Las caras del horror por P. GOUREVITCH Y E. MORRIS
La soldado Sabrina Harman, de 26 años, se enroló en el Ejército de EE UU para pagarse la universidad. Conocida entre sus compañeros por no soportar la violencia, fue destinada con su unidad a la prisión de Abu Ghraib, junto a Bagdad. Y ahí pasaba el rato fotografiándose con el pulgar en alto junto a cadáveres de iraquíes. El espanto de esas imágenes sobrecoge todavía hoy, cinco años después de que Bush, en la cubierta de un portaaviones, sentenciara: “Misión cumplida”. Nos acercamos a las historias que hay detrás de estas y otras fotografías que simbolizan como pocas la sinrazón de la guerra.
La soldado con rango de especialista Sabrina Harman, de la 372ª Compañía de la Policía Militar –una unidad de reservistas del Ejército de Estados Unidos, de Cresaptown, Maryland–, llegó a Abu Ghraib el 1 de octubre de 2003 y escribió una carta a su esposa:
Kelly:
Son las nueve de la noche y se escuchan disparos. No está permitido tener luces encendidas por la noche ni abandonar el edificio después de que oscurezca. ¡Espero que no estemos aquí por mucho tiempo! Cuando llegamos estaban aterrizando dos helicópteros con prisioneros.
Me dan miedo los helicópteros por aquel sueño que tuve. Creo que ya te escribí contándotelo. Vi un helicóptero cuya cola parecía balancearse hacia delante y hacia atrás, y luego lo hizo otra vez y entonces se encendió una llama enorme y explotó. Me di la vuelta y nos estaban atacando, yo no llevaba arma (pistola), así que todo lo que podíamos hacer era escondernos debajo de unas mesas de ‘pic-nic’. Nos volvemos a la prisión… llegamos a nuestros pabellones y al bajarme del camión tengo enfrente una mesa de ‘pic-nic’. Casi me da algo. Tengo un mal presentimiento con este lugar. Quiero irme de aquí lo antes posible. Todavía esperamos poder estar en casa para Navidad o poco después.
Te quiero. Ahora voy a dormir un poco.
Te escribiré pronto.
¡Por favor, no me abandones!
Sabrina.
COMO MUCHOS JÓVENES reservistas, Harman había ingresado en el ejército para costearse la universidad. Nunca se había imaginado llegar a presenciar la guerra, e Irak le resultaba muchas veces irreal, “como un sueño”, decía. Pero estaba en Al Hilla, una ciudad chií próxima a las ruinas de la antigua Babilonia, a unos 100 kilómetros al sur de Bagdad, en donde se hallaba emplazada la 372ª Compañía de la Policía Militar desde que sus miembros comenzaron a llegar a Irak, en mayo. Fueron enviados a través de Kuwait poco después de que George W. Bush, de pie debajo de una pancarta en la que se leía “Misión cumplida”, declarara en mayo de 2003 que “las operaciones más importantes en Irak han llegado a su fin”. Y en Al Hilla, en aquel primer verano de la guerra, realmente habían acabado. Los policías militares se sentían a salvo en las calles; hacían amigos entre los iraquíes, jugaban con los niños, compraban en los mercados, compartían comidas en las terrazas. Su misión consistía en proporcionar apoyo en combate a la Primera Fuerza Expedicionaria de la Infantería de Marina, que controlaba la ciudad, y en entrenar a los policías locales para el servicio bajo un nuevo Gobierno nacional. Consideraban su presencia como algo temporal, y confiaban en que hacia el final del verano Estados Unidos transferiría el país a una autoridad elegida democráticamente por los iraquíes y se retiraría.
HARMAN PERCIBÍA LA TAREA como una misión de paz, no como un destino de combate, y no se quejaba. En su unidad tenía fama de ser alguien que odiaba ver o ejercer violencia. “Sabrina literalmente no mataría a una mosca”, aseguraba el jefe de su equipo, el sargento Hydrue Joyner. “Si hay una mosca en el suelo y vas a pisarla, ella te lo impide”.
Harman decía que ella quería ser policía, como su padre y su hermano, y que su idea era convertirse en fotógrafa forense. La fotografía siempre le había fascinado. Había reunido un álbum con las instantáneas que habían hecho de ella: una niña con pañales y gorra de punto azul sentada junto a un teléfono amarillo, con la boca abierta de par en par y encantada de la vida; una niña pequeña con el flequillo perfectamente peinado y cortado, arrodillada, y con un vestidito primoroso de volantes, medias y guantes blancos, sobre una moqueta verde, y con un decorado de estudio con exuberantes cerezos en flor; una niña montada en un poni; una adolescente con la cabeza rapada a lo chico, vaqueros, botas y una camiseta de franela grande bajo una chaqueta de motero muy suelta. Era un álbum normal y corriente excepto por una cosa: el modo directo de ponerse ante la cámara, mirando con franqueza a la lente como si fuera ella la que estaba sacando la fotografía.
