Cuando uno empieza a escribir cree firmemente en la perfección, después se da cuenta de que lo importante es el error. No me refiero al error que deriva en juicios morales, sino al error puro, en bruto. En un importante artículo (Las estéticas de error: Tendencias post-digitales en la música contemporánea por computador, Kim Cascone, MIT, 2000), se decía, "el error se ha convertido en una prominente estética en la mayoría de las artes de finales del siglo XX", y se citaba la frase de Colson Whitehead, "son los errores los que guían la evolución, la perfección no ofrece ningún incentivo para el mejoramiento". Como escritor, eso es algo que siento muy cercano. Y los errores, a veces, cuanto más tontos mejor. Estoy escuchando una canción, oigo una estrofa y pienso que daría un brazo por haber escrito esa frase que con el tiempo me inspira un poema y además el personaje de una novela. Un día leo el cuadernillo del LP y veo que estaba confundido; el cantante decía otra cosa.
Supongo que la creatividad consiste en aprovechar intuitivamente los errores en tu beneficio, utilizar lo que está en los márgenes, el ruido, el residuo, como quien afirmase que ha aprendido a leer valiéndose de la mayor biblioteca del mundo: los contenedores de basura, que albergan millones de textos en los envases vacíos. Las obras importantes se han hecho a través de las anomalías, si entendemos por ello las mutaciones aberrantes producidas en una disciplina. Esa anomalía es el error que solemos desechar, la tara, el resto; un extrarradio. Es ahí donde suele hallarse el ADN de lo que damos en llamar artes. Obras maestras derivadas de errores hay muchas, Las Vegas, Nicanor Parra, Sex Pistols, Georges Perec, etcétera.
Hay un mecanismo generador de errores especialmente interesante, el apropiacionismo: un escritor extrae un fragmento del manual de instrucciones de una lavadora, y lo inserta tal cual entre dos párrafos de su propia obra o, da igual, del Quijote [que ya en sí es el Gran Error de la literatura universal]. Si ese inserto está bien aplicado, el lector detecta un cortocircuito , y el orden simbólico, canónico y hasta semántico del Quijote salta por lo aires. Por unos instantes el juicio sobre esa nueva obra queda en suspenso, en un limbo, en un extrarradio de la literatura muy propicio a la posibilidad de que surja una nueva e intensísima poética en virtud de ese error.
Estoy en casa, terminando estas notas. En un par de horas hay un programa en la tele que tengo que ver, se trata de una entrevista que me hicieron. Verse en la televisión es estimulante, pero también muy desagradable, percibes en ese rectángulo la entrada a la topografía de un tobogán cuya profundidad desconoces, algo así como el vértigo que sientes cuando circulas por una carretera y de repente te das cuenta de que vas en sentido contrario. Ves tu cara de fingida erudición en el televisor, te escuchas, rastreas en décimas de segundo tus posibles errores, ahí hay uno, pánico [o el coche que acelera contra tus faros, y das un volantazo, y no sabes a qué escenario te conducirá ese error, si a una nueva obra o a 2 metros bajo tierra] [habrá que releer Crash, de J. C. Ballard].
Supongo que la creatividad consiste en aprovechar intuitivamente los errores en tu beneficio, utilizar lo que está en los márgenes, el ruido, el residuo, como quien afirmase que ha aprendido a leer valiéndose de la mayor biblioteca del mundo: los contenedores de basura, que albergan millones de textos en los envases vacíos. Las obras importantes se han hecho a través de las anomalías, si entendemos por ello las mutaciones aberrantes producidas en una disciplina. Esa anomalía es el error que solemos desechar, la tara, el resto; un extrarradio. Es ahí donde suele hallarse el ADN de lo que damos en llamar artes. Obras maestras derivadas de errores hay muchas, Las Vegas, Nicanor Parra, Sex Pistols, Georges Perec, etcétera.
Hay un mecanismo generador de errores especialmente interesante, el apropiacionismo: un escritor extrae un fragmento del manual de instrucciones de una lavadora, y lo inserta tal cual entre dos párrafos de su propia obra o, da igual, del Quijote [que ya en sí es el Gran Error de la literatura universal]. Si ese inserto está bien aplicado, el lector detecta un cortocircuito , y el orden simbólico, canónico y hasta semántico del Quijote salta por lo aires. Por unos instantes el juicio sobre esa nueva obra queda en suspenso, en un limbo, en un extrarradio de la literatura muy propicio a la posibilidad de que surja una nueva e intensísima poética en virtud de ese error.
Estoy en casa, terminando estas notas. En un par de horas hay un programa en la tele que tengo que ver, se trata de una entrevista que me hicieron. Verse en la televisión es estimulante, pero también muy desagradable, percibes en ese rectángulo la entrada a la topografía de un tobogán cuya profundidad desconoces, algo así como el vértigo que sientes cuando circulas por una carretera y de repente te das cuenta de que vas en sentido contrario. Ves tu cara de fingida erudición en el televisor, te escuchas, rastreas en décimas de segundo tus posibles errores, ahí hay uno, pánico [o el coche que acelera contra tus faros, y das un volantazo, y no sabes a qué escenario te conducirá ese error, si a una nueva obra o a 2 metros bajo tierra] [habrá que releer Crash, de J. C. Ballard].