Por Orlando Barone
Todavía hay gente que cree que fueron diálogos imaginarios o una invención literaria y no un auténtico puente verbal que se fue anudando de mutuo acuerdo en base a un plan trazado de antemano. Las voces de Borges y Sábato grabadas en cassettes fueron volcadas en un libro, desde hace años misteriosamente desaparecido de la escena.
También hay quienes ignoran o niegan esos diálogos y quienes descreen del mutuo acercamiento de los dos escritores después de una discordia política que los separó veinte años.
Yo -permítaseme la inmodestia- soy quien inspiró y procuró ese reencuentro a partir del desinteresado pacto de "charlar espontáneamente durante varias sesiones sin tocar la política". Deliberada omisión forzada obviamente por aquel episodio que en su época fue público y cuyo motivo fue una misma y paradójica oposición de los dos hacia el primer peronismo, pero por distintos motivos.
Recuerdo aquella primera cita con Borges en la librería La Ciudad de la galería del Este, frente a la antigua casa de la calle Maipú (aquel departamente del sexto piso fue vendido a su muerte) para interesarlo en la idea del libro. Recuerdo mi temor inicial: la discordia entre ambos plagada de rumores y malicias de trastienda libresca.
Era un sábado del incipiente verano de 1974/1975; el final de una época en la que había sido posible el juego intelectual, el intercambio de ideas y boutades por el mero goce estético.
Borges, ese mediodía, lucía un impecable traje gris claro; su inseparable bastón de caoba; su semblante altivo de ciego que quiere mirar de frente aunque sabe que no puede. Sábato, la tarde anterior en el bar El Dandy ya había aprobado mi propuesta con contradictorio interés y distancia. "Vea, me advirtió quitándose los anteojos en aquel gesto nervioso de los instantes de duda. Aunque los otros días volvimos a encontrarnos con Borges, no sé si ese abrazo espontáneo y emocionado que nos dimos podrá cambiar el curso de las cosas". Se refería a un casual y todavía fresco encuentro que los había unido a ellos en la librería La Ciudad el 7 de octubre: el primero después de aquel largo desencuentro, ya que en su juventud se frecuentaban en la casa de Bioy Casares y en las de otros amigos..
La respuesta de Borges a mi propuesta literaria fue sencillamente "borgeana". Me dijo, aprobándola: "Creo ciegamente en usted".
Estaban allí, Anneliessen Von der Lippen, devota traductora de ambos y lectora de la obra de Goethe, en alemán, los sábados en la casa de Borges, y el librero Luis Alfonso, que había convertido su local en cita de la cultura de los años setenta. Enfrente, en el piso de la pintora Renee Noetinger, vecino al de Borges, realizamos varios de aquellos encuentros. Hace poco la visité y otra vez vi el comedor y las sillas estilo ingés donde nos habíamos sentado. "Está igual que antes" me dijo Renee Noetinger, para apartar mi evidente nostalgia. Hice como que le creía. Ella, feliz del recuerdo, agregó: "Hubo veces en que me divertí mucho escuchándolos. Creo aún verlos a ellos allí; Borges tomando agua o té, Sábato un vaso de whisky... En la casa de al lado la madre de Borges, de casi cien años, estaba muriéndose". Alguna vez en aquellas reuniones, la mención de la enfermedad de Leonor Acevedo de Borges había sido inevitable. Incluso en vísperas de la Navidad de aquel año 1974 Matilde Sábato la había ido a visitar y la había peinado en su cama de enferma. Todo fluía con afecto. Tanto que Borges -acaso más sensibilizado por las circunstancias- se mostró dolido cuando por razones de planes y de tiempo se decidió concluir con las sesiones. Sábato bromeando le dijo a modo de disculpa: "Pero Borges, si seguimos hablando este va a ser el diálogo eterno". Y enseguida vino la respuesta igualmente jocosa: "Bueno, pero no hace falta hablar, también podríamos encontrarnos en silencio, ¿no?". Cuando se despidieron en el umbral de la casa de Borges ninguno de los dos dijo nada. Yo acumulé doce cintas grabadas en un antiguo aparato que ya era antiguo en su época. No pocas veces el mal sonido o, sobre todo Borges con su voz agobiada, creaba dificultades de transcripción que yo iba a corregir alternativamente a la casa de cada uno de ellos.