Le gustaba mirar. Puede que la violencia le echara para atrás, pero se sentía atraída por sus secuelas. Cuando otros preferían apartar la mirada, ella quería observar más de cerca. Las heridas y los cadáveres le fascinaban. “No te dejaría pisar una hormiga, pero si el insecto moría, ella quería saber cómo había muerto”, contaba un sargento. Hacer fotografías le fascinaba. “Incluso cuando hieren a alguien, lo primero que se me pasa por la cabeza es hacer una foto de la herida”, explicaba Harman. “Por supuesto que lo primero que haría sería ayudar, pero mi primera reacción es hacer una foto”. En julio escribe a su padre: “¡El 23 de junio vi por primera vez un cadáver, le hice fotografías! El otro día escuché por primera vez cómo explotaba una granada. ¡Muy divertido!”. Más tarde hizo una visita a una morgue de Al Hilla y sacó varias fotos: cuerpos momificados, desintegrados y putrefactos; primeros planos extremos de sus rostros, de sus manos inertes, de la carne desgarrada y los huesos saliéndose por las heridas; un pecho perforado, un pie cercenado. Harman también se hizo una foto en la morgue, inclinada sobre uno de los cadáveres ennegrecidos, con sus mejillas arreboladas por el sol a escasos centímetros de las cuencas de los ojos encostradas. Está sonriendo, con el puño en alto y el pulgar hacia arriba, como solía hacer siempre que una cámara se le ponía delante.
“Creo que lo del pulgar hacia arriba se me pegó de los niños de Al Hilla”, contaba Harman. “Cuando me hacen una foto, nunca sé qué hacer con las manos, y el gesto del pulgar es algo que probablemente hago automáticamente, como el sonreír para la cámara cuando te están haciendo una foto”. Hay al menos 20 fotografías de Al Hilla en las que ella aparece con esa misma pose, la misma sonrisa, el mismo pulgar hacia arriba.
GRAN PARTE DEL ÁLBUM de fotos de Al Hilla parece un folleto turístico imaginario del Irak posterior a Sadam: en una la vemos con la piel radiante, sonriendo abiertamente en medio de un enjambre de risueños chavales iraquíes: niños en el regazo, tirándose a sus brazos, rodeándola en las calles; en otra la vemos entrando en casas de la localidad con hombres bigotudos ataviados con dishdashas que le dan la bienvenida con unas tazas de té diminutas. Harman compraba a sus amigos iraquíes ropa, comida y juguetes. A una familia le regaló una nevera y procuraba que estuviera bien provista. El sargento Joyner contaba que “no se podía ir a ninguna parte sin que los niños iraquíes gritaran ‘Sabrina, Sabrina’. Habría hecho cualquier cosa con tal de ver a los niños sonreír”.
Con todo, la bienvenida a Al Hilla fue precaria. Los estadounidenses no trajeron un nuevo orden como habían prometido. La guerra no había terminado, Irak no tenía Gobierno, los liberadores habían pasado a ser ocupantes, y la ocupación se había llevado a cabo de forma chapucera, improvisada y poco eficiente. En el mejor de los casos resultaba decepcionante, pero se la consideraba más bien una afrenta. Así pues, en aquel calor febril, con un mes tras otro de temperaturas entre 40 y 50 grados, la alienación acabó apoderándose de todos. La frustración dio paso a la hostilidad; la hostilidad, a la violencia, y hacia finales de verano, la violencia contra los estadounidenses era cada vez más organizada. Resultaba desmoralizador. Cualquier iraquí podía ser el enemigo. ¿Qué sentido tenía estar ahí si no les querían? Ningún miembro de la 372ª compañía fue asesinado en Al Hilla, pero en las rondas de las patrullas se producían tiroteos, de noche se oían explosiones, y Sabrina tuvo esa pesadilla. Al menos las mesas de pic-nic le parecían una extravagancia, el caprichoso mobiliario de los paisajes oníricos, hasta que llegó a Abu Ghraib. Y allí estaban.
