"No era propiamente un gamín...no sé cuál sería mi posición social ante el mundo desde un punto de vista sociológico. Yo tenía todo, pero no tenía nada. No tenía padre, pero era el hijo de un hombre notable que terminó dominando el Senado de la República. Tenía casa, pero no tenía casa. Tenía familia sin tener familia. Para mí hubiera sido mejor ser un gamín de los comunes y corrientes, que no poseen nada y que, por esa misma circunstancia, tienen una definición ante la vida. Mi vida era la indefinición total, la indecisión, la ambigüedad".
Vano intento por cantar en español el mejor verso de Dylan: “The ghost of electricity howls in the bones of her face” (“El fantasma de la electricidad aúlla en los huesos de su rostro”), periodismo de escritorio, caspa narrativa, literatura para leer en los paraderos, radio pirata & portátil, discos rayados, consejos para llegar a La Nada, comentarios varios, digresiones en orden alfabético, abrazos, besos; el último que salga, que cierre la puerta y apague la luz.
jueves, 29 de mayo de 2008
lunes, 26 de mayo de 2008
sábado, 24 de mayo de 2008
Indiana Juanes y el país de la perdición
El cantante Juanes confía en que el conflicto colombiano llegará a su fin a través del diálogo y la participación de todos los ciudadanos en el hallazgo de una pronto solución. "En el último año y medio en Colombia se ha generado un movimiento muy grande. Creo que estamos más cerca de encontrar la posibilidad de que se dialogue y se encuentre una solución, que definitivamente no va a ser por las armas", dijo en una entrevista. El artista comentó además que su lucha por la paz no obedece a sus intereses como cantante, sino al de cualquier ciudadano común y corriente. "Lo que escribo en mis canciones es lo que pienso y lo que digo es lo que soy. No porque sea un artista tengo que hablar o no de cosas políticas, pero como colombiano tengo mi posición frente a diferentes temas, y a través de mi música -apuntó- la transmito".
martes, 20 de mayo de 2008
Los pintores inventaron el cine
Para Peter Greenaway fueron los maestros de la luz, los pintores barrocos, los que inventaron el cine, en concreto Velázquez, Rubens, Caravaggio y Rembrandt. "Rembrandt sería hoy en día un cineasta", ha aseverado el siempre combativo Greenaway, para quien el máximo error del cine es que "se ha basado siempre en el texto y no en las imágenes, algo que deja en clara desventaja a un arte de tan sólo 113 años, frente a los más de 8.000 años de la pintura europea".
lunes, 19 de mayo de 2008
Spielberg, poeta
Afirma Steven Spielberg que la nueva aventura de Indiana Jones es “el dulce y sabroso postre que les debía a todos aquellos a quienes les hice tragar las amargas hierbas de Munich”.
Un país llamado Irak
Las caras del horror por P. GOUREVITCH Y E. MORRIS
La soldado Sabrina Harman, de 26 años, se enroló en el Ejército de EE UU para pagarse la universidad. Conocida entre sus compañeros por no soportar la violencia, fue destinada con su unidad a la prisión de Abu Ghraib, junto a Bagdad. Y ahí pasaba el rato fotografiándose con el pulgar en alto junto a cadáveres de iraquíes. El espanto de esas imágenes sobrecoge todavía hoy, cinco años después de que Bush, en la cubierta de un portaaviones, sentenciara: “Misión cumplida”. Nos acercamos a las historias que hay detrás de estas y otras fotografías que simbolizan como pocas la sinrazón de la guerra.
La soldado con rango de especialista Sabrina Harman, de la 372ª Compañía de la Policía Militar –una unidad de reservistas del Ejército de Estados Unidos, de Cresaptown, Maryland–, llegó a Abu Ghraib el 1 de octubre de 2003 y escribió una carta a su esposa:
Kelly:
Son las nueve de la noche y se escuchan disparos. No está permitido tener luces encendidas por la noche ni abandonar el edificio después de que oscurezca. ¡Espero que no estemos aquí por mucho tiempo! Cuando llegamos estaban aterrizando dos helicópteros con prisioneros.
Me dan miedo los helicópteros por aquel sueño que tuve. Creo que ya te escribí contándotelo. Vi un helicóptero cuya cola parecía balancearse hacia delante y hacia atrás, y luego lo hizo otra vez y entonces se encendió una llama enorme y explotó. Me di la vuelta y nos estaban atacando, yo no llevaba arma (pistola), así que todo lo que podíamos hacer era escondernos debajo de unas mesas de ‘pic-nic’. Nos volvemos a la prisión… llegamos a nuestros pabellones y al bajarme del camión tengo enfrente una mesa de ‘pic-nic’. Casi me da algo. Tengo un mal presentimiento con este lugar. Quiero irme de aquí lo antes posible. Todavía esperamos poder estar en casa para Navidad o poco después.
Te quiero. Ahora voy a dormir un poco.
Te escribiré pronto.
¡Por favor, no me abandones!
Sabrina.
COMO MUCHOS JÓVENES reservistas, Harman había ingresado en el ejército para costearse la universidad. Nunca se había imaginado llegar a presenciar la guerra, e Irak le resultaba muchas veces irreal, “como un sueño”, decía. Pero estaba en Al Hilla, una ciudad chií próxima a las ruinas de la antigua Babilonia, a unos 100 kilómetros al sur de Bagdad, en donde se hallaba emplazada la 372ª Compañía de la Policía Militar desde que sus miembros comenzaron a llegar a Irak, en mayo. Fueron enviados a través de Kuwait poco después de que George W. Bush, de pie debajo de una pancarta en la que se leía “Misión cumplida”, declarara en mayo de 2003 que “las operaciones más importantes en Irak han llegado a su fin”. Y en Al Hilla, en aquel primer verano de la guerra, realmente habían acabado. Los policías militares se sentían a salvo en las calles; hacían amigos entre los iraquíes, jugaban con los niños, compraban en los mercados, compartían comidas en las terrazas. Su misión consistía en proporcionar apoyo en combate a la Primera Fuerza Expedicionaria de la Infantería de Marina, que controlaba la ciudad, y en entrenar a los policías locales para el servicio bajo un nuevo Gobierno nacional. Consideraban su presencia como algo temporal, y confiaban en que hacia el final del verano Estados Unidos transferiría el país a una autoridad elegida democráticamente por los iraquíes y se retiraría.
HARMAN PERCIBÍA LA TAREA como una misión de paz, no como un destino de combate, y no se quejaba. En su unidad tenía fama de ser alguien que odiaba ver o ejercer violencia. “Sabrina literalmente no mataría a una mosca”, aseguraba el jefe de su equipo, el sargento Hydrue Joyner. “Si hay una mosca en el suelo y vas a pisarla, ella te lo impide”.
Harman decía que ella quería ser policía, como su padre y su hermano, y que su idea era convertirse en fotógrafa forense. La fotografía siempre le había fascinado. Había reunido un álbum con las instantáneas que habían hecho de ella: una niña con pañales y gorra de punto azul sentada junto a un teléfono amarillo, con la boca abierta de par en par y encantada de la vida; una niña pequeña con el flequillo perfectamente peinado y cortado, arrodillada, y con un vestidito primoroso de volantes, medias y guantes blancos, sobre una moqueta verde, y con un decorado de estudio con exuberantes cerezos en flor; una niña montada en un poni; una adolescente con la cabeza rapada a lo chico, vaqueros, botas y una camiseta de franela grande bajo una chaqueta de motero muy suelta. Era un álbum normal y corriente excepto por una cosa: el modo directo de ponerse ante la cámara, mirando con franqueza a la lente como si fuera ella la que estaba sacando la fotografía.
Le gustaba mirar. Puede que la violencia le echara para atrás, pero se sentía atraída por sus secuelas. Cuando otros preferían apartar la mirada, ella quería observar más de cerca. Las heridas y los cadáveres le fascinaban. “No te dejaría pisar una hormiga, pero si el insecto moría, ella quería saber cómo había muerto”, contaba un sargento. Hacer fotografías le fascinaba. “Incluso cuando hieren a alguien, lo primero que se me pasa por la cabeza es hacer una foto de la herida”, explicaba Harman. “Por supuesto que lo primero que haría sería ayudar, pero mi primera reacción es hacer una foto”. En julio escribe a su padre: “¡El 23 de junio vi por primera vez un cadáver, le hice fotografías! El otro día escuché por primera vez cómo explotaba una granada. ¡Muy divertido!”. Más tarde hizo una visita a una morgue de Al Hilla y sacó varias fotos: cuerpos momificados, desintegrados y putrefactos; primeros planos extremos de sus rostros, de sus manos inertes, de la carne desgarrada y los huesos saliéndose por las heridas; un pecho perforado, un pie cercenado. Harman también se hizo una foto en la morgue, inclinada sobre uno de los cadáveres ennegrecidos, con sus mejillas arreboladas por el sol a escasos centímetros de las cuencas de los ojos encostradas. Está sonriendo, con el puño en alto y el pulgar hacia arriba, como solía hacer siempre que una cámara se le ponía delante.
“Creo que lo del pulgar hacia arriba se me pegó de los niños de Al Hilla”, contaba Harman. “Cuando me hacen una foto, nunca sé qué hacer con las manos, y el gesto del pulgar es algo que probablemente hago automáticamente, como el sonreír para la cámara cuando te están haciendo una foto”. Hay al menos 20 fotografías de Al Hilla en las que ella aparece con esa misma pose, la misma sonrisa, el mismo pulgar hacia arriba.
GRAN PARTE DEL ÁLBUM de fotos de Al Hilla parece un folleto turístico imaginario del Irak posterior a Sadam: en una la vemos con la piel radiante, sonriendo abiertamente en medio de un enjambre de risueños chavales iraquíes: niños en el regazo, tirándose a sus brazos, rodeándola en las calles; en otra la vemos entrando en casas de la localidad con hombres bigotudos ataviados con dishdashas que le dan la bienvenida con unas tazas de té diminutas. Harman compraba a sus amigos iraquíes ropa, comida y juguetes. A una familia le regaló una nevera y procuraba que estuviera bien provista. El sargento Joyner contaba que “no se podía ir a ninguna parte sin que los niños iraquíes gritaran ‘Sabrina, Sabrina’. Habría hecho cualquier cosa con tal de ver a los niños sonreír”.
Con todo, la bienvenida a Al Hilla fue precaria. Los estadounidenses no trajeron un nuevo orden como habían prometido. La guerra no había terminado, Irak no tenía Gobierno, los liberadores habían pasado a ser ocupantes, y la ocupación se había llevado a cabo de forma chapucera, improvisada y poco eficiente. En el mejor de los casos resultaba decepcionante, pero se la consideraba más bien una afrenta. Así pues, en aquel calor febril, con un mes tras otro de temperaturas entre 40 y 50 grados, la alienación acabó apoderándose de todos. La frustración dio paso a la hostilidad; la hostilidad, a la violencia, y hacia finales de verano, la violencia contra los estadounidenses era cada vez más organizada. Resultaba desmoralizador. Cualquier iraquí podía ser el enemigo. ¿Qué sentido tenía estar ahí si no les querían? Ningún miembro de la 372ª compañía fue asesinado en Al Hilla, pero en las rondas de las patrullas se producían tiroteos, de noche se oían explosiones, y Sabrina tuvo esa pesadilla. Al menos las mesas de pic-nic le parecían una extravagancia, el caprichoso mobiliario de los paisajes oníricos, hasta que llegó a Abu Ghraib. Y allí estaban.
Cuando la 372ª Compañía de la Policía Militar llegó a Abu Ghraib, contaban que era la base estadounidense más atacada en Irak. La prisión era un blanco fácil para los insurgentes: inmensa, inmóvil y mal defendida, un puesto avanzado de la ocupación militar en su aspecto más despreciable; en ella había iraquíes cautivos. Al principio, los ataques se producían al caer la noche, más o menos en el momento en que la llamada a la oración de los almuecines se difundía a través de los altavoces desde la cima de los minaretes cercanos. “Cuando la mezquita tocaba, era hora de los morteros”, recuerda Sabrina Harman. “En Al Hillah era relajante y tranquilizador, y cuando llegabas a Abu era completamente distinto. Cuando estaban rezando, sabías que iban a atacar”.
CON EL TIEMPO, LOS ATAQUES dejaron de seguir un horario tan estricto. Los morteros empezaron a caer durante el día. Los soldados tenían que seguir una rutina cuando se producía un ataque: coger el equipo de protección corporal, correr, apiñarse bajo un refugio y esperar. Al cabo de un tiempo, casi nadie se molestaba en hacerlo. La mayoría de las veces, los morteros caían en suelo vacío: nadie salía herido, no había daños.
Los policías militares de la 372ª daban por hecho que se les enviaba a Abu Ghraib porque era peligroso. Eran policías militares expertos en combate entrenados para apoyar las operaciones de las fuerzas de primera línea, para llevar a cabo reconocimientos de rutas, escoltar convoyes, patrullar, hacer redadas. Iban muy armados y se desplazaban con una flota de vehículos pesados. “Pensábamos que íbamos a darle una patada a algún que otro trasero por la prisión y a echarles una mano”, recordaba el sargento Davis. “Pero no fue eso lo que ocurrió. Una vez que llegamos allí, dijeron a nuestros hombres que no, que íbamos a ser carceleros”.
LA NUEVA MISIÓN –dirigir uno de los superpoblados campamentos de carpas y el complejo cubierto de la prisión– dejaba perpleja a la compañía. Las unidades de combate no dirigen prisiones. Esa área pertenece a otro grupo de policías militares conocido como cuadro de internamiento y reasentamiento, que se entrenan siguiendo la exhaustiva doctrina del Ejército sobre el trato de todo tipo de prisioneros de guerra y personas desplazadas. Los policías militares de la 372ª compañía no tenían esa experiencia especializada. Un par de ellos habían trabajado en correccionales en su país, pero esa experiencia no les enseñaba nada sobre la Convención de Ginebra y el resto no tenía ni la más remota idea de lo que era el trabajo en una prisión.
