Por Carlos Patiño Millán
(Homenaje a Horacio Benavides. Cali, 14 de octubre de 2008)
En un momento determinado, tuve la tentación de decir que Benavides es el mejor de los poetas que conozco y que, casi en silencio, ejerce desde hace varios años en esta ciudad, un magisterio generoso pero no complaciente, crítico pero no destructivo, riguroso pero no solemne. Quise añadir que la Universidad Nacional de Colombia, el principal centro universitario del país, le acaba de publicar el libro De una a otra montaña, su obra poética reunida, y que esas 362 páginas le demostrarán a todo aquel curioso lector la veracidad de mis palabras. Tuve la tentación, quise añadir. Si hubiera escrito lo anterior, a estas alturas de la tarde ya habría terminado mi texto y nos concentraríamos ahora en la audición de los versos claros y contundentes del poeta. Pero esta no es la fiesta de mis emociones ni la repetición de grandilocuentes lugares comunes sino una ocasión única para celebrar, críticamente, un libro que son varios libros a la vez y una obra que es una sola obra, vista desde todos los lados.
De nada nos vale festejar un poeta si nadie se acerca a sus libros, nada sacamos con decir que este poeta es una suerte de “canon suelto” o un “mapa móvil” de la actual poesía colombiana si la poesía no circula entre los interesados y no aparece en los estantes de nuestras librerías y bibliotecas, atiborradas de falsas profecías y malos profetas.
El de hoy es un acto sencillo, afectuoso. Celebramos la obra de un poeta nacido en Bolívar, Cauca, en 1949, que es el autor de ocho libros de poesía, un libro de adivinanzas y un libro de cuentos para niños. Hace poco escribí que “un poeta es un estar siendo, no la suma de sus libros publicados e inéditos ni la enumeración de sus mecanismos retóricos; no es el recuento de sus premios, figuraciones en antologías y lecturas o los registros azarosos de su vida social. Un poeta es –quizás- alguno de los versos de sus poemas, una línea, una palabra descubierta y bautizada; trascendida, redefinida”. Quiero pensar que tenía a Horacio Benavides en mente cuando redacté esas líneas.
Empezaré de nuevo estas breves palabras, pero, ¿cómo hablar de Horacio si él mismo se ha quejado de su suerte y ha huido del tiempo para refugiarse en la poesía, cómo decir algo nuevo si el mismo poeta ha dicho que sabe que han disertado en minuciosos ensayos sobre lo que puso en el papel mas él… se desconoce?
Soy terco, lo intentaré de nuevo situando al poeta no en el aquí y ahora de la celebración sino en medio de otro lugar común, acaso este más pertinente que los anteriores. Me refiero, por supuesto, a la terrible pregunta de Hölderlin: ¿para qué poesía en tiempos de penuria?, interrogante que otros han traducido como “tiempo de indigencia”, “tiempo de sombra miserable”, “días de miseria”, “tiempos mezquinos” y “presente nulo”. Creo que la proliferación de versiones no oculta su demoledor contenido y creo que no hay ni sigue habiendo, otra pregunta más certera para formularle a un poeta. Lo haré: Horacio, ¿para qué poesía en tiempos de penuria?
Cuenta el psicoanalista y escritor francés Michel Schneider en su libro Músicas Nocturnas la siguiente historia: en Birkenau, un campo de concentración y exterminio nazi llamado también Auschwitz II, donde murieron aproximadamente un millón de judíos y cerca de 19.000 gitanos, pasó sus días un flautista “tan ocupado en frasear su aria que no se percató de la larga fila de camiones cargados de mujeres en dirección al crematorio”. El prisionero supo después “que su propia hija iba a bordo de uno de ellos”. Se pregunta Schneider: ¿Quién podría asegurar que su interpretación habría cambiando de haberlo sabido? Me temo que es demasiado tarde para arriesgar una respuesta.