Cuando la 372ª Compañía de la Policía Militar llegó a Abu Ghraib, contaban que era la base estadounidense más atacada en Irak. La prisión era un blanco fácil para los insurgentes: inmensa, inmóvil y mal defendida, un puesto avanzado de la ocupación militar en su aspecto más despreciable; en ella había iraquíes cautivos. Al principio, los ataques se producían al caer la noche, más o menos en el momento en que la llamada a la oración de los almuecines se difundía a través de los altavoces desde la cima de los minaretes cercanos. “Cuando la mezquita tocaba, era hora de los morteros”, recuerda Sabrina Harman. “En Al Hillah era relajante y tranquilizador, y cuando llegabas a Abu era completamente distinto. Cuando estaban rezando, sabías que iban a atacar”.
CON EL TIEMPO, LOS ATAQUES dejaron de seguir un horario tan estricto. Los morteros empezaron a caer durante el día. Los soldados tenían que seguir una rutina cuando se producía un ataque: coger el equipo de protección corporal, correr, apiñarse bajo un refugio y esperar. Al cabo de un tiempo, casi nadie se molestaba en hacerlo. La mayoría de las veces, los morteros caían en suelo vacío: nadie salía herido, no había daños.
Los policías militares de la 372ª daban por hecho que se les enviaba a Abu Ghraib porque era peligroso. Eran policías militares expertos en combate entrenados para apoyar las operaciones de las fuerzas de primera línea, para llevar a cabo reconocimientos de rutas, escoltar convoyes, patrullar, hacer redadas. Iban muy armados y se desplazaban con una flota de vehículos pesados. “Pensábamos que íbamos a darle una patada a algún que otro trasero por la prisión y a echarles una mano”, recordaba el sargento Davis. “Pero no fue eso lo que ocurrió. Una vez que llegamos allí, dijeron a nuestros hombres que no, que íbamos a ser carceleros”.
LA NUEVA MISIÓN –dirigir uno de los superpoblados campamentos de carpas y el complejo cubierto de la prisión– dejaba perpleja a la compañía. Las unidades de combate no dirigen prisiones. Esa área pertenece a otro grupo de policías militares conocido como cuadro de internamiento y reasentamiento, que se entrenan siguiendo la exhaustiva doctrina del Ejército sobre el trato de todo tipo de prisioneros de guerra y personas desplazadas. Los policías militares de la 372ª compañía no tenían esa experiencia especializada. Un par de ellos habían trabajado en correccionales en su país, pero esa experiencia no les enseñaba nada sobre la Convención de Ginebra y el resto no tenía ni la más remota idea de lo que era el trabajo en una prisión.
Aunque no lo sabían en aquel entonces, la falta de experiencia y de entrenamiento a la hora de tratar a los prisioneros en tiempos de guerra hacía que los soldados de la 372ª fuesen especialmente aptos para Abu Ghraib, donde casi nada se dirigía de acuerdo con la doctrina militar. Desde mayo de 2003, la guerra de EE UU en Irak se había llevado como un capítulo de la guerra contra el terrorismo, y las antiguas normas militares sobre la dirección de las prisiones en tiempos de guerra se habían dejado básicamente a un lado. Hacia la mitad del verano, la inmensa mayoría de los prisioneros de guerra que habían sido capturados durante la invasión habían sido puestos en libertad. A los que permanecían en cautiverio –y a los nuevos prisioneros atrapados por los militares– se les designaba como “presos de seguridad”, una etiqueta que se había puesto de moda en la guerra contra el terrorismo para describir a los “combatientes ilegales” y a otros prisioneros a quienes se les había negado la condición de prisioneros de guerra y que podían ser retenidos de forma indefinida, en aislamiento y en secreto sin posibilidad de recurrir a juicio. Los presos de seguridad eran colocados bajo la autoridad de los oficiales militares de inteligencia, que ordenaban a los policías militares cómo debían tratarlos.
Más adelante, cuando se dieron a conocer las fotografías de los crímenes cometidos contra los prisioneros iraquíes en Abu Ghraib, la culpa se achacó principalmente a los oficiales de la policía militar a quienes se les había asignado vigilar las celdas de inteligencia militar de la zona edificada. Los reservistas de baja graduación que sacaron fotos y salían en las infames fotografías fueron blanco de oprobio y castigo; en los informes del Gobierno, en la prensa y en los consejos de guerra se les retrataba como unos delincuentes depravados. Pero los malos tratos a los prisioneros en Abu Ghraib era la política de facto de EE UU. La autorización de la tortura y la despenalización del tratamiento cruel, inhumano y degradante de los prisioneros en tiempos de guerra ha sido uno de los legados característicos del Gobierno actual; y las normas para los interrogatorios que dieron lugar a los abusos documentados en el bloque de la inteligencia militar en el otoño de 2003 eran la expresión directa de la hostilidad hacia el derecho internacional y la doctrina militar que reinaba en la Casa Blanca, en la oficina del vicepresidente y en las altas esferas de los departamentos de Justicia y Defensa.