Aunque no lo sabían en aquel entonces, la falta de experiencia y de entrenamiento a la hora de tratar a los prisioneros en tiempos de guerra hacía que los soldados de la 372ª fuesen especialmente aptos para Abu Ghraib, donde casi nada se dirigía de acuerdo con la doctrina militar. Desde mayo de 2003, la guerra de EE UU en Irak se había llevado como un capítulo de la guerra contra el terrorismo, y las antiguas normas militares sobre la dirección de las prisiones en tiempos de guerra se habían dejado básicamente a un lado. Hacia la mitad del verano, la inmensa mayoría de los prisioneros de guerra que habían sido capturados durante la invasión habían sido puestos en libertad. A los que permanecían en cautiverio –y a los nuevos prisioneros atrapados por los militares– se les designaba como “presos de seguridad”, una etiqueta que se había puesto de moda en la guerra contra el terrorismo para describir a los “combatientes ilegales” y a otros prisioneros a quienes se les había negado la condición de prisioneros de guerra y que podían ser retenidos de forma indefinida, en aislamiento y en secreto sin posibilidad de recurrir a juicio. Los presos de seguridad eran colocados bajo la autoridad de los oficiales militares de inteligencia, que ordenaban a los policías militares cómo debían tratarlos.
Más adelante, cuando se dieron a conocer las fotografías de los crímenes cometidos contra los prisioneros iraquíes en Abu Ghraib, la culpa se achacó principalmente a los oficiales de la policía militar a quienes se les había asignado vigilar las celdas de inteligencia militar de la zona edificada. Los reservistas de baja graduación que sacaron fotos y salían en las infames fotografías fueron blanco de oprobio y castigo; en los informes del Gobierno, en la prensa y en los consejos de guerra se les retrataba como unos delincuentes depravados. Pero los malos tratos a los prisioneros en Abu Ghraib era la política de facto de EE UU. La autorización de la tortura y la despenalización del tratamiento cruel, inhumano y degradante de los prisioneros en tiempos de guerra ha sido uno de los legados característicos del Gobierno actual; y las normas para los interrogatorios que dieron lugar a los abusos documentados en el bloque de la inteligencia militar en el otoño de 2003 eran la expresión directa de la hostilidad hacia el derecho internacional y la doctrina militar que reinaba en la Casa Blanca, en la oficina del vicepresidente y en las altas esferas de los departamentos de Justicia y Defensa.
LAS NORMAS EN ABU GHRAIB, promulgadas por el teniente general Ricardo Sánchez, el comandante de las fuerzas terrestres en Irak, constituían una ampliación de las normas para los interrogatorios seguidas en la bahía de Guantánamo, que habían sido emitidas por el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y concebidas para conceder más licencias que restricciones a los interrogadores que pretendían quebrar la voluntad de los prisioneros. Los policías militares en Abu Ghraib fueron reclutados como ejecutores de prácticas como la privación del sueño, la humillación sexual, la desorientación sensorial y la imposición de dolor físico y psicológico. Nunca recibieron un conjunto de instrucciones normales sobre lo que se exigía de ellos o sobre lo que estaba permitido, sino que se les ordenaba reiteradamente que siguieran los consejos de los oficiales de la Inteligencia Militar. Un procedimiento habitual ortodoxo no deja nada para la imaginación, y cuando Megan Ambuhl se afianzó en su trabajo se le ocurrió pensar que la ausencia de un código a seguir era en realidad el código en Abu Ghraib. “No podían decir que habíamos roto las normas porque no había normas”, explicaba. Y cuando sacaron las fotos de los prisioneros en el bloque de la Inteligencia Militar, los policías militares demostraron dos cosas: que ellos nunca llegaron a aceptar del todo que lo que estaba pasando era normal y que daban por hecho que no tenían nada que ocultar.
A MODO DE ORIENTACIÓN, a los soldados de la 372ª compañía que se les había asignado vigilar la parte edificada del recinto se les daba una vuelta por el lugar. Veían las celdas corrientes en los bloques destinados a los criminales iraquíes y el altamente restringido bloque de la Inteligencia Militar, donde se retenía en celdas individuales a los presos de seguridad de más “alto valor” mientras aguardaban el interrogatorio y durante el mismo.
Una delegación del Comité Internacional de la Cruz Roja visitó el bloque de la Inteligencia Militar en la parte edificada entre el 9 y el 12 de octubre de 2003. La Convención de Ginebra estipula que a los delegados del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) se les dé acceso ilimitado a las prisiones militares para supervisar las condiciones y entrevistar a los prisioneros en privado. Sin embargo, informaron que en Abu Ghraib su misión “tropezó con muchos obstáculos, aparentemente a instancias de la Inteligencia Militar”, y que lo que les permitieron ver y oír no les gustó: hombres desnudos en celdas vacías y sin luz, a los que se hacía desfilar en cueros por los pasillos, amenazados verbal y físicamente, y cosas por el estilo. La Cruz Roja no se tranquilizó cuando los oficiales de la Inteligencia Militar explicaron que estos abusos formaban parte del proceso de interrogatorio, y los delegados se sintieron indignados cuando les dijeron que no se les permitiría ver a algunos prisioneros. Interrumpieron su visita y volvieron dos semanas después para completar su inspección. Basándose en sus dos visitas, la Cruz Roja Internacional informó que la operación de la Inteligencia Militar en Abu Ghraib estaba plagada de flagrantes y sistemáticas violaciones de la Convención de Ginebra, abusos físicos que dejaban a los prisioneros sacudidos por traumas psicológicos: “Forma de hablar incoherente, reacciones de ansiedad aguda… pensamientos suicidas”.
De vez en cuando, los interrogadores decían a los policías militares que recompensasen a un prisionero –que le dieran una comida mejor o un paquete de cigarrillos– como incentivo para que se mostrara cooperativo durante el interrogatorio. Pero lo que los interrogadores querían sobre todo cuando se les pedía un “tratamiento especial” era un castigo; quitarle el colchón, mantenerle despierto, despojarle de la ropa o someterle a un régimen de “entrenamiento físico” que podía ir desde obligarle a saltar en cuclillas o a arrastrarse a gatas desnudo por el hormigón hasta soportar bofetadas y golpes con la cabeza tapada por una capucha y obligarle a permanecer de pie toda la noche sobre una caja de cartón.
Sabrina Harman hacía de relevo en el turno de noche de la zona edificada, y acudía donde se necesitaba ayuda. “Recuerdo el primer día que trabajé en el nivel 1A y 1B”, contaba. “Lo primero que me llamó la atención fue un tío: llevaba los calzoncillos en la cabeza y estaba esposado de espaldas a una ventana, y básicamente estaban haciéndole preguntas. Y luego había otro tipo que estaba vestido del todo en otra celda, y también le estaban interrogando, o supongo que ya le habían interrogado. Ésa fue la primera vez que empecé a sacar fotos”.
EL PRISIONERO CON LA ROPA interior en la cabeza era al que la policía militar llamaba Taxista. Estaba desnudo, y la postura en la que estaba –las manos atadas a la espalda y por encima de los hombros, obligándole a doblarse hacia delante con la cabeza gacha y el peso suspendido de las muñecas– se denomina “horca palestina”, porque supuestamente era la postura que se empleaba en las prisiones israelíes. Más tarde, esa misma noche, el Taxista fue trasladado a una cama y Harman le hizo otra foto allí. Después vio a otro prisionero que estaba tumbado en la cama completamente vestido, y también le fotografió.
Que Harman supiera en aquel momento, nadie más había hecho fotos en el nivel 1A, aunque más tarde vio una sacada unos días antes que mostraba a un hombre desnudo en el pasillo, esposado a los barrotes de la puerta de una celda. No le sorprendió. Para cuando Harman terminaba su primera noche, tres policías militares habían sacado al menos 25 fotos, y en los meses siguientes los policías militares del turno de noche sacaron cientos de fotografías más en el bloque de la Inteligencia Militar.
Durante su segundo turno de noche en el lugar, Harman escribió:
20 de octubre de 2003, 22.40
Kelly:
Vale, ya no me gusta. Al principio resultaba divertido, pero esta gente está yendo demasiado lejos. Anoche terminé tu carta porque era la hora de despertar a los prisioneros de la Inteligencia Militar y “meterse con ellos”, pero se pasaron, y ni siquiera yo puedo aguantar lo que está sucediendo. No puedo quitármelo de la cabeza. Bajo las escaleras después de tocar el silbato y golpear las celdas con la porra, cuando descubro al Taxista esposado de espaldas a su ventana desnudo y con los calzoncillos tapándole la cabeza y la cara. Parecía Jesucristo. Al principio me hizo gracia, así que seguí y cogí la cámara y le saqué una foto.
Uno de los chicos me cogió la porra y empezó a “darle” con ella en la polla. Otra vez pensé, bueno, es divertido, pero entonces se me ocurrió que es una forma de abuso. No se puede hacer eso. Saqué algunas fotos más para “dejar constancia” de lo que está sucediendo. Empezaron a hablar a este hombre y al principio lo único que decía era: “No soy más que un taxista, no he hecho nada”. Afirma que nunca quiso hacer daño a los soldados de EE UU, que cogió a la gente equivocada. Después dejó de hablar. Apagaron las luces y cerraron la puerta de golpe y le dejaron allí mientras iban a la celda número 4. Este hombre había estado tan jodido que cuando le agarraron el pie a través de los barrotes de la celda empezó a gritar y a llorar. Tras rezar a Alá, gime un ¡ay! constante y breve cada dos por tres durante el resto de la noche. No sé qué le han hecho a este tío. El primero se quedó esposado, puede que durante una hora y media o dos horas hasta que empezó a llamar a Alá a gritos. Así que volvieron a entrar y le esposaron a la litera de arriba por ambos lados de la cama mientras él estaba de pie a un lado. Estuvo así un poco más de una hora, cuando empezó otra vez a llamar a Alá a gritos. No hay mucha gente que sepa que esto está sucediendo. La única razón por la que quiero estar aquí es para hacer fotos y demostrar que EE UU no es lo que ellos piensan. Pero no sé si podré aguantarlo mentalmente. Qué pasaría si estuviera yo en su lugar. Esta gente serán nuestros futuros terroristas. Kelly, es horrible y sabes lo jodida que estoy de la cabeza. Ambas partes de mí creen que está mal. Pensé que podía soportar cualquier cosa. Me equivocaba.
Sabrina.
HARMAN CUENTA que se imaginaba a sí misma elaborando un testimonio para “demostrar que EE UU no es lo que creen”, como le escribió a Kelly. La idea era abstracta, y sólo tenía una vaga noción de cómo hacerlo o de cuáles serían las consecuencias. Explica que su intención era entregar las fotografías a la prensa después de volver a casa y abandonar el ejército. Pero que no pretendía ser una chivata en funciones; más bien deseaba librarse del peso de la complicidad en una conducta que consideraba inapropiada, sin atribuir culpas o crear problemas a nadie en particular.
“Intentaba sacar a la luz lo que se estaba permitiendo hacer, lo que el ejército estaba permitiendo que le sucediese a otra gente”, explica Harman. En otras palabras, quería sacar a la luz una política, y al asumir el papel de documentalista había encontrado la manera de sobrellevar el tiempo que pasó en Abu Ghraib sin tener que considerarse un instrumento de esa política. Como mujer, no se esperaba de ella que forcejease con los prisioneros para ponerles en posturas tensas o someterles de alguna otra manera, sino más bien amplificar su sensación de impotencia con su sola presencia. Estaba allí como instrumento de humillación.
Una noche de la primera semana de noviembre de 2003, un agente de la División de Investigación Criminal del Ejército –un organismo que a veces era descrita como el FBI del Ejército– vino al bloque de la Inteligencia Militar para interrogar a un nuevo prisionero, un iraquí sospechoso de estar implicado en las muertes de soldados estadounidenses. La historia, tal y como la entendían los policías militares, era que el prisionero seguía dando un nombre falso e insistiendo en que él no era la persona que el agente decía que era. Le habían puesto el apodo de Gilligan y le sometieron al tratamiento de rigor: los gritos, la falta de sueño. Graner, que se ocupó de hostigar a Gilligan, le dio una caja de cartón y se le ordenó que la llevara consigo o que se pusiera de pie sobre ella durante largos periodos de tiempo. Gilligan llevaba una capucha sobre la cabeza y lo normal es que también hubiese estado desnudo, pero, debido al frío, Graner hizo un agujero en la manta de un prisionero y le envolvió con ella como si fuera un poncho. El sargento de personal Chip Frederick dijo más tarde a los investigadores del ejército que cuando le preguntó al oficial de la División de Investigación Criminal –a quien identificó como agente Romero– sobre Gilligan, éste le contestó: “Me importa un carajo lo que les hagas, pero no te los cargues”.
Frederick decía que se tomó las palabras de Romero “como una orden, pero no como una orden concreta”, y explicaba: “Para mí, el agente Romero era como una encarnación de la autoridad, y cuando decía que quería poner al detenido en tensión, yo quería asegurarme de que así fuera”. Frederick se encontró a Gilligan donde Graner lo había dejado, subido a su caja en las duchas del nivel 1. Se dio cuenta de que detrás de Gilligan había unos cables eléctricos sueltos colgando del techo. “Los cogí y los puse en contacto para asegurarme de que no llevaban corriente”, cuenta. “Cuando lo hice y vi que no pasaba nada, hice una lazada con el cable, se la puse en su dedo índice, creo, y lo dejé allí”. Frederick recuerda que a renglón seguido alguien ató un cable a la otra mano de Gilligan, y Harman dijo: “Le dije que no se cayera, que si lo hacía se electrocutaría”.