Cierta vez Sábato quiso ampliar un párrafo que en el lenguaje coloquial quedaba incompleto: era uno referido a Dios. Entonces al despedirme en la puerta de rejas de su casa de Santos Lugares me dijo: "Por favor, cuando vaya a ver a Borges dígale que yo corrregí esa parte, léasela y que él verifique la suya. Me parece que sobre Dios él puede decir otras cosas más hondas que esa ironía del "dolor de muelas" que a mi, personalmente me parece un juego literario..."
Cuando le conté a Borges la aclaración que había hecho Sábato, se sonrió enigmáticamente pero no agregó nada de su parte. "Está bien así", dijo.
Aunque me hizo otras correciones mínimas. Sobre todo no le había gustado un exceso mío: para no repetir dos veces una frase le había puesto en su boca la palabra autoplagio. "¿Suena mal, no?", me dijo. Le confesé mi intervención y Borges continuó cortés pero inexorable: "Yo dije allí "que me plagio a mi mismo"".
Y así quedo el libro. El trabajo se concluyó a mediados de 1975 pero inexplicablemente, dado el interés que había mostrado la editorial, el libro recién salió publicado a fines de diciembre de 1976.
Y no obstante el éxito inicial -se agotaron en poco tiempo los primeros diez mil ejemplares y dos sucesivas ediciones- a partir de ahí dejó de imprimirse.
Tampoco ellos volvieron a encontrarse, salvo alguna vez, al principio del duelo por la muerte de la madre de Borges, cuando Sábato lo llamaba a aquel a su casa sabiéndolo apenado.
Una trama secretamente malévola trazó otra vez un misterioso abismo entre ellos. Yo tampoco pude hacer mucho. Hoy, al cabo de los años, rescato una porción de historia, del olvido.
También hay quienes ignoran o niegan esos diálogos y quienes descreen del mutuo acercamiento de los dos escritores después de una discordia política que los separó veinte años.
Yo -permítaseme la inmodestia- soy quien inspiró y procuró ese reencuentro a partir del desinteresado pacto de "charlar espontáneamente durante varias sesiones sin tocar la política". Deliberada omisión forzada obviamente por aquel episodio que en su época fue público y cuyo motivo fue una misma y paradójica oposición de los dos hacia el primer peronismo, pero por distintos motivos.
Recuerdo aquella primera cita con Borges en la librería La Ciudad de la galería del Este, frente a la antigua casa de la calle Maipú (aquel departamente del sexto piso fue vendido a su muerte) para interesarlo en la idea del libro. Recuerdo mi temor inicial: la discordia entre ambos plagada de rumores y malicias de trastienda libresca.
Era un sábado del incipiente verano de 1974/1975; el final de una época en la que había sido posible el juego intelectual, el intercambio de ideas y boutades por el mero goce estético.
Borges, ese mediodía, lucía un impecable traje gris claro; su inseparable bastón de caoba; su semblante altivo de ciego que quiere mirar de frente aunque sabe que no puede. Sábato, la tarde anterior en el bar El Dandy ya había aprobado mi propuesta con contradictorio interés y distancia. "Vea, me advirtió quitándose los anteojos en aquel gesto nervioso de los instantes de duda. Aunque los otros días volvimos a encontrarnos con Borges, no sé si ese abrazo espontáneo y emocionado que nos dimos podrá cambiar el curso de las cosas". Se refería a un casual y todavía fresco encuentro que los había unido a ellos en la librería La Ciudad el 7 de octubre: el primero después de aquel largo desencuentro, ya que en su juventud se frecuentaban en la casa de Bioy Casares y en las de otros amigos..