LAS NORMAS EN ABU GHRAIB, promulgadas por el teniente general Ricardo Sánchez, el comandante de las fuerzas terrestres en Irak, constituían una ampliación de las normas para los interrogatorios seguidas en la bahía de Guantánamo, que habían sido emitidas por el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y concebidas para conceder más licencias que restricciones a los interrogadores que pretendían quebrar la voluntad de los prisioneros. Los policías militares en Abu Ghraib fueron reclutados como ejecutores de prácticas como la privación del sueño, la humillación sexual, la desorientación sensorial y la imposición de dolor físico y psicológico. Nunca recibieron un conjunto de instrucciones normales sobre lo que se exigía de ellos o sobre lo que estaba permitido, sino que se les ordenaba reiteradamente que siguieran los consejos de los oficiales de la Inteligencia Militar. Un procedimiento habitual ortodoxo no deja nada para la imaginación, y cuando Megan Ambuhl se afianzó en su trabajo se le ocurrió pensar que la ausencia de un código a seguir era en realidad el código en Abu Ghraib. “No podían decir que habíamos roto las normas porque no había normas”, explicaba. Y cuando sacaron las fotos de los prisioneros en el bloque de la Inteligencia Militar, los policías militares demostraron dos cosas: que ellos nunca llegaron a aceptar del todo que lo que estaba pasando era normal y que daban por hecho que no tenían nada que ocultar.
A MODO DE ORIENTACIÓN, a los soldados de la 372ª compañía que se les había asignado vigilar la parte edificada del recinto se les daba una vuelta por el lugar. Veían las celdas corrientes en los bloques destinados a los criminales iraquíes y el altamente restringido bloque de la Inteligencia Militar, donde se retenía en celdas individuales a los presos de seguridad de más “alto valor” mientras aguardaban el interrogatorio y durante el mismo.
Una delegación del Comité Internacional de la Cruz Roja visitó el bloque de la Inteligencia Militar en la parte edificada entre el 9 y el 12 de octubre de 2003. La Convención de Ginebra estipula que a los delegados del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) se les dé acceso ilimitado a las prisiones militares para supervisar las condiciones y entrevistar a los prisioneros en privado. Sin embargo, informaron que en Abu Ghraib su misión “tropezó con muchos obstáculos, aparentemente a instancias de la Inteligencia Militar”, y que lo que les permitieron ver y oír no les gustó: hombres desnudos en celdas vacías y sin luz, a los que se hacía desfilar en cueros por los pasillos, amenazados verbal y físicamente, y cosas por el estilo. La Cruz Roja no se tranquilizó cuando los oficiales de la Inteligencia Militar explicaron que estos abusos formaban parte del proceso de interrogatorio, y los delegados se sintieron indignados cuando les dijeron que no se les permitiría ver a algunos prisioneros. Interrumpieron su visita y volvieron dos semanas después para completar su inspección. Basándose en sus dos visitas, la Cruz Roja Internacional informó que la operación de la Inteligencia Militar en Abu Ghraib estaba plagada de flagrantes y sistemáticas violaciones de la Convención de Ginebra, abusos físicos que dejaban a los prisioneros sacudidos por traumas psicológicos: “Forma de hablar incoherente, reacciones de ansiedad aguda… pensamientos suicidas”.
De vez en cuando, los interrogadores decían a los policías militares que recompensasen a un prisionero –que le dieran una comida mejor o un paquete de cigarrillos– como incentivo para que se mostrara cooperativo durante el interrogatorio. Pero lo que los interrogadores querían sobre todo cuando se les pedía un “tratamiento especial” era un castigo; quitarle el colchón, mantenerle despierto, despojarle de la ropa o someterle a un régimen de “entrenamiento físico” que podía ir desde obligarle a saltar en cuclillas o a arrastrarse a gatas desnudo por el hormigón hasta soportar bofetadas y golpes con la cabeza tapada por una capucha y obligarle a permanecer de pie toda la noche sobre una caja de cartón.
Sabrina Harman hacía de relevo en el turno de noche de la zona edificada, y acudía donde se necesitaba ayuda. “Recuerdo el primer día que trabajé en el nivel 1A y 1B”, contaba. “Lo primero que me llamó la atención fue un tío: llevaba los calzoncillos en la cabeza y estaba esposado de espaldas a una ventana, y básicamente estaban haciéndole preguntas. Y luego había otro tipo que estaba vestido del todo en otra celda, y también le estaban interrogando, o supongo que ya le habían interrogado. Ésa fue la primera vez que empecé a sacar fotos”.