HARMAN HABÍA ESTADO OCUPADA durante gran parte de la noche manteniendo despierto al prisionero al que llamaban Claw (el garra) y atendiendo a otro que llamaban Shitboy (chico de mierda), un pirado del nivel 1B que tenía por costumbre untarse con sus heces y lanzarlas a los guardas que pasaban. Se unió al resto en las duchas y aunque Gilligan entendía inglés, no estaba segura de si se había creído su amenaza. Además, toda la pantomima de la electrocución no había durado más de 10 o 15 minutos, el tiempo suficiente para una sesión de fotos. “Yo sabía que no iba a electrocutarse”, contaba ella, “así que realmente no me importaba, me refiero a que no eran más que palabras. Realmente no había acción alguna. Habría sido más mezquino si hubiese habido electricidad en esos cables y pudiera electrocutarse de verdad. Nunca se le hizo ningún daño físico”.
Una vez que ataron los cables a Gilligan, Frederick se apartó y le dijo a Gilligan que mantuviera alzados los brazos a los lados, como si fueran alas, e hizo una foto. Después tomó otra foto idéntica a la anterior: el hombre con la capucha, con la manta a modo de poncho, descalzo sobre su caja, con los brazos extendidos y los cables colgando de sus dedos. Clic, clic, dos segundos, y tres minutos más tarde, Harman sacó una foto similar, pero un poco más alejada, por lo que Frederick aparece en primer plano al borde del marco, estudiando en la pantalla de su cámara la fotografía que acababa de tomar.
AQUELLA TARDE, cuando el policía militar del turno de noche se presentaba para el servicio, el comandante de su pelotón les había convocado a una reunión. “Dijo que uno de los prisioneros había muerto en la ducha, y que había muerto de un ataque al corazón”, cuenta Harman. Habían dejado el cuerpo en la ducha en el nivel 1B envuelto en hielo y, poco después de la sesión con Gilligan, alguien se fijó en que el agua se salía por debajo de la puerta de la ducha.
Cuando Harman entró en la ducha, sacó una foto de un saco de goma de color negro de los que se utilizan para los cadáveres y que estaba junto a la pared del otro lado. A continuación, ella y Graner, con las manos enfundadas en unos guantes de cirujano de látex de color turquesa, abrieron la cremallera. “Sólo le echamos un vistazo y sacamos fotos de él; nos dimos cuenta enseguida de que era imposible que hubiera muerto de un ataque al corazón por todos los cortes y la sangre que le brotaba de la nariz”, explica, y remacha: “No piensas que tu comandante vaya a mentirte. Desde luego, eso me hizo perder la confianza. Bueno, pues a partir de ahora ya no puedes confiar en tu comandante”.
Unas bolsas translúcidas de plástico llenas de hielo cubrían al prisionero muerto desde el cuello hasta los pies, pero su cara golpeada y vendada estaba al descubierto, boquiabierto, como a punto de hablar. Harman le sacó fotos desde distintos ángulos, mientras Charles Graner pasaba la fregona por el suelo. Cuando terminó, sacó una foto de Harman ante el cadáver, inclinándose para salir dentro del marco con su sonrisa y con los pulgares hacia arriba. Después de unos siete minutos en la ducha, subió la cremallera de la bolsa para cerrarla y se fueron.
“SUPONGO QUE NO ESTÁBAMOS pensando ‘Oye, este tío tiene familia’, ni ‘A este tío lo acaban de asesinar”, cuenta Harman. “Era más bien: ‘Mira, está muerto. Estaría guay hacerse una foto al lado de un muerto’. Sé que tiene muy mala pinta. Quiero decir que incluso cuando las veo, pienso: ‘Dios, eso tiene muy mala pinta’. Pero cuando nos encontrábamos en medio de esa situación, no tenía tan mala pinta como cuando salió en los medios, supongo que porque la gente tiene fotos de todo tipo de cosas. Por ejemplo, si un soldado ve a alguien muerto, lo normal es que le haga fotos”.
Harman podría haber estado más acertada diciendo que no es normal hacer ese tipo de fotos. Los soldados siempre han intercambiado historietas descabelladas de guerra, y la respuesta tan poco crítica de otros soldados en Abu Ghraib a las fotografías del turno de noche del bloque de Inteligencia Militar da a entender que las consideraban parte de esta tradición de camaradería.
Puede que las fotos de Harman y Graner con el cadáver las hubieran hecho como una broma, pero no se corresponden en absoluto con la afirmación de Harman de que tenían un objetivo documental más amplio. Sus retratos macabros e íntimos del muerto transmiten su sorpresa al descubrir los restos; y más adelante esa misma tarde, Harman volvió a la ducha con Frederick para examinar el cuerpo más de cerca. Esa vez miró por debajo de las bolsas de hielo y le retiró los vendajes, y no salió en ninguna de las fotos.
A LA MAÑANA SIGUIENTE, después de casi 30 horas en la ducha, se llevaron el cadáver de allí disfrazado de prisionero enfermo: envuelto en una manta, con el gota a gota puesto y sacado en una cama de hospital con ruedas. Los investigadores del Ejército tardaron poco en identificar al muerto como un presunto miembro de la insurgencia llamado Manadel al Jamadi. Se creía que había proporcionado explosivos para los bombardeos que habían hecho saltar por los aires la sede de la Cruz Roja en Bagdad, y había muerto mientras estaba siendo interrogado por un agente de la CIA. En el transcurso de la semana que siguió a su muerte, una autopsia concluyó que Jamadi había sucumbido a “heridas provocadas por fuerza bruta” y “dificultades al respirar”, y su muerte quedó clasificada como homicidio.
Al agente de la CIA que interrogó a Jamadi nunca se le ha acusado de crimen alguno. Pero a Sabrina Harman, sí. Como consecuencia de las fotos que hizo en Abu Ghraib y en las que aparecía ella, un consejo de guerra la acusó, en mayo de 2005, de conspiración para maltratar a prisioneros, negligencia en el cumplimiento del deber y abusos, y la condenaron a seis meses de cárcel, una reducción del rango y una baja por mal comportamiento. Megan Ambuhl, Javal Davis, Chip Frederick, Charles Graner y Jeremy Sivits estaban entre el puñado de soldados que, en relación con las fotografías, también fueron condenados a castigos que iban desde la reducción del rango y una pérdida del sueldo hasta diez años de cárcel. La única persona con rango superior a sargento que compareció ante un consejo de guerra quedó absuelta de cualquier delito. A nadie que no haya sido fotografiado se le ha acusado de abusos en esa cárcel. En un principio, las acusaciones a Harman incluían varios cargos relativos a sus fotografías de Jamadi, pero éstos nunca se llevaron a juicio. Las fotos constituían la primera prueba pública de que ese hombre había sido asesinado durante un interrogatorio en Abu Ghraib, y Harman aseguraba: “Intentaron acusarme de destrucción de la propiedad gubernamental, algo que no entiendo, así como de malos tratos por hacerle una foto a un tío muerto. Pero está muerto. No entiendo cómo eso pueden ser malos tratos. Y también de alterar las pruebas por quitarle una venda de los ojos para sacarle una foto y luego volver a ponerla en su sitio. Así que en realidad eso no es alterar las pruebas. Eso ya lo habían hecho ellos por mí. Pero para que los cargos se sostuvieran iban a tener que presentar las fotos, algo que no querían hacer porque, obviamente, habían encubierto un asesinato y eso sólo les daría mala imagen. Así que retiraron todos los cargos relativos al tío de la ducha”.
En cuanto a Gilligan, el Departamento de Investigación Criminal determinó que, después de todo, no era la persona que habían sospechado que era durante su tormento. Se quedó en el nivel 1A y en poco tiempo se convirtió en uno de los prisioneros favoritos de la policía militar. A Gilligan le otorgaron un estatus privilegiado como trabajador de su bloque y le dejaban salir de su celda de forma habitual para que ayudara a limpiar.
DADAS LAS CIRCUNSTANCIAS, Harman quedó desconcertada por el hecho de que la figura de Gilligan –encapuchado, con una capa y atado por unos cables sobre una caja– terminara convirtiéndose en el icono de Abu Ghraib, y probablemente el emblema más reconocido de la guerra contra el terrorismo después del atentado contra las Torres Gemelas. La imagen se había extendido por todo el mundo. Harman incluso se hizo un tatuaje de Gilligan en un brazo, pero eso lo consideraba un recuerdo privado. Lo que no le cabía en la cabeza era la fascinación de la opinión pública por la fotografía de Gilligan, así como por todas las imágenes de Abu Ghraib. “Hay muchas fotos peores por ahí. Me refiero a que en realidad no le pasó nada malo”, explica. “Creo que pensaron que lo estaban torturando, pero no era así”.
Harman tenía razón: había fotos peores que las de Gilligan. Pero dejando a un lado el hecho de que las fotografías de la muerte y la desnudez, por muy atractivas que sean para su publicación, no dan mucho juego en la prensa, el poder de una imagen no reside necesariamente en lo que describe. La fotografía de un cadáver destrozado o la de un hombre desnudo atado y atormentado puede chocar e indignar, puede desatar protestas y fomentar una investigación, pero no deja mucho margen para la imaginación. Puede que esté llena de información práctica, pero está vacía de cualquier tipo de significado más amplio. Esas fotos resultan repelentes, en gran parte porque son de un parecido terrible y reduccionista. Salvo desde el punto de vista de un forense, son inequívocas y poseen la cualidad de pornográficas. Son lo que muestran y nada más. No transmiten ninguna visión y, sacadas de contexto, ofrecen muy poco sobre lo que reflexionar. Carecen de valor simbólico.
EL SÍMBOLO DOMINANTE de la civilización occidental es la figura de un hombre casi desnudo, torturado hasta la muerte; o más simple que todo eso, el instrumento de tortura en sí, la cruz. Pero nuestras imágenes de la salvaje muerte de Jesús son el producto de la imaginación y la idealización religiosas. En realidad, debía de ser algo espantoso de ver. Si hubiera habido cámaras durante el Calvario, ¿se habrían visto tentados veinte siglos de creyentes a colgar fotografías de esa escena en los retablos y en sus casas?
La fascinación de la imagen de Gilligan reside, en gran medida, en su misterio y en su carácter inescrutable. El cuerpo rígido y amortajado de pies a cabeza, los cables, la pose, y el capuchón con pico que conlleva tantas asociaciones vagas y macabras. Está claro que la pose es artificial y exagerada, una invención deliberada que parece formar parte de algún oscuro ritual, una escena de martirio. La imagen nos deja petrificados porque se parece a la verdad, pero al mirarla sólo podemos imaginarnos lo que es la verdad: ¿tortura, ejecución, una escena preparada para la cámara? Así que nos aferramos a la figura de Gilligan como símbolo que representa todo aquello que sabemos que está mal en Abu Ghraib y que no podemos –o no queremos– entender cómo ha podido pasar.
Texto adaptado por ‘El País Semanal’ a partir del libro de Philip Gourevitch y Errol Morris ‘La balada de Abu Ghraib’, que Debate publica en España en otoño.
La soldado Sabrina Harman, de 26 años, se enroló en el Ejército de EE UU para pagarse la universidad. Conocida entre sus compañeros por no soportar la violencia, fue destinada con su unidad a la prisión de Abu Ghraib, junto a Bagdad. Y ahí pasaba el rato fotografiándose con el pulgar en alto junto a cadáveres de iraquíes. El espanto de esas imágenes sobrecoge todavía hoy, cinco años después de que Bush, en la cubierta de un portaaviones, sentenciara: “Misión cumplida”. Nos acercamos a las historias que hay detrás de estas y otras fotografías que simbolizan como pocas la sinrazón de la guerra.
La soldado con rango de especialista Sabrina Harman, de la 372ª Compañía de la Policía Militar –una unidad de reservistas del Ejército de Estados Unidos, de Cresaptown, Maryland–, llegó a Abu Ghraib el 1 de octubre de 2003 y escribió una carta a su esposa:
Kelly:
Son las nueve de la noche y se escuchan disparos. No está permitido tener luces encendidas por la noche ni abandonar el edificio después de que oscurezca. ¡Espero que no estemos aquí por mucho tiempo! Cuando llegamos estaban aterrizando dos helicópteros con prisioneros.
Me dan miedo los helicópteros por aquel sueño que tuve. Creo que ya te escribí contándotelo. Vi un helicóptero cuya cola parecía balancearse hacia delante y hacia atrás, y luego lo hizo otra vez y entonces se encendió una llama enorme y explotó. Me di la vuelta y nos estaban atacando, yo no llevaba arma (pistola), así que todo lo que podíamos hacer era escondernos debajo de unas mesas de ‘pic-nic’. Nos volvemos a la prisión… llegamos a nuestros pabellones y al bajarme del camión tengo enfrente una mesa de ‘pic-nic’. Casi me da algo. Tengo un mal presentimiento con este lugar. Quiero irme de aquí lo antes posible. Todavía esperamos poder estar en casa para Navidad o poco después.
Te quiero. Ahora voy a dormir un poco.
Te escribiré pronto.
¡Por favor, no me abandones!
Sabrina.
COMO MUCHOS JÓVENES reservistas, Harman había ingresado en el ejército para costearse la universidad. Nunca se había imaginado llegar a presenciar la guerra, e Irak le resultaba muchas veces irreal, “como un sueño”, decía. Pero estaba en Al Hilla, una ciudad chií próxima a las ruinas de la antigua Babilonia, a unos 100 kilómetros al sur de Bagdad, en donde se hallaba emplazada la 372ª Compañía de la Policía Militar desde que sus miembros comenzaron a llegar a Irak, en mayo. Fueron enviados a través de Kuwait poco después de que George W. Bush, de pie debajo de una pancarta en la que se leía “Misión cumplida”, declarara en mayo de 2003 que “las operaciones más importantes en Irak han llegado a su fin”. Y en Al Hilla, en aquel primer verano de la guerra, realmente habían acabado. Los policías militares se sentían a salvo en las calles; hacían amigos entre los iraquíes, jugaban con los niños, compraban en los mercados, compartían comidas en las terrazas. Su misión consistía en proporcionar apoyo en combate a la Primera Fuerza Expedicionaria de la Infantería de Marina, que controlaba la ciudad, y en entrenar a los policías locales para el servicio bajo un nuevo Gobierno nacional. Consideraban su presencia como algo temporal, y confiaban en que hacia el final del verano Estados Unidos transferiría el país a una autoridad elegida democráticamente por los iraquíes y se retiraría.