Vivimos en un mundo terrible. Desde hace años, siglos, ha sido así. Para no referirnos únicamente a la realidad inmediata, local, también ella espantosa, digamos que el compositor más interpretado en los programas de conciertos ofrecidos en los campos de la muerte nazis fue Mozart. Cuesta imaginar las vivaces notas del cuarto movimiento de Una pequeña serenata nocturna, el Rondo-Allegro, al oído de víctimas y victimarios. Miento; nada cuesta imaginar tamaño horror, lo vivimos, lo hemos vivido todos a diario. Digamos, también, que en algún gulag estalinista, unos presos, muertos del hambre, se comieron con fruición un tritón congelado hace miles de años; que el mismo presidente colombiano que les acercó un fósforo a los incendiarios del Palacio de Justicia ahora funge de poeta; que hoy en día importa más el índice Dow Jones que el índice del Dios de Miguel Ángel creando a Adán en la bóveda de la Capilla Sixtina; que el presidente más analfabeta en la historia de los Estados Unidos de América será recordado como el hombre que ordenó el saqueo de los museos, galerías y bibliotecas de Bagdad (¿habrá que agregar que en las riberas de los ríos Tigris y Éufrates se estudiaron por primera vez las estrellas y se desarrolló la escritura?); que por cada niño de meses que es asesinado por su padre en las pantallas de nuestros televisores, otros tantos, cientos, miles, millones mueren cada año sin que apartemos nuestra mirada de la partitura de marras. Está dicho: la mayoría de nosotros somos aquel flautista prisionero.
La lista del horror y la estupidez es interminable, y si he traído a colación el tema no es para que cada cual haga la suya sino para que pensemos en lo que significa la siguiente frase: no sólo es posible el arte en medio de la inmundicia sino que es absolutamente necesario. Como lo recordó una prisionera sobreviviente de la segunda guerra al escuchar a un soldado de las SS tocar el piano: “esas notas habían bastado para hacer afluir a nuestras almas todo un mundo trastornado de recuerdos de dulce intimidad, ya no podíamos movernos; durante un segundo, fuimos de nuevo mujeres libres”. Los hombres y mujeres que son capaces de llorar de emoción al escuchar unas notas musicales, son también capaces de matar y de hacer todo el daño del mundo. Es la compleja naturaleza humana, dirá alguien; sí, de acuerdo, pero no por eso el hecho es menos repugnante.
Vivimos en una época en donde se confunde represión con autoridad, cohecho con política, mesianismo con liderazgo, cultura con entretenimiento, envilecimiento con conocimiento. Quien consume medios en Colombia, quizás piense que Juanes es más importante que Totó la momposina, Jorge Franco Ramos que Aurelio Arturo, Margarita Rosa de Francisco que Vicky Hernández. Asistimos a los días en que la diversión es la referencia, a las tardes en que la banalidad es la actitud, a las noches en que la pérdida de sentido se arroja como una mancha sobre todo lo que conocemos, volviendo significativa la tontería e invisible el acierto. El culto a la ostentación ha reemplazado la discusión, la crítica, el disenso. Algunos escritores caen en la trampa del mercado y así los vemos en las revistas escribiendo el diario de sus cirugías plásticas o dignificando, entre comillas, algún desnudo barato de alguna de nuestras actrices criollas.
Por desgracia, el sombrío panorama es general: “todos los tiempos fueron malos para los hombres que tuvieron que vivirlos-, nos dice el sociólogo, ensayista y crítico cultural argentino Eduardo Grüner. “Esto, o algo muy parecido, dijo alguna vez Jorge Luis Borges. Es un atendible llamado a la sobriedad, a sustraerse a la tentación, siempre irresistible, del patetismo. Hay, por supuesto, buenas razones para que nosotros, hoy, en este mundo, caigamos en esa tentación. Difícilmente haya habido una etapa anterior de la historia en la que tantas y tan poderosas promesas despertadas auténticamente por un estadio de desarrollo económico, social, político y cultural de la humanidad, hayan quedado frustradas hasta la desesperación. En la potencialidad inmensa y cierta, científicamente posible, tecnológicamente verosímil, de una buena vida humana haya conducido a una catástrofe semejante. ¿Se trata solamente –porque sin duda se trata en principio de eso- del modo de producción dominante? ¿Es que además, en algún momento, o incluso desde el principio, nuestra ciencia, nuestra tecnología, nuestros saberes, erraron el rumbo? ¿Falló toda nuestra filosofía, nuestro arte, nuestra literatura, nuestras religiones y aun nuestros agnosticismos?”