EL PRISIONERO CON LA ROPA interior en la cabeza era al que la policía militar llamaba Taxista. Estaba desnudo, y la postura en la que estaba –las manos atadas a la espalda y por encima de los hombros, obligándole a doblarse hacia delante con la cabeza gacha y el peso suspendido de las muñecas– se denomina “horca palestina”, porque supuestamente era la postura que se empleaba en las prisiones israelíes. Más tarde, esa misma noche, el Taxista fue trasladado a una cama y Harman le hizo otra foto allí. Después vio a otro prisionero que estaba tumbado en la cama completamente vestido, y también le fotografió.
Que Harman supiera en aquel momento, nadie más había hecho fotos en el nivel 1A, aunque más tarde vio una sacada unos días antes que mostraba a un hombre desnudo en el pasillo, esposado a los barrotes de la puerta de una celda. No le sorprendió. Para cuando Harman terminaba su primera noche, tres policías militares habían sacado al menos 25 fotos, y en los meses siguientes los policías militares del turno de noche sacaron cientos de fotografías más en el bloque de la Inteligencia Militar.
Durante su segundo turno de noche en el lugar, Harman escribió:
20 de octubre de 2003, 22.40
Kelly:
Vale, ya no me gusta. Al principio resultaba divertido, pero esta gente está yendo demasiado lejos. Anoche terminé tu carta porque era la hora de despertar a los prisioneros de la Inteligencia Militar y “meterse con ellos”, pero se pasaron, y ni siquiera yo puedo aguantar lo que está sucediendo. No puedo quitármelo de la cabeza. Bajo las escaleras después de tocar el silbato y golpear las celdas con la porra, cuando descubro al Taxista esposado de espaldas a su ventana desnudo y con los calzoncillos tapándole la cabeza y la cara. Parecía Jesucristo. Al principio me hizo gracia, así que seguí y cogí la cámara y le saqué una foto.
Uno de los chicos me cogió la porra y empezó a “darle” con ella en la polla. Otra vez pensé, bueno, es divertido, pero entonces se me ocurrió que es una forma de abuso. No se puede hacer eso. Saqué algunas fotos más para “dejar constancia” de lo que está sucediendo. Empezaron a hablar a este hombre y al principio lo único que decía era: “No soy más que un taxista, no he hecho nada”. Afirma que nunca quiso hacer daño a los soldados de EE UU, que cogió a la gente equivocada. Después dejó de hablar. Apagaron las luces y cerraron la puerta de golpe y le dejaron allí mientras iban a la celda número 4. Este hombre había estado tan jodido que cuando le agarraron el pie a través de los barrotes de la celda empezó a gritar y a llorar. Tras rezar a Alá, gime un ¡ay! constante y breve cada dos por tres durante el resto de la noche. No sé qué le han hecho a este tío. El primero se quedó esposado, puede que durante una hora y media o dos horas hasta que empezó a llamar a Alá a gritos. Así que volvieron a entrar y le esposaron a la litera de arriba por ambos lados de la cama mientras él estaba de pie a un lado. Estuvo así un poco más de una hora, cuando empezó otra vez a llamar a Alá a gritos. No hay mucha gente que sepa que esto está sucediendo. La única razón por la que quiero estar aquí es para hacer fotos y demostrar que EE UU no es lo que ellos piensan. Pero no sé si podré aguantarlo mentalmente. Qué pasaría si estuviera yo en su lugar. Esta gente serán nuestros futuros terroristas. Kelly, es horrible y sabes lo jodida que estoy de la cabeza. Ambas partes de mí creen que está mal. Pensé que podía soportar cualquier cosa. Me equivocaba.
Sabrina.
HARMAN CUENTA que se imaginaba a sí misma elaborando un testimonio para “demostrar que EE UU no es lo que creen”, como le escribió a Kelly. La idea era abstracta, y sólo tenía una vaga noción de cómo hacerlo o de cuáles serían las consecuencias. Explica que su intención era entregar las fotografías a la prensa después de volver a casa y abandonar el ejército. Pero que no pretendía ser una chivata en funciones; más bien deseaba librarse del peso de la complicidad en una conducta que consideraba inapropiada, sin atribuir culpas o crear problemas a nadie en particular.