HARMAN PERCIBÍA LA TAREA como una misión de paz, no como un destino de combate, y no se quejaba. En su unidad tenía fama de ser alguien que odiaba ver o ejercer violencia. “Sabrina literalmente no mataría a una mosca”, aseguraba el jefe de su equipo, el sargento Hydrue Joyner. “Si hay una mosca en el suelo y vas a pisarla, ella te lo impide”.
Harman decía que ella quería ser policía, como su padre y su hermano, y que su idea era convertirse en fotógrafa forense. La fotografía siempre le había fascinado. Había reunido un álbum con las instantáneas que habían hecho de ella: una niña con pañales y gorra de punto azul sentada junto a un teléfono amarillo, con la boca abierta de par en par y encantada de la vida; una niña pequeña con el flequillo perfectamente peinado y cortado, arrodillada, y con un vestidito primoroso de volantes, medias y guantes blancos, sobre una moqueta verde, y con un decorado de estudio con exuberantes cerezos en flor; una niña montada en un poni; una adolescente con la cabeza rapada a lo chico, vaqueros, botas y una camiseta de franela grande bajo una chaqueta de motero muy suelta. Era un álbum normal y corriente excepto por una cosa: el modo directo de ponerse ante la cámara, mirando con franqueza a la lente como si fuera ella la que estaba sacando la fotografía.
Le gustaba mirar. Puede que la violencia le echara para atrás, pero se sentía atraída por sus secuelas. Cuando otros preferían apartar la mirada, ella quería observar más de cerca. Las heridas y los cadáveres le fascinaban. “No te dejaría pisar una hormiga, pero si el insecto moría, ella quería saber cómo había muerto”, contaba un sargento. Hacer fotografías le fascinaba. “Incluso cuando hieren a alguien, lo primero que se me pasa por la cabeza es hacer una foto de la herida”, explicaba Harman. “Por supuesto que lo primero que haría sería ayudar, pero mi primera reacción es hacer una foto”. En julio escribe a su padre: “¡El 23 de junio vi por primera vez un cadáver, le hice fotografías! El otro día escuché por primera vez cómo explotaba una granada. ¡Muy divertido!”. Más tarde hizo una visita a una morgue de Al Hilla y sacó varias fotos: cuerpos momificados, desintegrados y putrefactos; primeros planos extremos de sus rostros, de sus manos inertes, de la carne desgarrada y los huesos saliéndose por las heridas; un pecho perforado, un pie cercenado. Harman también se hizo una foto en la morgue, inclinada sobre uno de los cadáveres ennegrecidos, con sus mejillas arreboladas por el sol a escasos centímetros de las cuencas de los ojos encostradas. Está sonriendo, con el puño en alto y el pulgar hacia arriba, como solía hacer siempre que una cámara se le ponía delante.
“Creo que lo del pulgar hacia arriba se me pegó de los niños de Al Hilla”, contaba Harman. “Cuando me hacen una foto, nunca sé qué hacer con las manos, y el gesto del pulgar es algo que probablemente hago automáticamente, como el sonreír para la cámara cuando te están haciendo una foto”. Hay al menos 20 fotografías de Al Hilla en las que ella aparece con esa misma pose, la misma sonrisa, el mismo pulgar hacia arriba.
GRAN PARTE DEL ÁLBUM de fotos de Al Hilla parece un folleto turístico imaginario del Irak posterior a Sadam: en una la vemos con la piel radiante, sonriendo abiertamente en medio de un enjambre de risueños chavales iraquíes: niños en el regazo, tirándose a sus brazos, rodeándola en las calles; en otra la vemos entrando en casas de la localidad con hombres bigotudos ataviados con dishdashas que le dan la bienvenida con unas tazas de té diminutas. Harman compraba a sus amigos iraquíes ropa, comida y juguetes. A una familia le regaló una nevera y procuraba que estuviera bien provista. El sargento Joyner contaba que “no se podía ir a ninguna parte sin que los niños iraquíes gritaran ‘Sabrina, Sabrina’. Habría hecho cualquier cosa con tal de ver a los niños sonreír”.
Con todo, la bienvenida a Al Hilla fue precaria. Los estadounidenses no trajeron un nuevo orden como habían prometido. La guerra no había terminado, Irak no tenía Gobierno, los liberadores habían pasado a ser ocupantes, y la ocupación se había llevado a cabo de forma chapucera, improvisada y poco eficiente. En el mejor de los casos resultaba decepcionante, pero se la consideraba más bien una afrenta. Así pues, en aquel calor febril, con un mes tras otro de temperaturas entre 40 y 50 grados, la alienación acabó apoderándose de todos. La frustración dio paso a la hostilidad; la hostilidad, a la violencia, y hacia finales de verano, la violencia contra los estadounidenses era cada vez más organizada. Resultaba desmoralizador. Cualquier iraquí podía ser el enemigo. ¿Qué sentido tenía estar ahí si no les querían? Ningún miembro de la 372ª compañía fue asesinado en Al Hilla, pero en las rondas de las patrullas se producían tiroteos, de noche se oían explosiones, y Sabrina tuvo esa pesadilla. Al menos las mesas de pic-nic le parecían una extravagancia, el caprichoso mobiliario de los paisajes oníricos, hasta que llegó a Abu Ghraib. Y allí estaban.
Cuando la 372ª Compañía de la Policía Militar llegó a Abu Ghraib, contaban que era la base estadounidense más atacada en Irak. La prisión era un blanco fácil para los insurgentes: inmensa, inmóvil y mal defendida, un puesto avanzado de la ocupación militar en su aspecto más despreciable; en ella había iraquíes cautivos. Al principio, los ataques se producían al caer la noche, más o menos en el momento en que la llamada a la oración de los almuecines se difundía a través de los altavoces desde la cima de los minaretes cercanos. “Cuando la mezquita tocaba, era hora de los morteros”, recuerda Sabrina Harman. “En Al Hillah era relajante y tranquilizador, y cuando llegabas a Abu era completamente distinto. Cuando estaban rezando, sabías que iban a atacar”.
CON EL TIEMPO, LOS ATAQUES dejaron de seguir un horario tan estricto. Los morteros empezaron a caer durante el día. Los soldados tenían que seguir una rutina cuando se producía un ataque: coger el equipo de protección corporal, correr, apiñarse bajo un refugio y esperar. Al cabo de un tiempo, casi nadie se molestaba en hacerlo. La mayoría de las veces, los morteros caían en suelo vacío: nadie salía herido, no había daños.
Los policías militares de la 372ª daban por hecho que se les enviaba a Abu Ghraib porque era peligroso. Eran policías militares expertos en combate entrenados para apoyar las operaciones de las fuerzas de primera línea, para llevar a cabo reconocimientos de rutas, escoltar convoyes, patrullar, hacer redadas. Iban muy armados y se desplazaban con una flota de vehículos pesados. “Pensábamos que íbamos a darle una patada a algún que otro trasero por la prisión y a echarles una mano”, recordaba el sargento Davis. “Pero no fue eso lo que ocurrió. Una vez que llegamos allí, dijeron a nuestros hombres que no, que íbamos a ser carceleros”.
LA NUEVA MISIÓN –dirigir uno de los superpoblados campamentos de carpas y el complejo cubierto de la prisión– dejaba perpleja a la compañía. Las unidades de combate no dirigen prisiones. Esa área pertenece a otro grupo de policías militares conocido como cuadro de internamiento y reasentamiento, que se entrenan siguiendo la exhaustiva doctrina del Ejército sobre el trato de todo tipo de prisioneros de guerra y personas desplazadas. Los policías militares de la 372ª compañía no tenían esa experiencia especializada. Un par de ellos habían trabajado en correccionales en su país, pero esa experiencia no les enseñaba nada sobre la Convención de Ginebra y el resto no tenía ni la más remota idea de lo que era el trabajo en una prisión.
Aunque no lo sabían en aquel entonces, la falta de experiencia y de entrenamiento a la hora de tratar a los prisioneros en tiempos de guerra hacía que los soldados de la 372ª fuesen especialmente aptos para Abu Ghraib, donde casi nada se dirigía de acuerdo con la doctrina militar. Desde mayo de 2003, la guerra de EE UU en Irak se había llevado como un capítulo de la guerra contra el terrorismo, y las antiguas normas militares sobre la dirección de las prisiones en tiempos de guerra se habían dejado básicamente a un lado. Hacia la mitad del verano, la inmensa mayoría de los prisioneros de guerra que habían sido capturados durante la invasión habían sido puestos en libertad. A los que permanecían en cautiverio –y a los nuevos prisioneros atrapados por los militares– se les designaba como “presos de seguridad”, una etiqueta que se había puesto de moda en la guerra contra el terrorismo para describir a los “combatientes ilegales” y a otros prisioneros a quienes se les había negado la condición de prisioneros de guerra y que podían ser retenidos de forma indefinida, en aislamiento y en secreto sin posibilidad de recurrir a juicio. Los presos de seguridad eran colocados bajo la autoridad de los oficiales militares de inteligencia, que ordenaban a los policías militares cómo debían tratarlos.
Más adelante, cuando se dieron a conocer las fotografías de los crímenes cometidos contra los prisioneros iraquíes en Abu Ghraib, la culpa se achacó principalmente a los oficiales de la policía militar a quienes se les había asignado vigilar las celdas de inteligencia militar de la zona edificada. Los reservistas de baja graduación que sacaron fotos y salían en las infames fotografías fueron blanco de oprobio y castigo; en los informes del Gobierno, en la prensa y en los consejos de guerra se les retrataba como unos delincuentes depravados. Pero los malos tratos a los prisioneros en Abu Ghraib era la política de facto de EE UU. La autorización de la tortura y la despenalización del tratamiento cruel, inhumano y degradante de los prisioneros en tiempos de guerra ha sido uno de los legados característicos del Gobierno actual; y las normas para los interrogatorios que dieron lugar a los abusos documentados en el bloque de la inteligencia militar en el otoño de 2003 eran la expresión directa de la hostilidad hacia el derecho internacional y la doctrina militar que reinaba en la Casa Blanca, en la oficina del vicepresidente y en las altas esferas de los departamentos de Justicia y Defensa.
LAS NORMAS EN ABU GHRAIB, promulgadas por el teniente general Ricardo Sánchez, el comandante de las fuerzas terrestres en Irak, constituían una ampliación de las normas para los interrogatorios seguidas en la bahía de Guantánamo, que habían sido emitidas por el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y concebidas para conceder más licencias que restricciones a los interrogadores que pretendían quebrar la voluntad de los prisioneros. Los policías militares en Abu Ghraib fueron reclutados como ejecutores de prácticas como la privación del sueño, la humillación sexual, la desorientación sensorial y la imposición de dolor físico y psicológico. Nunca recibieron un conjunto de instrucciones normales sobre lo que se exigía de ellos o sobre lo que estaba permitido, sino que se les ordenaba reiteradamente que siguieran los consejos de los oficiales de la Inteligencia Militar. Un procedimiento habitual ortodoxo no deja nada para la imaginación, y cuando Megan Ambuhl se afianzó en su trabajo se le ocurrió pensar que la ausencia de un código a seguir era en realidad el código en Abu Ghraib. “No podían decir que habíamos roto las normas porque no había normas”, explicaba. Y cuando sacaron las fotos de los prisioneros en el bloque de la Inteligencia Militar, los policías militares demostraron dos cosas: que ellos nunca llegaron a aceptar del todo que lo que estaba pasando era normal y que daban por hecho que no tenían nada que ocultar.
A MODO DE ORIENTACIÓN, a los soldados de la 372ª compañía que se les había asignado vigilar la parte edificada del recinto se les daba una vuelta por el lugar. Veían las celdas corrientes en los bloques destinados a los criminales iraquíes y el altamente restringido bloque de la Inteligencia Militar, donde se retenía en celdas individuales a los presos de seguridad de más “alto valor” mientras aguardaban el interrogatorio y durante el mismo.
Una delegación del Comité Internacional de la Cruz Roja visitó el bloque de la Inteligencia Militar en la parte edificada entre el 9 y el 12 de octubre de 2003. La Convención de Ginebra estipula que a los delegados del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) se les dé acceso ilimitado a las prisiones militares para supervisar las condiciones y entrevistar a los prisioneros en privado. Sin embargo, informaron que en Abu Ghraib su misión “tropezó con muchos obstáculos, aparentemente a instancias de la Inteligencia Militar”, y que lo que les permitieron ver y oír no les gustó: hombres desnudos en celdas vacías y sin luz, a los que se hacía desfilar en cueros por los pasillos, amenazados verbal y físicamente, y cosas por el estilo. La Cruz Roja no se tranquilizó cuando los oficiales de la Inteligencia Militar explicaron que estos abusos formaban parte del proceso de interrogatorio, y los delegados se sintieron indignados cuando les dijeron que no se les permitiría ver a algunos prisioneros. Interrumpieron su visita y volvieron dos semanas después para completar su inspección. Basándose en sus dos visitas, la Cruz Roja Internacional informó que la operación de la Inteligencia Militar en Abu Ghraib estaba plagada de flagrantes y sistemáticas violaciones de la Convención de Ginebra, abusos físicos que dejaban a los prisioneros sacudidos por traumas psicológicos: “Forma de hablar incoherente, reacciones de ansiedad aguda… pensamientos suicidas”.
