auschwitz. Ese hecho daría lugar a una célebre trilogía formada por Jardín, ceniza; Penas precoces y El reloj de arena. Este último, publicado en 1972, abrió las puertas al nuevo Danilo Kiš, consciente para siempre de que los escritores alimentan la falsa impresión de que mientras crean su mundo, están cambiando el mundo. Siempre pendiente de las víctimas inmoladas en el altar de las ideologías, su obra se convirtió en una suerte de ficción documental hecha de textos fragmentarios que mezclan con crudeza la sangre y la poesía: "Los documentos que utilizamos se expresan con el terrible lenguaje de los hechos y en ellos la palabra alma tiene un deje blasfemo", dice el narrador de uno de sus relatos.
Asentado en Francia, a Danilo Kiš le tocó vivir allí la incomprensión de una "izquierda-caviar" a la que ponía nerviosa la sola mención del Gulag soviético. Fue en París y no en Belgrado donde se desencantó de la política. "No te fíes de las estadísticas, de las cifras, de las declaraciones públicas: la realidad es aquello que no se ve a simple vista", escribió en sus Consejos a un joven escritor. ¿Y qué es la realidad? "La realidad es la hierba que crece y los pies que la pisan". Danilo Kiš no llegó a contemplar la caída del muro de Berlín. Murió unas semanas antes, en octubre de 1989. Padecía cáncer. Tenía 54 años. Hay quien dice que se suicidó.