“Intentaba sacar a la luz lo que se estaba permitiendo hacer, lo que el ejército estaba permitiendo que le sucediese a otra gente”, explica Harman. En otras palabras, quería sacar a la luz una política, y al asumir el papel de documentalista había encontrado la manera de sobrellevar el tiempo que pasó en Abu Ghraib sin tener que considerarse un instrumento de esa política. Como mujer, no se esperaba de ella que forcejease con los prisioneros para ponerles en posturas tensas o someterles de alguna otra manera, sino más bien amplificar su sensación de impotencia con su sola presencia. Estaba allí como instrumento de humillación.
Una noche de la primera semana de noviembre de 2003, un agente de la División de Investigación Criminal del Ejército –un organismo que a veces era descrita como el FBI del Ejército– vino al bloque de la Inteligencia Militar para interrogar a un nuevo prisionero, un iraquí sospechoso de estar implicado en las muertes de soldados estadounidenses. La historia, tal y como la entendían los policías militares, era que el prisionero seguía dando un nombre falso e insistiendo en que él no era la persona que el agente decía que era. Le habían puesto el apodo de Gilligan y le sometieron al tratamiento de rigor: los gritos, la falta de sueño. Graner, que se ocupó de hostigar a Gilligan, le dio una caja de cartón y se le ordenó que la llevara consigo o que se pusiera de pie sobre ella durante largos periodos de tiempo. Gilligan llevaba una capucha sobre la cabeza y lo normal es que también hubiese estado desnudo, pero, debido al frío, Graner hizo un agujero en la manta de un prisionero y le envolvió con ella como si fuera un poncho. El sargento de personal Chip Frederick dijo más tarde a los investigadores del ejército que cuando le preguntó al oficial de la División de Investigación Criminal –a quien identificó como agente Romero– sobre Gilligan, éste le contestó: “Me importa un carajo lo que les hagas, pero no te los cargues”.
Frederick decía que se tomó las palabras de Romero “como una orden, pero no como una orden concreta”, y explicaba: “Para mí, el agente Romero era como una encarnación de la autoridad, y cuando decía que quería poner al detenido en tensión, yo quería asegurarme de que así fuera”. Frederick se encontró a Gilligan donde Graner lo había dejado, subido a su caja en las duchas del nivel 1. Se dio cuenta de que detrás de Gilligan había unos cables eléctricos sueltos colgando del techo. “Los cogí y los puse en contacto para asegurarme de que no llevaban corriente”, cuenta. “Cuando lo hice y vi que no pasaba nada, hice una lazada con el cable, se la puse en su dedo índice, creo, y lo dejé allí”. Frederick recuerda que a renglón seguido alguien ató un cable a la otra mano de Gilligan, y Harman dijo: “Le dije que no se cayera, que si lo hacía se electrocutaría”.
HARMAN HABÍA ESTADO OCUPADA durante gran parte de la noche manteniendo despierto al prisionero al que llamaban Claw (el garra) y atendiendo a otro que llamaban Shitboy (chico de mierda), un pirado del nivel 1B que tenía por costumbre untarse con sus heces y lanzarlas a los guardas que pasaban. Se unió al resto en las duchas y aunque Gilligan entendía inglés, no estaba segura de si se había creído su amenaza. Además, toda la pantomima de la electrocución no había durado más de 10 o 15 minutos, el tiempo suficiente para una sesión de fotos. “Yo sabía que no iba a electrocutarse”, contaba ella, “así que realmente no me importaba, me refiero a que no eran más que palabras. Realmente no había acción alguna. Habría sido más mezquino si hubiese habido electricidad en esos cables y pudiera electrocutarse de verdad. Nunca se le hizo ningún daño físico”.
Una vez que ataron los cables a Gilligan, Frederick se apartó y le dijo a Gilligan que mantuviera alzados los brazos a los lados, como si fueran alas, e hizo una foto. Después tomó otra foto idéntica a la anterior: el hombre con la capucha, con la manta a modo de poncho, descalzo sobre su caja, con los brazos extendidos y los cables colgando de sus dedos. Clic, clic, dos segundos, y tres minutos más tarde, Harman sacó una foto similar, pero un poco más alejada, por lo que Frederick aparece en primer plano al borde del marco, estudiando en la pantalla de su cámara la fotografía que acababa de tomar.
AQUELLA TARDE, cuando el policía militar del turno de noche se presentaba para el servicio, el comandante de su pelotón les había convocado a una reunión. “Dijo que uno de los prisioneros había muerto en la ducha, y que había muerto de un ataque al corazón”, cuenta Harman. Habían dejado el cuerpo en la ducha en el nivel 1B envuelto en hielo y, poco después de la sesión con Gilligan, alguien se fijó en que el agua se salía por debajo de la puerta de la ducha.