De vez en cuando, los interrogadores decían a los policías militares que recompensasen a un prisionero –que le dieran una comida mejor o un paquete de cigarrillos– como incentivo para que se mostrara cooperativo durante el interrogatorio. Pero lo que los interrogadores querían sobre todo cuando se les pedía un “tratamiento especial” era un castigo; quitarle el colchón, mantenerle despierto, despojarle de la ropa o someterle a un régimen de “entrenamiento físico” que podía ir desde obligarle a saltar en cuclillas o a arrastrarse a gatas desnudo por el hormigón hasta soportar bofetadas y golpes con la cabeza tapada por una capucha y obligarle a permanecer de pie toda la noche sobre una caja de cartón.
Sabrina Harman hacía de relevo en el turno de noche de la zona edificada, y acudía donde se necesitaba ayuda. “Recuerdo el primer día que trabajé en el nivel 1A y 1B”, contaba. “Lo primero que me llamó la atención fue un tío: llevaba los calzoncillos en la cabeza y estaba esposado de espaldas a una ventana, y básicamente estaban haciéndole preguntas. Y luego había otro tipo que estaba vestido del todo en otra celda, y también le estaban interrogando, o supongo que ya le habían interrogado. Ésa fue la primera vez que empecé a sacar fotos”.
EL PRISIONERO CON LA ROPA interior en la cabeza era al que la policía militar llamaba Taxista. Estaba desnudo, y la postura en la que estaba –las manos atadas a la espalda y por encima de los hombros, obligándole a doblarse hacia delante con la cabeza gacha y el peso suspendido de las muñecas– se denomina “horca palestina”, porque supuestamente era la postura que se empleaba en las prisiones israelíes. Más tarde, esa misma noche, el Taxista fue trasladado a una cama y Harman le hizo otra foto allí. Después vio a otro prisionero que estaba tumbado en la cama completamente vestido, y también le fotografió.
Que Harman supiera en aquel momento, nadie más había hecho fotos en el nivel 1A, aunque más tarde vio una sacada unos días antes que mostraba a un hombre desnudo en el pasillo, esposado a los barrotes de la puerta de una celda. No le sorprendió. Para cuando Harman terminaba su primera noche, tres policías militares habían sacado al menos 25 fotos, y en los meses siguientes los policías militares del turno de noche sacaron cientos de fotografías más en el bloque de la Inteligencia Militar.
Durante su segundo turno de noche en el lugar, Harman escribió:
20 de octubre de 2003, 22.40
Kelly:
Vale, ya no me gusta. Al principio resultaba divertido, pero esta gente está yendo demasiado lejos. Anoche terminé tu carta porque era la hora de despertar a los prisioneros de la Inteligencia Militar y “meterse con ellos”, pero se pasaron, y ni siquiera yo puedo aguantar lo que está sucediendo. No puedo quitármelo de la cabeza. Bajo las escaleras después de tocar el silbato y golpear las celdas con la porra, cuando descubro al Taxista esposado de espaldas a su ventana desnudo y con los calzoncillos tapándole la cabeza y la cara. Parecía Jesucristo. Al principio me hizo gracia, así que seguí y cogí la cámara y le saqué una foto.
Uno de los chicos me cogió la porra y empezó a “darle” con ella en la polla. Otra vez pensé, bueno, es divertido, pero entonces se me ocurrió que es una forma de abuso. No se puede hacer eso. Saqué algunas fotos más para “dejar constancia” de lo que está sucediendo. Empezaron a hablar a este hombre y al principio lo único que decía era: “No soy más que un taxista, no he hecho nada”. Afirma que nunca quiso hacer daño a los soldados de EE UU, que cogió a la gente equivocada. Después dejó de hablar. Apagaron las luces y cerraron la puerta de golpe y le dejaron allí mientras iban a la celda número 4. Este hombre había estado tan jodido que cuando le agarraron el pie a través de los barrotes de la celda empezó a gritar y a llorar. Tras rezar a Alá, gime un ¡ay! constante y breve cada dos por tres durante el resto de la noche. No sé qué le han hecho a este tío. El primero se quedó esposado, puede que durante una hora y media o dos horas hasta que empezó a llamar a Alá a gritos. Así que volvieron a entrar y le esposaron a la litera de arriba por ambos lados de la cama mientras él estaba de pie a un lado. Estuvo así un poco más de una hora, cuando empezó otra vez a llamar a Alá a gritos. No hay mucha gente que sepa que esto está sucediendo. La única razón por la que quiero estar aquí es para hacer fotos y demostrar que EE UU no es lo que ellos piensan. Pero no sé si podré aguantarlo mentalmente. Qué pasaría si estuviera yo en su lugar. Esta gente serán nuestros futuros terroristas. Kelly, es horrible y sabes lo jodida que estoy de la cabeza. Ambas partes de mí creen que está mal. Pensé que podía soportar cualquier cosa. Me equivocaba.
Sabrina.
HARMAN CUENTA que se imaginaba a sí misma elaborando un testimonio para “demostrar que EE UU no es lo que creen”, como le escribió a Kelly. La idea era abstracta, y sólo tenía una vaga noción de cómo hacerlo o de cuáles serían las consecuencias. Explica que su intención era entregar las fotografías a la prensa después de volver a casa y abandonar el ejército. Pero que no pretendía ser una chivata en funciones; más bien deseaba librarse del peso de la complicidad en una conducta que consideraba inapropiada, sin atribuir culpas o crear problemas a nadie en particular.
“Intentaba sacar a la luz lo que se estaba permitiendo hacer, lo que el ejército estaba permitiendo que le sucediese a otra gente”, explica Harman. En otras palabras, quería sacar a la luz una política, y al asumir el papel de documentalista había encontrado la manera de sobrellevar el tiempo que pasó en Abu Ghraib sin tener que considerarse un instrumento de esa política. Como mujer, no se esperaba de ella que forcejease con los prisioneros para ponerles en posturas tensas o someterles de alguna otra manera, sino más bien amplificar su sensación de impotencia con su sola presencia. Estaba allí como instrumento de humillación.
Una noche de la primera semana de noviembre de 2003, un agente de la División de Investigación Criminal del Ejército –un organismo que a veces era descrita como el FBI del Ejército– vino al bloque de la Inteligencia Militar para interrogar a un nuevo prisionero, un iraquí sospechoso de estar implicado en las muertes de soldados estadounidenses. La historia, tal y como la entendían los policías militares, era que el prisionero seguía dando un nombre falso e insistiendo en que él no era la persona que el agente decía que era. Le habían puesto el apodo de Gilligan y le sometieron al tratamiento de rigor: los gritos, la falta de sueño. Graner, que se ocupó de hostigar a Gilligan, le dio una caja de cartón y se le ordenó que la llevara consigo o que se pusiera de pie sobre ella durante largos periodos de tiempo. Gilligan llevaba una capucha sobre la cabeza y lo normal es que también hubiese estado desnudo, pero, debido al frío, Graner hizo un agujero en la manta de un prisionero y le envolvió con ella como si fuera un poncho. El sargento de personal Chip Frederick dijo más tarde a los investigadores del ejército que cuando le preguntó al oficial de la División de Investigación Criminal –a quien identificó como agente Romero– sobre Gilligan, éste le contestó: “Me importa un carajo lo que les hagas, pero no te los cargues”.
Frederick decía que se tomó las palabras de Romero “como una orden, pero no como una orden concreta”, y explicaba: “Para mí, el agente Romero era como una encarnación de la autoridad, y cuando decía que quería poner al detenido en tensión, yo quería asegurarme de que así fuera”. Frederick se encontró a Gilligan donde Graner lo había dejado, subido a su caja en las duchas del nivel 1. Se dio cuenta de que detrás de Gilligan había unos cables eléctricos sueltos colgando del techo. “Los cogí y los puse en contacto para asegurarme de que no llevaban corriente”, cuenta. “Cuando lo hice y vi que no pasaba nada, hice una lazada con el cable, se la puse en su dedo índice, creo, y lo dejé allí”. Frederick recuerda que a renglón seguido alguien ató un cable a la otra mano de Gilligan, y Harman dijo: “Le dije que no se cayera, que si lo hacía se electrocutaría”.
HARMAN HABÍA ESTADO OCUPADA durante gran parte de la noche manteniendo despierto al prisionero al que llamaban Claw (el garra) y atendiendo a otro que llamaban Shitboy (chico de mierda), un pirado del nivel 1B que tenía por costumbre untarse con sus heces y lanzarlas a los guardas que pasaban. Se unió al resto en las duchas y aunque Gilligan entendía inglés, no estaba segura de si se había creído su amenaza. Además, toda la pantomima de la electrocución no había durado más de 10 o 15 minutos, el tiempo suficiente para una sesión de fotos. “Yo sabía que no iba a electrocutarse”, contaba ella, “así que realmente no me importaba, me refiero a que no eran más que palabras. Realmente no había acción alguna. Habría sido más mezquino si hubiese habido electricidad en esos cables y pudiera electrocutarse de verdad. Nunca se le hizo ningún daño físico”.
Una vez que ataron los cables a Gilligan, Frederick se apartó y le dijo a Gilligan que mantuviera alzados los brazos a los lados, como si fueran alas, e hizo una foto. Después tomó otra foto idéntica a la anterior: el hombre con la capucha, con la manta a modo de poncho, descalzo sobre su caja, con los brazos extendidos y los cables colgando de sus dedos. Clic, clic, dos segundos, y tres minutos más tarde, Harman sacó una foto similar, pero un poco más alejada, por lo que Frederick aparece en primer plano al borde del marco, estudiando en la pantalla de su cámara la fotografía que acababa de tomar.
AQUELLA TARDE, cuando el policía militar del turno de noche se presentaba para el servicio, el comandante de su pelotón les había convocado a una reunión. “Dijo que uno de los prisioneros había muerto en la ducha, y que había muerto de un ataque al corazón”, cuenta Harman. Habían dejado el cuerpo en la ducha en el nivel 1B envuelto en hielo y, poco después de la sesión con Gilligan, alguien se fijó en que el agua se salía por debajo de la puerta de la ducha.
Cuando Harman entró en la ducha, sacó una foto de un saco de goma de color negro de los que se utilizan para los cadáveres y que estaba junto a la pared del otro lado. A continuación, ella y Graner, con las manos enfundadas en unos guantes de cirujano de látex de color turquesa, abrieron la cremallera. “Sólo le echamos un vistazo y sacamos fotos de él; nos dimos cuenta enseguida de que era imposible que hubiera muerto de un ataque al corazón por todos los cortes y la sangre que le brotaba de la nariz”, explica, y remacha: “No piensas que tu comandante vaya a mentirte. Desde luego, eso me hizo perder la confianza. Bueno, pues a partir de ahora ya no puedes confiar en tu comandante”.
Unas bolsas translúcidas de plástico llenas de hielo cubrían al prisionero muerto desde el cuello hasta los pies, pero su cara golpeada y vendada estaba al descubierto, boquiabierto, como a punto de hablar. Harman le sacó fotos desde distintos ángulos, mientras Charles Graner pasaba la fregona por el suelo. Cuando terminó, sacó una foto de Harman ante el cadáver, inclinándose para salir dentro del marco con su sonrisa y con los pulgares hacia arriba. Después de unos siete minutos en la ducha, subió la cremallera de la bolsa para cerrarla y se fueron.
“SUPONGO QUE NO ESTÁBAMOS pensando ‘Oye, este tío tiene familia’, ni ‘A este tío lo acaban de asesinar”, cuenta Harman. “Era más bien: ‘Mira, está muerto. Estaría guay hacerse una foto al lado de un muerto’. Sé que tiene muy mala pinta. Quiero decir que incluso cuando las veo, pienso: ‘Dios, eso tiene muy mala pinta’. Pero cuando nos encontrábamos en medio de esa situación, no tenía tan mala pinta como cuando salió en los medios, supongo que porque la gente tiene fotos de todo tipo de cosas. Por ejemplo, si un soldado ve a alguien muerto, lo normal es que le haga fotos”.
Harman podría haber estado más acertada diciendo que no es normal hacer ese tipo de fotos. Los soldados siempre han intercambiado historietas descabelladas de guerra, y la respuesta tan poco crítica de otros soldados en Abu Ghraib a las fotografías del turno de noche del bloque de Inteligencia Militar da a entender que las consideraban parte de esta tradición de camaradería.
Puede que las fotos de Harman y Graner con el cadáver las hubieran hecho como una broma, pero no se corresponden en absoluto con la afirmación de Harman de que tenían un objetivo documental más amplio. Sus retratos macabros e íntimos del muerto transmiten su sorpresa al descubrir los restos; y más adelante esa misma tarde, Harman volvió a la ducha con Frederick para examinar el cuerpo más de cerca. Esa vez miró por debajo de las bolsas de hielo y le retiró los vendajes, y no salió en ninguna de las fotos.
A LA MAÑANA SIGUIENTE, después de casi 30 horas en la ducha, se llevaron el cadáver de allí disfrazado de prisionero enfermo: envuelto en una manta, con el gota a gota puesto y sacado en una cama de hospital con ruedas. Los investigadores del Ejército tardaron poco en identificar al muerto como un presunto miembro de la insurgencia llamado Manadel al Jamadi. Se creía que había proporcionado explosivos para los bombardeos que habían hecho saltar por los aires la sede de la Cruz Roja en Bagdad, y había muerto mientras estaba siendo interrogado por un agente de la CIA. En el transcurso de la semana que siguió a su muerte, una autopsia concluyó que Jamadi había sucumbido a “heridas provocadas por fuerza bruta” y “dificultades al respirar”, y su muerte quedó clasificada como homicidio.
