sábado, 17 de mayo de 2008

Ser narrador en Colombia

Por Piedad Bonnet
Mario Vargas Llosa escribió que los escritores somos como gallinazos: nos alimentamos de la carroña. Por desgracia, carroña es lo que sobra en Colombia. Y no es una figura metafórica. Hace ya décadas que vivimos en un clima de violencia enloquecida, donde proliferan los secuestros, las desapariciones, los desplazamientos masivos y las masacres, muchas de ellas cometidas con la mayor sevicia.
En medio de esa circunstancia atroz ejercemos nuestro oficio los escritores colombianos, preguntándonos cómo enfrentar tales realidades. Eludir el tema de la violencia es una decisión totalmente legítima pero no siempre sencilla. Flaubert escribió a Turguénev: "Siempre he tratado de vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza con minarla". Pero Brecht dijo: "Cuando estás de mierda hasta el cuello, lo único que te queda es cantar". Y sí, Colombia canta, hasta el punto de haber convertido ya en lugar común la idea de que sus reservas espirituales se manifiestan por la vía del arte. Sin embargo, el panorama cultural en gran parte del país es desolador. Y la gente asiste masivamente a oír poesía pero los libros de poesía no se venden; las funciones del festival se abarrotan de público, pero el teatro nacional sobrevive de milagro. Se publica bastante, pero no se lee casi nada; y en la gran mayoría de los hogares colombianos no existen libros.
El panorama de la creación literaria no es, sin embargo, desalentador. Hay abundancia, diversidad y -como es natural- buena y mala literatura. La crítica literaria se ha incrementado un tanto, animada por las revistas culturales, pero sigue dejando mucho que desear, entre otras cosas porque las páginas culturales de los grandes periódicos privilegian la farándula, muy en la onda comercial que hoy impera.
La violencia sigue siendo una temática fundamental. La poesía trazó unos caminos muy interesantes en su abordaje, de una manera sutil y con grandes logros, con maestros como Juan Manuel Roca y José Manuel Arango. En la narrativa la cuestión es más compleja. Una investigadora de Columbia University, Camila Segura, ha mostrado cómo algunos autores contemporáneos de la novela de la violencia, en su afán de hacer inteligible el fenómeno y llevados por un deseo de interpretación moral, han optado por el lenguaje del melodrama, el cual, dentro de una tradición muy latinoamericana -que incluye la telenovela- cumple, según Monsiváis, con "la función muy útil y no menospreciable de permitir la asimilación de un paisaje trágico". El problema es que este tipo de novela -Satanás, de Mario Mendoza, es un buen ejemplo, pero hay muchas más y muy conocidas- cae en estereotipos, maniqueísmos, "simpleza argumentativa" y aburridas moralejas. En el otro extremo estaría el Vallejo de La virgen de los sicarios -a mi manera de ver también un moralista-, quien con mucha garra apela a la ironía, al cinismo y a la diatriba para renegar de la patria (palabra, por demás, sometida últimamente por los gobernantes de la región al más repugnante manoseo) y develar la podredumbre.
Otro fenómeno curioso es el remozamiento de la novela de tema histórico, que constituye una de las vertientes más ricas de la producción actual. Al menos una docena de escritores destacados ha incursionado en el género en los últimos años, abarcando los más distintos registros: William Ospina, Andrés Hoyos, Evelio José Rosero, Enrique Serrano, Juan Gabriel Vásquez son algunos de ellos. Este florecimiento de un género tan interesante como problemático (nada más aburrido que una novela histórica mediocre) creo que obedece, entre otras cosas, a un interés por interpretar los problemas del país, pero eludiendo el inmediatismo.
En la relación ya vieja entre literatura y periodismo se están dando fenómenos muy particulares, que no son, hasta donde entiendo, propios sólo del país. Por una parte, escritores de prestigio y acusado poder crítico, como Óscar Collazos, Héctor Abad y William Ospina, entre otros, tienen la oportunidad de ejercer cabalmente como intelectuales desde columnas de opinión que permiten ahondar en la reflexión sobre la crisis de una manera novedosa. Por otro, un número significativo de periodistas se ha lanzado a escribir novela, algunos con bastante éxito editorial. La buena acogida de sus libros obedece, en ocasiones, a la calidad de la escritura -es el caso del último libro de Abad-, pero en muchos casos -la mayoría, diría yo- más al apoyo mediático o a razones comerciales que a otra cosa. El gran problema de estas novelas, cuando son malas, es que se escriben desde el mismo lugar que sus crónicas o sus reportajes: el lenguaje periodístico. Se privilegia ante todo la trama, y se persigue la fidelidad a la realidad, en total desentendimiento de las nuevas propuestas de la literatura mundial.
Algo similar ocurre con la relación entre literatura y cine. Muchos jóvenes escritores se formaron como guionistas, y como tal proceden a la hora de escribir sus novelas. El escritor Nahum Montt decía en un reportaje reciente que había escrito su novela Lara tratando de que "sus personajes no reflexionen mucho" y en ella haya mucha acción, "como en el cine". Aunque su afirmación parece dirigida contra la exacerbación de la interioridad, sin querer pone el dedo en la llaga: a menudo se olvida que la literatura es lenguaje, y que la "acción" en la novela de hoy no es, ni mucho menos, definitiva.
Hay, por supuesto, mucha tela que cortar. No he hablado de un supuesto realismo sucio, de la llamada novela urbana, de los caminos experimentales de algunos escritores, y de ese gran incomprendido que es el cuento. Remataría, tan sólo, con una afirmación que espero no se interprete como cinismo: un escritor en Colombia puede morirse de cualquier cosa -incluso de una bala perdida- pero jamás de aburrimiento.