Cuando Harman entró en la ducha, sacó una foto de un saco de goma de color negro de los que se utilizan para los cadáveres y que estaba junto a la pared del otro lado. A continuación, ella y Graner, con las manos enfundadas en unos guantes de cirujano de látex de color turquesa, abrieron la cremallera. “Sólo le echamos un vistazo y sacamos fotos de él; nos dimos cuenta enseguida de que era imposible que hubiera muerto de un ataque al corazón por todos los cortes y la sangre que le brotaba de la nariz”, explica, y remacha: “No piensas que tu comandante vaya a mentirte. Desde luego, eso me hizo perder la confianza. Bueno, pues a partir de ahora ya no puedes confiar en tu comandante”.
Unas bolsas translúcidas de plástico llenas de hielo cubrían al prisionero muerto desde el cuello hasta los pies, pero su cara golpeada y vendada estaba al descubierto, boquiabierto, como a punto de hablar. Harman le sacó fotos desde distintos ángulos, mientras Charles Graner pasaba la fregona por el suelo. Cuando terminó, sacó una foto de Harman ante el cadáver, inclinándose para salir dentro del marco con su sonrisa y con los pulgares hacia arriba. Después de unos siete minutos en la ducha, subió la cremallera de la bolsa para cerrarla y se fueron.
“SUPONGO QUE NO ESTÁBAMOS pensando ‘Oye, este tío tiene familia’, ni ‘A este tío lo acaban de asesinar”, cuenta Harman. “Era más bien: ‘Mira, está muerto. Estaría guay hacerse una foto al lado de un muerto’. Sé que tiene muy mala pinta. Quiero decir que incluso cuando las veo, pienso: ‘Dios, eso tiene muy mala pinta’. Pero cuando nos encontrábamos en medio de esa situación, no tenía tan mala pinta como cuando salió en los medios, supongo que porque la gente tiene fotos de todo tipo de cosas. Por ejemplo, si un soldado ve a alguien muerto, lo normal es que le haga fotos”.
Harman podría haber estado más acertada diciendo que no es normal hacer ese tipo de fotos. Los soldados siempre han intercambiado historietas descabelladas de guerra, y la respuesta tan poco crítica de otros soldados en Abu Ghraib a las fotografías del turno de noche del bloque de Inteligencia Militar da a entender que las consideraban parte de esta tradición de camaradería.
Puede que las fotos de Harman y Graner con el cadáver las hubieran hecho como una broma, pero no se corresponden en absoluto con la afirmación de Harman de que tenían un objetivo documental más amplio. Sus retratos macabros e íntimos del muerto transmiten su sorpresa al descubrir los restos; y más adelante esa misma tarde, Harman volvió a la ducha con Frederick para examinar el cuerpo más de cerca. Esa vez miró por debajo de las bolsas de hielo y le retiró los vendajes, y no salió en ninguna de las fotos.
A LA MAÑANA SIGUIENTE, después de casi 30 horas en la ducha, se llevaron el cadáver de allí disfrazado de prisionero enfermo: envuelto en una manta, con el gota a gota puesto y sacado en una cama de hospital con ruedas. Los investigadores del Ejército tardaron poco en identificar al muerto como un presunto miembro de la insurgencia llamado Manadel al Jamadi. Se creía que había proporcionado explosivos para los bombardeos que habían hecho saltar por los aires la sede de la Cruz Roja en Bagdad, y había muerto mientras estaba siendo interrogado por un agente de la CIA. En el transcurso de la semana que siguió a su muerte, una autopsia concluyó que Jamadi había sucumbido a “heridas provocadas por fuerza bruta” y “dificultades al respirar”, y su muerte quedó clasificada como homicidio.
Al agente de la CIA que interrogó a Jamadi nunca se le ha acusado de crimen alguno. Pero a Sabrina Harman, sí. Como consecuencia de las fotos que hizo en Abu Ghraib y en las que aparecía ella, un consejo de guerra la acusó, en mayo de 2005, de conspiración para maltratar a prisioneros, negligencia en el cumplimiento del deber y abusos, y la condenaron a seis meses de cárcel, una reducción del rango y una baja por mal comportamiento. Megan Ambuhl, Javal Davis, Chip Frederick, Charles Graner y Jeremy Sivits estaban entre el puñado de soldados que, en relación con las fotografías, también fueron condenados a castigos que iban desde la reducción del rango y una pérdida del sueldo hasta diez años de cárcel. La única persona con rango superior a sargento que compareció ante un consejo de guerra quedó absuelta de cualquier delito. A nadie que no haya sido fotografiado se le ha acusado de abusos en esa cárcel. En un principio, las acusaciones a Harman incluían varios cargos relativos a sus fotografías de Jamadi, pero éstos nunca se llevaron a juicio. Las fotos constituían la primera prueba pública de que ese hombre había sido asesinado durante un interrogatorio en Abu Ghraib, y Harman aseguraba: “Intentaron acusarme de destrucción de la propiedad gubernamental, algo que no entiendo, así como de malos tratos por hacerle una foto a un tío muerto. Pero está muerto. No entiendo cómo eso pueden ser malos tratos. Y también de alterar las pruebas por quitarle una venda de los ojos para sacarle una foto y luego volver a ponerla en su sitio. Así que en realidad eso no es alterar las pruebas. Eso ya lo habían hecho ellos por mí. Pero para que los cargos se sostuvieran iban a tener que presentar las fotos, algo que no querían hacer porque, obviamente, habían encubierto un asesinato y eso sólo les daría mala imagen. Así que retiraron todos los cargos relativos al tío de la ducha”.