Al agente de la CIA que interrogó a Jamadi nunca se le ha acusado de crimen alguno. Pero a Sabrina Harman, sí. Como consecuencia de las fotos que hizo en Abu Ghraib y en las que aparecía ella, un consejo de guerra la acusó, en mayo de 2005, de conspiración para maltratar a prisioneros, negligencia en el cumplimiento del deber y abusos, y la condenaron a seis meses de cárcel, una reducción del rango y una baja por mal comportamiento. Megan Ambuhl, Javal Davis, Chip Frederick, Charles Graner y Jeremy Sivits estaban entre el puñado de soldados que, en relación con las fotografías, también fueron condenados a castigos que iban desde la reducción del rango y una pérdida del sueldo hasta diez años de cárcel. La única persona con rango superior a sargento que compareció ante un consejo de guerra quedó absuelta de cualquier delito. A nadie que no haya sido fotografiado se le ha acusado de abusos en esa cárcel. En un principio, las acusaciones a Harman incluían varios cargos relativos a sus fotografías de Jamadi, pero éstos nunca se llevaron a juicio. Las fotos constituían la primera prueba pública de que ese hombre había sido asesinado durante un interrogatorio en Abu Ghraib, y Harman aseguraba: “Intentaron acusarme de destrucción de la propiedad gubernamental, algo que no entiendo, así como de malos tratos por hacerle una foto a un tío muerto. Pero está muerto. No entiendo cómo eso pueden ser malos tratos. Y también de alterar las pruebas por quitarle una venda de los ojos para sacarle una foto y luego volver a ponerla en su sitio. Así que en realidad eso no es alterar las pruebas. Eso ya lo habían hecho ellos por mí. Pero para que los cargos se sostuvieran iban a tener que presentar las fotos, algo que no querían hacer porque, obviamente, habían encubierto un asesinato y eso sólo les daría mala imagen. Así que retiraron todos los cargos relativos al tío de la ducha”.
En cuanto a Gilligan, el Departamento de Investigación Criminal determinó que, después de todo, no era la persona que habían sospechado que era durante su tormento. Se quedó en el nivel 1A y en poco tiempo se convirtió en uno de los prisioneros favoritos de la policía militar. A Gilligan le otorgaron un estatus privilegiado como trabajador de su bloque y le dejaban salir de su celda de forma habitual para que ayudara a limpiar.
DADAS LAS CIRCUNSTANCIAS, Harman quedó desconcertada por el hecho de que la figura de Gilligan –encapuchado, con una capa y atado por unos cables sobre una caja– terminara convirtiéndose en el icono de Abu Ghraib, y probablemente el emblema más reconocido de la guerra contra el terrorismo después del atentado contra las Torres Gemelas. La imagen se había extendido por todo el mundo. Harman incluso se hizo un tatuaje de Gilligan en un brazo, pero eso lo consideraba un recuerdo privado. Lo que no le cabía en la cabeza era la fascinación de la opinión pública por la fotografía de Gilligan, así como por todas las imágenes de Abu Ghraib. “Hay muchas fotos peores por ahí. Me refiero a que en realidad no le pasó nada malo”, explica. “Creo que pensaron que lo estaban torturando, pero no era así”.
Harman tenía razón: había fotos peores que las de Gilligan. Pero dejando a un lado el hecho de que las fotografías de la muerte y la desnudez, por muy atractivas que sean para su publicación, no dan mucho juego en la prensa, el poder de una imagen no reside necesariamente en lo que describe. La fotografía de un cadáver destrozado o la de un hombre desnudo atado y atormentado puede chocar e indignar, puede desatar protestas y fomentar una investigación, pero no deja mucho margen para la imaginación. Puede que esté llena de información práctica, pero está vacía de cualquier tipo de significado más amplio. Esas fotos resultan repelentes, en gran parte porque son de un parecido terrible y reduccionista. Salvo desde el punto de vista de un forense, son inequívocas y poseen la cualidad de pornográficas. Son lo que muestran y nada más. No transmiten ninguna visión y, sacadas de contexto, ofrecen muy poco sobre lo que reflexionar. Carecen de valor simbólico.
EL SÍMBOLO DOMINANTE de la civilización occidental es la figura de un hombre casi desnudo, torturado hasta la muerte; o más simple que todo eso, el instrumento de tortura en sí, la cruz. Pero nuestras imágenes de la salvaje muerte de Jesús son el producto de la imaginación y la idealización religiosas. En realidad, debía de ser algo espantoso de ver. Si hubiera habido cámaras durante el Calvario, ¿se habrían visto tentados veinte siglos de creyentes a colgar fotografías de esa escena en los retablos y en sus casas?
La fascinación de la imagen de Gilligan reside, en gran medida, en su misterio y en su carácter inescrutable. El cuerpo rígido y amortajado de pies a cabeza, los cables, la pose, y el capuchón con pico que conlleva tantas asociaciones vagas y macabras. Está claro que la pose es artificial y exagerada, una invención deliberada que parece formar parte de algún oscuro ritual, una escena de martirio. La imagen nos deja petrificados porque se parece a la verdad, pero al mirarla sólo podemos imaginarnos lo que es la verdad: ¿tortura, ejecución, una escena preparada para la cámara? Así que nos aferramos a la figura de Gilligan como símbolo que representa todo aquello que sabemos que está mal en Abu Ghraib y que no podemos –o no queremos– entender cómo ha podido pasar.
Texto adaptado por ‘El País Semanal’ a partir del libro de Philip Gourevitch y Errol Morris ‘La balada de Abu Ghraib’, que Debate publica en España en otoño.
Su táctica es morirse, su estrategia resucitar
El escritor Mario Benedetti, de 87 años, fue dado de alta ayer después de haber sido ingresado el domingo en una clínica de Montevideo por tercera vez en el año. El poeta, novelista, dramaturgo, cuentista y crítico sufrió una "descompensación arterial" que le produjo la mezcla de un nuevo medicamento con otros remedios. Su secretario personal, Ariel Silva, declaró que el escritor había sido dado de alta y regresará a su apartamento, en el centro de la capital de Uruguay, porque los análisis que le practicaron arrojan resultados positivos. El ganador de los Premios Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Iberoamericano José Martí "está tomando mucha medicación, algunos antibióticos, y eso puede haberle provocado alguna descompensación", dijo Silva. En enero estuvo tres semanas hospitalizado y en marzo volvió a ingresar por una subida de fiebre. El autor de Gracias por el fuego se encontraba el domingo en su casa escribiendo un nuevo volumen de poesías que se llamará Biografía para encontrarme. Ya ha acabado 76 poemas de este libro, que espera finalizar este año. El pasado abril planeaba presentar su última obra en Buenos Aires, Testigo de uno mismo, de Editorial Planeta, pero el acto se postergó para julio, aunque no parece claro que el autor cruce el Río de la Plata porque el invierno porteño no le convendrá para su salud.
domingo, 18 de mayo de 2008
Diego A. Manrique dixit
"Para Susan Sontag, sus nubas "son mejores nazis, bárbaros más puros, los verdaderos teutones. Ascendió al santoral de algunas feministas, fue celebrada por Andy Warhol, Jodie Foster pretendió interpretarla en un biopic, trató a Mick Jagger. Ah, claro: los monstruos del rock saben de que la peor metedura de pata puede ser superada. ¿Ejemplos? Neil Young ensalzando al presidente Reagan, Bob Dylan asegurando que urgía ayudar a los hipotecados granjeros estadounidenses antes que a los hambrientos de Etiopía. Hay más: Eric Clapton deplorando que el Reino Unido acogiera a tantos inmigrantes, David Bowie proclamando que a veces se necesita un führer. Ellos tenían excusas: drogas, alcohol, delirios. Leni Riefenstahl no se atrevió a articular su coartada: que el artista no está atado a las consideraciones morales".
El joven Vásquez en la vieja Europa
Por J. A. Rojo
Juan Gabriel Vásquez nació en Bogotá en 1973, y éstas son algunas cosas que le han pasado: ganó cuando tenía ocho años su primer premio literario y, con nueve, recibió el encargo de su padre de traducir del inglés una biografía de Pelé (era el año del Mundial de España). Cuenta que creció entre libros, que su familia lleva generaciones dedicada al derecho y que tuvieron de paso querencia por la literatura. "No puedo por eso decir cuándo empecé a escribir, tengo la impresión de haber estado haciéndolo siempre", comenta. Ahora publica Los amantes de Todos los Santos (Alfaguara), que incorpora algunos cuentos a la edición que apareció en Colombia en 2001. Es el primer libro que considera suyo, pues dice que las dos novelas que escribió antes forman parte de su "prehistoria". Juan Gabriel Vásquez terminó los estudios de Derecho en Bogotá, pero desde antes sabía que no ejercería. Decidió salir de su país y un día (tenía 23 años) hizo la maleta. "Metí las obras completas de Faulkner, y me fui a París. Soy mitómano y quería empaparme de las historias que vivieron allí algunos escritores: Joyce, Faulkner, Hemingway, Gertrude Stein, Scott Fitzgerald. Cuando digo empaparme digo empaparme. Me llevó un año: visité y desentrañé cada rincón por el que pasaron". Se especializó en literatura latinoamericana en la Sorbona. Cuando terminó, le entró el miedo. Si se metía en la tesis igual ya nadie lo sacaría de todo eso (de los estudios, de la cosa académica, de la especialización). Seguía queriendo dedicarse a la literatura. "Voy a pensarlo durante una semana en la casa de unos amigos que viven en Las Ardenas, alejado del ruido, con calma". Se fue a Bélgica con esos amigos, una pareja que andaba por los 70 años, familiares de la que por entonces era su novia. Se quedó un año. "Nos gustaban los mismos escritores, el mismo tipo de literatura, disfrutábamos conversando, me apasionaba escuchar las largas historias que me contaban sobre las cosas que pasaron en aquellos lugares".
Los amantes de Todos los Santos es el libro europeo de un escritor colombiano. Todos los relatos se desarrollan en Bélgica y Francia, y cuentan de la soledad, de amores que se rompen, de lazos prohibidos, de obsesiones y dolores que no pueden mitigarse. "Pensaba entonces que sólo podía escribir de lo que conocía, y Colombia era para mí un misterio. Tuve que lanzarme primero al mundo de los otros, de los lejanos, de esos europeos de los que hablo en este libro. Más adelante supe que sólo se escribe de verdad de lo que se desconoce, pero eso ocurrió después, con Los informantes y luego con Historia de Costaguana, dos novelas que se sumergen ya, a fondo, en las cosas de Colombia"."Me costó entender que sólo se escribe de verdad de lo que se desconoce".
Los amantes de Todos los Santos es el libro europeo de un escritor colombiano. Todos los relatos se desarrollan en Bélgica y Francia, y cuentan de la soledad, de amores que se rompen, de lazos prohibidos, de obsesiones y dolores que no pueden mitigarse. "Pensaba entonces que sólo podía escribir de lo que conocía, y Colombia era para mí un misterio. Tuve que lanzarme primero al mundo de los otros, de los lejanos, de esos europeos de los que hablo en este libro. Más adelante supe que sólo se escribe de verdad de lo que se desconoce, pero eso ocurrió después, con Los informantes y luego con Historia de Costaguana, dos novelas que se sumergen ya, a fondo, en las cosas de Colombia"."Me costó entender que sólo se escribe de verdad de lo que se desconoce".
La elegancia nunca se pierde
Incluso las víctimas o lo que queda de ellas.
sábado, 17 de mayo de 2008
Paul McCartney dixit
“En el día de mi muerte / Me gustaría que se contaran chistes / Y que las viejas historias / Se desenrollen como las alfombras / Sobre las que jugaron los niños / Y donde se recostaron mientras escuchaban / las historias de los viejos tiempos / En el día de mi muerte / Quiero que suenen las campanas / Y que las canciones que se entonaron / Sean colgadas como las mantas / donde yacieron los amantes / mientras oían las canciones que se cantaron”.
Ser narrador en Colombia
Por Piedad Bonnet
Mario Vargas Llosa escribió que los escritores somos como gallinazos: nos alimentamos de la carroña. Por desgracia, carroña es lo que sobra en Colombia. Y no es una figura metafórica. Hace ya décadas que vivimos en un clima de violencia enloquecida, donde proliferan los secuestros, las desapariciones, los desplazamientos masivos y las masacres, muchas de ellas cometidas con la mayor sevicia.
En medio de esa circunstancia atroz ejercemos nuestro oficio los escritores colombianos, preguntándonos cómo enfrentar tales realidades. Eludir el tema de la violencia es una decisión totalmente legítima pero no siempre sencilla. Flaubert escribió a Turguénev: "Siempre he tratado de vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza con minarla". Pero Brecht dijo: "Cuando estás de mierda hasta el cuello, lo único que te queda es cantar". Y sí, Colombia canta, hasta el punto de haber convertido ya en lugar común la idea de que sus reservas espirituales se manifiestan por la vía del arte. Sin embargo, el panorama cultural en gran parte del país es desolador. Y la gente asiste masivamente a oír poesía pero los libros de poesía no se venden; las funciones del festival se abarrotan de público, pero el teatro nacional sobrevive de milagro. Se publica bastante, pero no se lee casi nada; y en la gran mayoría de los hogares colombianos no existen libros.
El panorama de la creación literaria no es, sin embargo, desalentador. Hay abundancia, diversidad y -como es natural- buena y mala literatura. La crítica literaria se ha incrementado un tanto, animada por las revistas culturales, pero sigue dejando mucho que desear, entre otras cosas porque las páginas culturales de los grandes periódicos privilegian la farándula, muy en la onda comercial que hoy impera.