¿Qué hacer?, entonces. Danos luces. Te repito la pregunta, Horacio: ¿para qué poesía en tiempos de penuria?
Con toda certeza, la desgarradura es la herida de la historia humana. Otra no ha habido, otra no habrá. Todo es posible porque todo está permitido. Escribe poesía, Horacio, casi nadie lo notará. Escribe bellos y sentidos poemas, Horacio; abonarás, quizás en vano, vastos terrenos estériles. Ningún poema tuyo o de algún otro poeta ha detenido el curso del río; escribe todos los días, Maestro. Si todo es posible porque todo está permitido, no te pongas del lado del verdugo y no renuncies a tu sueño de despertar de esta pesadilla que es la Historia. Si los que reinan son los días de penuria y los del presente nulo, esfuérzate por imaginar un lugar y un futuro para ti y los tuyos; escarba en la inmundicia para respirar aire fresco.
Nada humano ni inhumano es extraño al hombre después de la guerra, después de Corea, después del napalm, después de Sarajevo, El Salvador, Bagdad, Machuca, Segovia y Mapiripán; escribe, poeta, si se te acaba la página, dale vuelta al papel y sigue escribiendo. No calles, no te calles.
Dice Schneider que todo era posible en los campos de concentración nazis, “incluso la alegría irremediable de Mozart destacándose con dificultad sobre el aliento de fragua de los crematorios. Pero lo que dice entonces Mozart es precisamente que no todo es posible. Eso es lo que clamaba la continuación del arte en medio del horror: hay algo que es imposible, hay algo que no muere cuando mueren los hombres”.
Escribir poesía de la manera que Horacio Benavides y algunos otros lo hacen, sin aspavientos ni autopromociones, sin fórmulas previas ni rupturas de moda, sin recurrir a los alaridos o a los panfletos, sin otras palabras que las del lenguaje que nos dio la tierra, sin otro rumbo que su propia, íntima, reflexión es también una manera de resistir, de hacer memoria, de enfrentarse al horror de ahora y siempre.
Citaré a un crítico inglés, Samuel Johnson, para finalizar: “el oficio del poeta (…) es contemplar, no lo individual, sino lo genérico; notar las características principales y los grandes fenómenos; el poeta no cuenta las rayas del tulipán ni describe las diferentes sombras en el verdor de la selva.
(…)
Debe despojarse de los prejuicios de su siglo y país, ignorar las leyes e ideologías del momento y elevarse a verdades generales y trascendentes, que serán siempre las mismas; se contentará, por tanto, con el lento progreso de su fama, desdeñará el aplauso de sus contemporáneos y confiará sus pretensiones a la justicia de la posteridad”.
Hace diez años, por esta época, conocí a Horacio Benavides. No es falso mi afecto y mi admiración por su obra aunque a duras penas me cruzo con él, muy de vez en cuando. No le prendo velas ni lo ignoro: lo leo, que es el mejor homenaje que le puedo tributar a un escritor. Celebro su resonante poesía en la que hay montañas y valles, en la que hay humanidad y sobriedad, en la que hay tierra y memoria, en la que hay deslumbramiento y deseo, en la que la vida palpita, herida de muerte, pero continúa viva diciendo sus cosas.
“Es necesario esperar- vuelvo a citar a Johnson- aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción.”
Muchas gracias, Horacio, por tu obra, gracias por ese magnífico libro que ojalá pase de mano en mano hasta deshacerse entre muchas manos lectoras.