En cuanto a Gilligan, el Departamento de Investigación Criminal determinó que, después de todo, no era la persona que habían sospechado que era durante su tormento. Se quedó en el nivel 1A y en poco tiempo se convirtió en uno de los prisioneros favoritos de la policía militar. A Gilligan le otorgaron un estatus privilegiado como trabajador de su bloque y le dejaban salir de su celda de forma habitual para que ayudara a limpiar.
DADAS LAS CIRCUNSTANCIAS, Harman quedó desconcertada por el hecho de que la figura de Gilligan –encapuchado, con una capa y atado por unos cables sobre una caja– terminara convirtiéndose en el icono de Abu Ghraib, y probablemente el emblema más reconocido de la guerra contra el terrorismo después del atentado contra las Torres Gemelas. La imagen se había extendido por todo el mundo. Harman incluso se hizo un tatuaje de Gilligan en un brazo, pero eso lo consideraba un recuerdo privado. Lo que no le cabía en la cabeza era la fascinación de la opinión pública por la fotografía de Gilligan, así como por todas las imágenes de Abu Ghraib. “Hay muchas fotos peores por ahí. Me refiero a que en realidad no le pasó nada malo”, explica. “Creo que pensaron que lo estaban torturando, pero no era así”.
Harman tenía razón: había fotos peores que las de Gilligan. Pero dejando a un lado el hecho de que las fotografías de la muerte y la desnudez, por muy atractivas que sean para su publicación, no dan mucho juego en la prensa, el poder de una imagen no reside necesariamente en lo que describe. La fotografía de un cadáver destrozado o la de un hombre desnudo atado y atormentado puede chocar e indignar, puede desatar protestas y fomentar una investigación, pero no deja mucho margen para la imaginación. Puede que esté llena de información práctica, pero está vacía de cualquier tipo de significado más amplio. Esas fotos resultan repelentes, en gran parte porque son de un parecido terrible y reduccionista. Salvo desde el punto de vista de un forense, son inequívocas y poseen la cualidad de pornográficas. Son lo que muestran y nada más. No transmiten ninguna visión y, sacadas de contexto, ofrecen muy poco sobre lo que reflexionar. Carecen de valor simbólico.
EL SÍMBOLO DOMINANTE de la civilización occidental es la figura de un hombre casi desnudo, torturado hasta la muerte; o más simple que todo eso, el instrumento de tortura en sí, la cruz. Pero nuestras imágenes de la salvaje muerte de Jesús son el producto de la imaginación y la idealización religiosas. En realidad, debía de ser algo espantoso de ver. Si hubiera habido cámaras durante el Calvario, ¿se habrían visto tentados veinte siglos de creyentes a colgar fotografías de esa escena en los retablos y en sus casas?
La fascinación de la imagen de Gilligan reside, en gran medida, en su misterio y en su carácter inescrutable. El cuerpo rígido y amortajado de pies a cabeza, los cables, la pose, y el capuchón con pico que conlleva tantas asociaciones vagas y macabras. Está claro que la pose es artificial y exagerada, una invención deliberada que parece formar parte de algún oscuro ritual, una escena de martirio. La imagen nos deja petrificados porque se parece a la verdad, pero al mirarla sólo podemos imaginarnos lo que es la verdad: ¿tortura, ejecución, una escena preparada para la cámara? Así que nos aferramos a la figura de Gilligan como símbolo que representa todo aquello que sabemos que está mal en Abu Ghraib y que no podemos –o no queremos– entender cómo ha podido pasar.
Texto adaptado por ‘El País Semanal’ a partir del libro de Philip Gourevitch y Errol Morris ‘La balada de Abu Ghraib’, que Debate publica en España en otoño.