La violencia sigue siendo una temática fundamental. La poesía trazó unos caminos muy interesantes en su abordaje, de una manera sutil y con grandes logros, con maestros como Juan Manuel Roca y José Manuel Arango. En la narrativa la cuestión es más compleja. Una investigadora de Columbia University, Camila Segura, ha mostrado cómo algunos autores contemporáneos de la novela de la violencia, en su afán de hacer inteligible el fenómeno y llevados por un deseo de interpretación moral, han optado por el lenguaje del melodrama, el cual, dentro de una tradición muy latinoamericana -que incluye la telenovela- cumple, según Monsiváis, con "la función muy útil y no menospreciable de permitir la asimilación de un paisaje trágico". El problema es que este tipo de novela -Satanás, de Mario Mendoza, es un buen ejemplo, pero hay muchas más y muy conocidas- cae en estereotipos, maniqueísmos, "simpleza argumentativa" y aburridas moralejas. En el otro extremo estaría el Vallejo de La virgen de los sicarios -a mi manera de ver también un moralista-, quien con mucha garra apela a la ironía, al cinismo y a la diatriba para renegar de la patria (palabra, por demás, sometida últimamente por los gobernantes de la región al más repugnante manoseo) y develar la podredumbre.
Otro fenómeno curioso es el remozamiento de la novela de tema histórico, que constituye una de las vertientes más ricas de la producción actual. Al menos una docena de escritores destacados ha incursionado en el género en los últimos años, abarcando los más distintos registros: William Ospina, Andrés Hoyos, Evelio José Rosero, Enrique Serrano, Juan Gabriel Vásquez son algunos de ellos. Este florecimiento de un género tan interesante como problemático (nada más aburrido que una novela histórica mediocre) creo que obedece, entre otras cosas, a un interés por interpretar los problemas del país, pero eludiendo el inmediatismo.
En la relación ya vieja entre literatura y periodismo se están dando fenómenos muy particulares, que no son, hasta donde entiendo, propios sólo del país. Por una parte, escritores de prestigio y acusado poder crítico, como Óscar Collazos, Héctor Abad y William Ospina, entre otros, tienen la oportunidad de ejercer cabalmente como intelectuales desde columnas de opinión que permiten ahondar en la reflexión sobre la crisis de una manera novedosa. Por otro, un número significativo de periodistas se ha lanzado a escribir novela, algunos con bastante éxito editorial. La buena acogida de sus libros obedece, en ocasiones, a la calidad de la escritura -es el caso del último libro de Abad-, pero en muchos casos -la mayoría, diría yo- más al apoyo mediático o a razones comerciales que a otra cosa. El gran problema de estas novelas, cuando son malas, es que se escriben desde el mismo lugar que sus crónicas o sus reportajes: el lenguaje periodístico. Se privilegia ante todo la trama, y se persigue la fidelidad a la realidad, en total desentendimiento de las nuevas propuestas de la literatura mundial.
Algo similar ocurre con la relación entre literatura y cine. Muchos jóvenes escritores se formaron como guionistas, y como tal proceden a la hora de escribir sus novelas. El escritor Nahum Montt decía en un reportaje reciente que había escrito su novela Lara tratando de que "sus personajes no reflexionen mucho" y en ella haya mucha acción, "como en el cine". Aunque su afirmación parece dirigida contra la exacerbación de la interioridad, sin querer pone el dedo en la llaga: a menudo se olvida que la literatura es lenguaje, y que la "acción" en la novela de hoy no es, ni mucho menos, definitiva.
Hay, por supuesto, mucha tela que cortar. No he hablado de un supuesto realismo sucio, de la llamada novela urbana, de los caminos experimentales de algunos escritores, y de ese gran incomprendido que es el cuento. Remataría, tan sólo, con una afirmación que espero no se interprete como cinismo: un escritor en Colombia puede morirse de cualquier cosa -incluso de una bala perdida- pero jamás de aburrimiento.
En medio de esa circunstancia atroz ejercemos nuestro oficio los escritores colombianos, preguntándonos cómo enfrentar tales realidades. Eludir el tema de la violencia es una decisión totalmente legítima pero no siempre sencilla. Flaubert escribió a Turguénev: "Siempre he tratado de vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza con minarla". Pero Brecht dijo: "Cuando estás de mierda hasta el cuello, lo único que te queda es cantar". Y sí, Colombia canta, hasta el punto de haber convertido ya en lugar común la idea de que sus reservas espirituales se manifiestan por la vía del arte. Sin embargo, el panorama cultural en gran parte del país es desolador. Y la gente asiste masivamente a oír poesía pero los libros de poesía no se venden; las funciones del festival se abarrotan de público, pero el teatro nacional sobrevive de milagro. Se publica bastante, pero no se lee casi nada; y en la gran mayoría de los hogares colombianos no existen libros.
El panorama de la creación literaria no es, sin embargo, desalentador. Hay abundancia, diversidad y -como es natural- buena y mala literatura. La crítica literaria se ha incrementado un tanto, animada por las revistas culturales, pero sigue dejando mucho que desear, entre otras cosas porque las páginas culturales de los grandes periódicos privilegian la farándula, muy en la onda comercial que hoy impera.
La violencia sigue siendo una temática fundamental. La poesía trazó unos caminos muy interesantes en su abordaje, de una manera sutil y con grandes logros, con maestros como Juan Manuel Roca y José Manuel Arango. En la narrativa la cuestión es más compleja. Una investigadora de Columbia University, Camila Segura, ha mostrado cómo algunos autores contemporáneos de la novela de la violencia, en su afán de hacer inteligible el fenómeno y llevados por un deseo de interpretación moral, han optado por el lenguaje del melodrama, el cual, dentro de una tradición muy latinoamericana -que incluye la telenovela- cumple, según Monsiváis, con "la función muy útil y no menospreciable de permitir la asimilación de un paisaje trágico". El problema es que este tipo de novela -Satanás, de Mario Mendoza, es un buen ejemplo, pero hay muchas más y muy conocidas- cae en estereotipos, maniqueísmos, "simpleza argumentativa" y aburridas moralejas. En el otro extremo estaría el Vallejo de La virgen de los sicarios -a mi manera de ver también un moralista-, quien con mucha garra apela a la ironía, al cinismo y a la diatriba para renegar de la patria (palabra, por demás, sometida últimamente por los gobernantes de la región al más repugnante manoseo) y develar la podredumbre.
Otro fenómeno curioso es el remozamiento de la novela de tema histórico, que constituye una de las vertientes más ricas de la producción actual. Al menos una docena de escritores destacados ha incursionado en el género en los últimos años, abarcando los más distintos registros: William Ospina, Andrés Hoyos, Evelio José Rosero, Enrique Serrano, Juan Gabriel Vásquez son algunos de ellos. Este florecimiento de un género tan interesante como problemático (nada más aburrido que una novela histórica mediocre) creo que obedece, entre otras cosas, a un interés por interpretar los problemas del país, pero eludiendo el inmediatismo.
En la relación ya vieja entre literatura y periodismo se están dando fenómenos muy particulares, que no son, hasta donde entiendo, propios sólo del país. Por una parte, escritores de prestigio y acusado poder crítico, como Óscar Collazos, Héctor Abad y William Ospina, entre otros, tienen la oportunidad de ejercer cabalmente como intelectuales desde columnas de opinión que permiten ahondar en la reflexión sobre la crisis de una manera novedosa. Por otro, un número significativo de periodistas se ha lanzado a escribir novela, algunos con bastante éxito editorial. La buena acogida de sus libros obedece, en ocasiones, a la calidad de la escritura -es el caso del último libro de Abad-, pero en muchos casos -la mayoría, diría yo- más al apoyo mediático o a razones comerciales que a otra cosa. El gran problema de estas novelas, cuando son malas, es que se escriben desde el mismo lugar que sus crónicas o sus reportajes: el lenguaje periodístico. Se privilegia ante todo la trama, y se persigue la fidelidad a la realidad, en total desentendimiento de las nuevas propuestas de la literatura mundial.
Algo similar ocurre con la relación entre literatura y cine. Muchos jóvenes escritores se formaron como guionistas, y como tal proceden a la hora de escribir sus novelas. El escritor Nahum Montt decía en un reportaje reciente que había escrito su novela Lara tratando de que "sus personajes no reflexionen mucho" y en ella haya mucha acción, "como en el cine". Aunque su afirmación parece dirigida contra la exacerbación de la interioridad, sin querer pone el dedo en la llaga: a menudo se olvida que la literatura es lenguaje, y que la "acción" en la novela de hoy no es, ni mucho menos, definitiva.
Hay, por supuesto, mucha tela que cortar. No he hablado de un supuesto realismo sucio, de la llamada novela urbana, de los caminos experimentales de algunos escritores, y de ese gran incomprendido que es el cuento. Remataría, tan sólo, con una afirmación que espero no se interprete como cinismo: un escritor en Colombia puede morirse de cualquier cosa -incluso de una bala perdida- pero jamás de aburrimiento.
viernes, 16 de mayo de 2008
El peor poeta del mundo
A collection of poems by a Scottish bard dubbed the "world's worst poet" was to go under the hammer Friday, expected to sell for thousands of pounds. William McGonagall was mocked by literary critics and had food thrown at him during public readings, before dying penniless in an unmarked grave in Edinburgh in 1902. But his very notoriety means his work has become surprisingly popular, and the collection of 35 poems on sale was estimated to make up to 6,500 pounds. "McGonagall is obviously not the best poet, but he is actually very popular these days," said Alex Dove, a specialist at Lyon and Turnbull auction house in the Scottish capital which was selling the poems. The works, many of them signed, deal with topics ranging from women's suffrage and the burning of a theatre in Aberdeen. If the collection goes for its estimated price it would be in the same league as first edition copies of Harry Potter books signed by author J. K. Rowling, according to The Daily Telegraph newspaper. The poet -- full name William Topaz McGonagall -- was nicknamed the "The Tayside Tragedian" in his home city of Dundee, where laughing locals would throw fruit and vegetables at him. Critics have awarded him the "world's worst" label because of the crashing lack of subtlety in terms of rhyme, imagery, vocabulary or repetition. His most famous poem is about the Tay Bridge disaster of 1879, in which 75 people died: "So the train mov'd slowly along the Bridge of Tay, Until it was about midway, Then the central girders with a crash gave way, And down went the train and passengers into the Tay."
miércoles, 14 de mayo de 2008
Soy curioso: era
Murió Robert Rauschenberg, uno de los pioneros del pop art, a los 82 años. El artista estadounidense, que saltó a la fama en los años 50, realizó combinaciones incongruentes de pintura y objetos tridimensionales extraños y cotidianos. También incorporó imágenes fotográficas a sus trabajos en los años 60, incluyendo, de manera memorable, aquellas del presidente John F. Kennedy. Sin embargo, Rauschenberg no acaparó la atención popular del modo en que lo hizo Andy Warhol con sus latas de sopa Campbell's o Roy Lichtenstein con sus libros de comic.Entre sus trabajos más famosos se destaca Bed (cama), creado tras despertarse con ánimos de pintar pero sin dinero para comprar un lienzo. Su solución fue quitarle a su cama el edredón y usar pintura, pasta de dientes y pintura de uñas.Rauschenberg también fue escultor y coreógrafo y llegó a ganar un premio Grammy en 1984 por el empaque del disco de los Talking Heads ''Speaking in Tongues''."Soy curioso", dijo en 1997 en una de las pocas entrevistas que concedió en los últimos años. '"Es muy gratificante. Todavía descubro cosas todos los días"'.En sus más de 50 años de trayectoria artística, Rauschenberg produjo una variada y prolífica colección que en 1998 llenó las salas del Museo Solomon R. Guggenheim en Manhattan para una retrospectiva de su vida.Dividió su tiempo entre Nueva York y la isla Captiva en Florida, donde tenía una casa llena de obras suyas y de sus amigos. "Me gustan las cosas que son casi souvenirs de una creación -dijo a Harper's Bazaar en 1997- porque el proceso es más interesante que el trabajo terminado".
domingo, 11 de mayo de 2008
Freddie Mercury dixit
“En términos amorosos, nunca tienes el control y odio esa sensación. He llorado a mares. Tengo esta coraza dura de macho que proyecto en el escenario, pero también tengo mi lado blando, que se derrite como la mantequilla. Soy un auténtico romántico, igual que Rodolfo Valentino, pero en algunos artículos aparezco como una persona absolutamente fría. Soy un hombre extremista y eso puede ser muy destructivo. Parece que consumo a las personas que se me acercan demasiado y las destruyo, no importa cuánto me esfuerce en que las cosas funcionen. Pero mimo muchísimo a mis amantes. Me gusta hacerlos felices y me encanta darles regalos maravillosos y caros, pero al final acaban pisoteándome. A veces me despierto dudando, asustado porque estoy solo. Es por eso que salgo a buscar a alguien que me quiera, incluso aunque sólo sea por una noche. En esas noches me limito a jugar mi papel”.
miércoles, 7 de mayo de 2008
La palabra del padre
Algo tiene que tener Austria para que sus escritores la hayan tratado tan mal. El arte de echar pestes, la facilidad para el insulto, la furia permanente, la vergüenza extrema por lo propio, el desprecio por los congéneres, la rabia y el asco -todo eso y todo eso contra Austria- forma parte del nervio central de las obras de escritores como Thomas Bernhard y Elfriede Jelinek. El primero ya no está para pronunciarse sobre el caso de Josef Fritzl, ese padre que abusó de su hija durante 24 años, pero Jelinek sí, y lo ha hecho. En un artículo titulado Im Verlassenen (En el abandono), colgado en su página web (www.elfriedejelinek.com/), la escritora (Premio Nobel, 2004) deja claro que todo lo que ha ocurrido ahí tiene que ver con "la palabra del padre".
Jelinek nunca ha sido convencional en su literatura, y sus textos avanzan como agitados por una energía interna, como dando golpes, como olas que rompen, una y otra vez, poseídas por obsesiones recurrentes. Y así ocurre con lo que cuenta de esa "representación" que tuvo lugar en un "sótano-mazmorra" de un pueblo de su país, Amstetten. El caso es conocido y también es conocida la mirada feminista de Jelinek y su cólera para denunciar, atacar y machacar cualquier atisbo de machismo, cualquier mínimo signo del viejo poder del hombre.