La respuesta de Borges a mi propuesta literaria fue sencillamente "borgeana". Me dijo, aprobándola: "Creo ciegamente en usted".
Estaban allí, Anneliessen Von der Lippen, devota traductora de ambos y lectora de la obra de Goethe, en alemán, los sábados en la casa de Borges, y el librero Luis Alfonso, que había convertido su local en cita de la cultura de los años setenta. Enfrente, en el piso de la pintora Renee Noetinger, vecino al de Borges, realizamos varios de aquellos encuentros. Hace poco la visité y otra vez vi el comedor y las sillas estilo ingés donde nos habíamos sentado. "Está igual que antes" me dijo Renee Noetinger, para apartar mi evidente nostalgia. Hice como que le creía. Ella, feliz del recuerdo, agregó: "Hubo veces en que me divertí mucho escuchándolos. Creo aún verlos a ellos allí; Borges tomando agua o té, Sábato un vaso de whisky... En la casa de al lado la madre de Borges, de casi cien años, estaba muriéndose". Alguna vez en aquellas reuniones, la mención de la enfermedad de Leonor Acevedo de Borges había sido inevitable. Incluso en vísperas de la Navidad de aquel año 1974 Matilde Sábato la había ido a visitar y la había peinado en su cama de enferma. Todo fluía con afecto. Tanto que Borges -acaso más sensibilizado por las circunstancias- se mostró dolido cuando por razones de planes y de tiempo se decidió concluir con las sesiones. Sábato bromeando le dijo a modo de disculpa: "Pero Borges, si seguimos hablando este va a ser el diálogo eterno". Y enseguida vino la respuesta igualmente jocosa: "Bueno, pero no hace falta hablar, también podríamos encontrarnos en silencio, ¿no?". Cuando se despidieron en el umbral de la casa de Borges ninguno de los dos dijo nada. Yo acumulé doce cintas grabadas en un antiguo aparato que ya era antiguo en su época. No pocas veces el mal sonido o, sobre todo Borges con su voz agobiada, creaba dificultades de transcripción que yo iba a corregir alternativamente a la casa de cada uno de ellos.
Cierta vez Sábato quiso ampliar un párrafo que en el lenguaje coloquial quedaba incompleto: era uno referido a Dios. Entonces al despedirme en la puerta de rejas de su casa de Santos Lugares me dijo: "Por favor, cuando vaya a ver a Borges dígale que yo corrregí esa parte, léasela y que él verifique la suya. Me parece que sobre Dios él puede decir otras cosas más hondas que esa ironía del "dolor de muelas" que a mi, personalmente me parece un juego literario..."
Cuando le conté a Borges la aclaración que había hecho Sábato, se sonrió enigmáticamente pero no agregó nada de su parte. "Está bien así", dijo.
Aunque me hizo otras correciones mínimas. Sobre todo no le había gustado un exceso mío: para no repetir dos veces una frase le había puesto en su boca la palabra autoplagio. "¿Suena mal, no?", me dijo. Le confesé mi intervención y Borges continuó cortés pero inexorable: "Yo dije allí "que me plagio a mi mismo"".
Y así quedo el libro. El trabajo se concluyó a mediados de 1975 pero inexplicablemente, dado el interés que había mostrado la editorial, el libro recién salió publicado a fines de diciembre de 1976.
Y no obstante el éxito inicial -se agotaron en poco tiempo los primeros diez mil ejemplares y dos sucesivas ediciones- a partir de ahí dejó de imprimirse.
Tampoco ellos volvieron a encontrarse, salvo alguna vez, al principio del duelo por la muerte de la madre de Borges, cuando Sábato lo llamaba a aquel a su casa sabiéndolo apenado.
Una trama secretamente malévola trazó otra vez un misterioso abismo entre ellos. Yo tampoco pude hacer mucho. Hoy, al cabo de los años, rescato una porción de historia, del olvido.