Estaba cantado que Jelinek se lanzaría contra ese padre, "que es también abuelo, hay padres y abuelos que son una sola persona, está la Santísima Trinidad, uno en tres personas...", y lo que hace en su arrebato de poco más de 2.000 palabras es sumergirse en esa negrura para agitar sus recovecos y mostrar que el monstruo está en ese pequeño país, donde nadie va a cuestionar la autoridad de un padre-abuelo, y donde puede ocurrir lo que ocurrió sin que Fritzl tuviera vergüenza alguna. Está el viaje del padre a Tailandia, está ese sótano con las cosas de los pequeños, está esa joven que se convirtió en víctima de su familia. Y el telón de fondo, Austria, que con sus rigurosas estructuras patriarcales de nuevo propicia la virulencia del verbo de Jelinek. En la página web de Jelinek se puede leer también Envidia, su último libro (una novela privada), que no permitirá que se edite de forma impresa. Tanto para la novela como para los textos que la escritora vuelca rige la prohibición de ser reproducidos sin autorización.
Jelinek nunca ha sido convencional en su literatura, y sus textos avanzan como agitados por una energía interna, como dando golpes, como olas que rompen, una y otra vez, poseídas por obsesiones recurrentes. Y así ocurre con lo que cuenta de esa "representación" que tuvo lugar en un "sótano-mazmorra" de un pueblo de su país, Amstetten. El caso es conocido y también es conocida la mirada feminista de Jelinek y su cólera para denunciar, atacar y machacar cualquier atisbo de machismo, cualquier mínimo signo del viejo poder del hombre.
Estaba cantado que Jelinek se lanzaría contra ese padre, "que es también abuelo, hay padres y abuelos que son una sola persona, está la Santísima Trinidad, uno en tres personas...", y lo que hace en su arrebato de poco más de 2.000 palabras es sumergirse en esa negrura para agitar sus recovecos y mostrar que el monstruo está en ese pequeño país, donde nadie va a cuestionar la autoridad de un padre-abuelo, y donde puede ocurrir lo que ocurrió sin que Fritzl tuviera vergüenza alguna. Está el viaje del padre a Tailandia, está ese sótano con las cosas de los pequeños, está esa joven que se convirtió en víctima de su familia. Y el telón de fondo, Austria, que con sus rigurosas estructuras patriarcales de nuevo propicia la virulencia del verbo de Jelinek. En la página web de Jelinek se puede leer también Envidia, su último libro (una novela privada), que no permitirá que se edite de forma impresa. Tanto para la novela como para los textos que la escritora vuelca rige la prohibición de ser reproducidos sin autorización.
lunes, 5 de mayo de 2008
Segovia en boca de Paz
En una carta que Octavio Paz le escribió a Tomás Segovia (foto) en 1980 le decía que su actitud, cuando habían coincidido por aquellos tiempos, había sido "más bien esquiva, para no decir desdeñosa". "Quizá tuvo razón", comenta ahora este poeta que nació en Valencia en 1927 y que se hizo mexicano durante su largo exilio. "Nunca he sido muy expresivo. Incluso decirle 'te quiero' a mi mujer me parecía faltarle un poco. Así que, ya fuera por timidez o por orgullo, nunca supe transmitirle mi admiración. Salvo por escrito, hablando de sus libros". Diez años después de la muerte del gran poeta y ensayista mexicano, Premio Nobel en 1990, aparecen ahora nuevos materiales para acercarse a su monumental obra. Fondo de Cultura Económica edita las que le escribió a Tomás Segovia (Premio Juan Rulfo, 2005). Escritas entre 1957 y 1985, dan cuenta de las cosas de las que hablan dos personas próximas: sus proyectos, sus dificultades, su visión del mundo, sus opiniones sobre el oficio que comparten (el de poetas).
Lo que estas cartas transmiten, sin embargo, es mucho más. Paz era ya por entonces una figura de peso en el panorama literario internacional, un hombre que había tratado con los autores de referencia, que había estado en distintas embajadas y había viajado y dado clases y conferencias y publicado en revistas de indiscutible prestigio. , sabía lo que se cocía en cada lugar del planeta y era consciente de los desafíos a los que se había embarcado con su escritura. Segovia estaba empezando y era más bien parco a la hora de manifestarse y estaba fuera de los salones literarios y del barullo. Hoy sigue considerándose "un tipo marginal, que no marginado".
"Era una relación que tenía mucho de paterno-filial", recuerda Segovia y señala que, en las últimas cartas, Paz lo regañaba con frecuencia. "Hemos perdido algo -no sé qué, el alma, el temple, el amor, el respeto por el otro y las obras ajenas, el sentido del pasado, el del presente y el del futuro- y nos hemos convertido en micos", le escribe Paz refiriéndose a mexicanos y españoles. O le dice: "Yo no creo que el amor sea un fin -es un comienzo. ¿De qué? No lo sé aunque lo presiento: de nosotros mismos".
Lo que estas cartas transmiten, sin embargo, es mucho más. Paz era ya por entonces una figura de peso en el panorama literario internacional, un hombre que había tratado con los autores de referencia, que había estado en distintas embajadas y había viajado y dado clases y conferencias y publicado en revistas de indiscutible prestigio. , sabía lo que se cocía en cada lugar del planeta y era consciente de los desafíos a los que se había embarcado con su escritura. Segovia estaba empezando y era más bien parco a la hora de manifestarse y estaba fuera de los salones literarios y del barullo. Hoy sigue considerándose "un tipo marginal, que no marginado".
"Era una relación que tenía mucho de paterno-filial", recuerda Segovia y señala que, en las últimas cartas, Paz lo regañaba con frecuencia. "Hemos perdido algo -no sé qué, el alma, el temple, el amor, el respeto por el otro y las obras ajenas, el sentido del pasado, el del presente y el del futuro- y nos hemos convertido en micos", le escribe Paz refiriéndose a mexicanos y españoles. O le dice: "Yo no creo que el amor sea un fin -es un comienzo. ¿De qué? No lo sé aunque lo presiento: de nosotros mismos".
viernes, 2 de mayo de 2008
Antanas Mockus dixit
Si yo fuera Uribe ya habría renunciado (tal vez por ello los colombianos no me eligieron hace dos años). Yidis, en toda su ingenuidad, confesó que su voto fue obtenido con promesas de nombramientos (la expresión técnica exacta para designar el delito confesado es cohecho). Y sin su voto no habría habido reelección. Matemático. Si Yidis se hubiera mantenido en su negativa, Uribe no estaría gobernando. (A menos que alguien se hubiera inventado otro atajo.)
Cuando el atajo está al servicio de una buena causa, muchos colombianos lo aceptan (lo aceptamos). Los resultados justifican la falta. Lo de Yidis fue un atajo. Un atajo dolorosamente documentado en el video con Noticias Uno. Yidis temía dos cosas: que la mataran, que le incumplieran. Sus entrevistas, incluida la de El Espectador, son patéticos documentos de época. ¡Se equiparan la rabia por el incumplimiento de las promesas y el miedo a perder la vida! A Yidis le sigue pareciendo por momentos más grave la violación de la norma informal, propia de la cultura política, según la cual los favores se pagan. Se da la pela de pagar un costo jurídico grande por defender una norma cultural ilegal.
Un editorial de EL TIEMPO me acusó de fundamentalismo anticlientelista cuando, como Alcalde, ante reiteradas negativas del Concejo de Bogotá a proyectos críticos, me mantuve en mi posición de no transar. "Un poquito de clientelismo" de vez en cuando podía ser conveniente, según el editorial. Se comprende mejor ahora. Hay un realismo de los 'buenos' (Guantánamo está al servicio de una causa justa, no importa que años después la Corte Suprema de Justicia de E.U. termine de pronto mandándolo cerrar). Todas las instituciones quedan bien: el Ejecutivo hace su tarea, años después la justicia llega y hace la suya. ¿Qué estudiante de administración no ha leído 'La carta a García'? La moraleja parece ser que el resultado justifica todo. No importa cómo, hay que alcanzarlo. Pero esa actitud incuba indignación, ira y a veces desprecio y odio.
Yo no odio a Uribe. Lo envidio. Usa su capacidad persuasiva para distanciarse oportunamente de su base social y sus aliados. Maniobras que le permitieron salvar su reelección y quedar políticamente perdonadas por los logros de su gestión. Su Ley de Justicia y Paz, que inicialmente era garantía de impunidad, fue transformada por la presión de parlamentarios decentes, ONG y fallos de las cortes en una ley de transición admirable, que está dando hoy sus frutos. ¿Quién se atribuye los logros? El Gobierno, Uribe. Lo hace casi sin parpadear. Funciona la institucionalidad colombiana enderezando radicalmente la iniciativa de Uribe y... ¿de quién termina siendo el mérito? De Uribe.
Si yo fuera Gina Parody o Martha Lucía Ramírez, dos congresistas en cuya honestidad creo (así como creo en la de Gustavo Petro), yo renunciaría. Se necesita tener la cara dura de Samper y parte de su equipo para reconocer que los dineros del cartel de Cali entraron a su campaña a sus espaldas, sin reconocer que sin esos dineros él no hubiera sido elegido, y, por tanto, renunciar. Los directivos de los partidos uribistas dejaron, consciente y voluntariamente o no, que el voto sano que los eligió, por ejemplo los de Gina Parody y Martha Lucía Ramírez, se mezclara con el voto producto de presión paramilitar. La "combinación de todas las formas de lucha" es, sin duda, el título de la enfermedad que agobia a Colombia. ¡Deslindémonos!
Apreciado Presidente: sin el voto de Yidis o Teodolindo, usted no habría sido elegido. No nos venga ahora con el cuento de que el fin (indudablemente noble, nada menos que "salvar la patria") justificaba los medios (la oferta de gabelas a Yidis). No es solo un tema jurídico. Es también, y sobre todo, un tema político. Pero en Colombia la gente juega a sustituir por un enrevesado juicio legal el juicio moral y cultural que dicta el sentido común. No ocultemos el sol tapándolo con las manos: lo que sabemos todos da para un juicio político claro y sin demoras. Es tiempo de renuncias. Después, la historia, con su sabiduría, y la justicia darán su dictamen definitivo.
Cuando el atajo está al servicio de una buena causa, muchos colombianos lo aceptan (lo aceptamos). Los resultados justifican la falta. Lo de Yidis fue un atajo. Un atajo dolorosamente documentado en el video con Noticias Uno. Yidis temía dos cosas: que la mataran, que le incumplieran. Sus entrevistas, incluida la de El Espectador, son patéticos documentos de época. ¡Se equiparan la rabia por el incumplimiento de las promesas y el miedo a perder la vida! A Yidis le sigue pareciendo por momentos más grave la violación de la norma informal, propia de la cultura política, según la cual los favores se pagan. Se da la pela de pagar un costo jurídico grande por defender una norma cultural ilegal.
Un editorial de EL TIEMPO me acusó de fundamentalismo anticlientelista cuando, como Alcalde, ante reiteradas negativas del Concejo de Bogotá a proyectos críticos, me mantuve en mi posición de no transar. "Un poquito de clientelismo" de vez en cuando podía ser conveniente, según el editorial. Se comprende mejor ahora. Hay un realismo de los 'buenos' (Guantánamo está al servicio de una causa justa, no importa que años después la Corte Suprema de Justicia de E.U. termine de pronto mandándolo cerrar). Todas las instituciones quedan bien: el Ejecutivo hace su tarea, años después la justicia llega y hace la suya. ¿Qué estudiante de administración no ha leído 'La carta a García'? La moraleja parece ser que el resultado justifica todo. No importa cómo, hay que alcanzarlo. Pero esa actitud incuba indignación, ira y a veces desprecio y odio.
Yo no odio a Uribe. Lo envidio. Usa su capacidad persuasiva para distanciarse oportunamente de su base social y sus aliados. Maniobras que le permitieron salvar su reelección y quedar políticamente perdonadas por los logros de su gestión. Su Ley de Justicia y Paz, que inicialmente era garantía de impunidad, fue transformada por la presión de parlamentarios decentes, ONG y fallos de las cortes en una ley de transición admirable, que está dando hoy sus frutos. ¿Quién se atribuye los logros? El Gobierno, Uribe. Lo hace casi sin parpadear. Funciona la institucionalidad colombiana enderezando radicalmente la iniciativa de Uribe y... ¿de quién termina siendo el mérito? De Uribe.
Si yo fuera Gina Parody o Martha Lucía Ramírez, dos congresistas en cuya honestidad creo (así como creo en la de Gustavo Petro), yo renunciaría. Se necesita tener la cara dura de Samper y parte de su equipo para reconocer que los dineros del cartel de Cali entraron a su campaña a sus espaldas, sin reconocer que sin esos dineros él no hubiera sido elegido, y, por tanto, renunciar. Los directivos de los partidos uribistas dejaron, consciente y voluntariamente o no, que el voto sano que los eligió, por ejemplo los de Gina Parody y Martha Lucía Ramírez, se mezclara con el voto producto de presión paramilitar. La "combinación de todas las formas de lucha" es, sin duda, el título de la enfermedad que agobia a Colombia. ¡Deslindémonos!
Apreciado Presidente: sin el voto de Yidis o Teodolindo, usted no habría sido elegido. No nos venga ahora con el cuento de que el fin (indudablemente noble, nada menos que "salvar la patria") justificaba los medios (la oferta de gabelas a Yidis). No es solo un tema jurídico. Es también, y sobre todo, un tema político. Pero en Colombia la gente juega a sustituir por un enrevesado juicio legal el juicio moral y cultural que dicta el sentido común. No ocultemos el sol tapándolo con las manos: lo que sabemos todos da para un juicio político claro y sin demoras. Es tiempo de renuncias. Después, la historia, con su sabiduría, y la justicia darán su dictamen definitivo.
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