Por Zoé Valdés
Hace mucho tiempo visité en Trocadero 162 a María Luisa Bautista de Lezama. Yo era muy joven, tenía 19 años, y había leído Paradiso y el tomo de la Poesía Completa de José Lezama Lima, gracias al librero de La Avellaneda, en la calle Reina, que me guardaba libros raros y prohibidos. Cuando compré la Poesía Completa, dentro del libro había como marcador, una pequeña banderita cubana de seda, que un precedente lector había dejado olvidada. Leí todo; y empecé a merodear con curiosidad la casa de Lezama, a sabiendas que todavía era una casa vigilada.
Al poco tiempo, me presenté a María Luisa a través de la ventana, iba de parte de Nélida, la antigua criada, que compraba en el mismo puesto de vianda que mi madre, una señora teñida de rubio, muy blanca de piel, entrada en carnes, sumamente amable y jaranera, que vivía cerca de María Luisa, aunque ya no trabajaba para ella.
La viuda de Lezama, delgada, sobriamente vestida, me recibió primero en la ventana, luego me invitó a pasar. Atravesé las columnas salomónicas de la entrada del edificio, la que tantos escritores habían atravesado antes, con la intención de conocer a José Lezama Lima, aunque ya él no vivía, mi intención era conocerlo a través de su esposa. Cuando yo llegué, Lezama había muerto hacía tres años, y ningún periódico, absolutamente ninguno, hablaba de él.
María Luisa no sólo fue de una gran gentileza al recibirme –lo que en aquel momento me extrañó, porque los que la conocían se referían a ella como una una persona llena de resentimientos, lo que no fue el caso, en ninguno de mis encuentros con ella. Eso sí, después de hacerme el pequeño test de lecturas lezamianas, y comprobar que yo lo había leído de verdad, y de mostrarme los álbumes de fotos familiares, que sólo pude atesorar, evidentemente, con las pupilas, hizo consecuente que ella no guardaba ninguna simpatía por el régimen, más bien todo lo contrario, sin que yo le preguntara nada. Hablar de política no me interesaba para nada en aquellos tiempos. Yo llevaba mi cuaderno repleto de versos lezamianos, que dejé para después.
María Luisa hablaba poco, pero cuando hablaba se notaba que guardaba mucho dentro de ella, no sólo conocimientos, vivencias, experiencias hermosas, otras amargas, que no había podido compartir con demasiada gente, y tampoco le interesaba hacerlo, guardaba la memoria de lo que no deseaba que se perdiera de su esposo, como si la memoria de Lezama hubiera prendido en ella, adormeciendo la suya propia, o interponiéndose muy por encima. Me habló –desde luego-, con mucho amor de Lezama, como era natural, y con mucho respeto y cariño de Eloísa Lezama Lima.
En una de mis visitas, me entregó como regalo Oppiano Licario, donde Ynaca Eco es un personaje protagónico, inspirado en Eloísa, de la novela inconclusa, esto último ella me lo subrayó, también me regaló el poemario Fragmentos a su imán, y el disco de Casa de las Américas con la voz de Lezama leyendo su poesía. Entonces me habló de las Cartas a Eloísa, o sea, de Lezama a Eloísa Lezama Lima, el volumen prohibido desde luego, en Cuba, de una correspondencia sobre la vida del poeta en la Cuba de Castro, también cargado de un enorme contexto sentimental al estilo hermético lezamiano, aunque no deja de ser divertido escuchar en boca de Lezama, la descripción de las carencias, editado en México y en España. En España lo editó Verbum, con prólogo y comentarios de José Triana.
Las Cartas a Eloísa las leí más tarde, gracias a una persona muy cercana a mí que pudo comprar el libro en el extranjero. Yo había quedado sumamente prendada de la obra lezamiana, porque en medio de un lenguaje de reminiscencia y resonancias gongorianas, de súbito aparecía un verso donde se magnificaba “la cintura de avispa”, o “de la avispa”, con aquel “deseoso es aquel que huye de su madre”, o con los versos a “Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo”, o con la descripción del juego de yaquis, en las primeras páginas de Paradiso, donde Lezama describe, con la intensidad y profundidad poética que lo caracterizaba, cómo en las figuras que formaban los yaquis al ser tirados en el suelo, advirtieron él y su hermana, o él, fue quien primero se percató de una extraña visión, la del rostro del padre. Captar y trasmitir eso en una narración fue lo que me abrió un mundo, a las lecturas del Curso Délfico, al universo lezamiano, en el que el lector queda atrapado para toda la vida.
María Luisa siempre recalcaba que Lezama había adorado a sus padres, que sentía predilección por su madre, Rosa Lima de Lezama, que su pérdida había hundido aún más a Lezama en una soledad elegida para la literatura, y que después fue peor, con la separación de su hermana, por la que sentía no solamente el cariño natural entre hermanos, sino además, una profunda admiración, frente a su inteligencia, ante su bondad y firmeza. Eloísa Lezama Lima, del mismo modo, jamás pudo ser de otro modo. No sólo quería a su hermano, admiraba, y yo diría que veneraba, la obra de su hermano. La prueba es que por ella se batió hasta el final de su vida. ¿Por qué hubo de batirse? No sólo por salvarla de las garras de la dictadura castrista, que mucho provecho ha sacado del José Lezama Lima muerto, y de su obra; además de no permitir que las interpretaciones fatuas de la obra del gran poeta y novelista cubano se propagaran, contaminando la obra con los sinsentidos que le han querido otorgar póstumamente. Lezama es un autor al que todo el mundo quiere aspirar, pero no todo el mundo puede abarcar. Su inmenso magnetismo está en el misterio que entraña esa poderosa obra, un misterio del lenguaje, de su construcción, tejido como un tapiz medioeval, y de una densidad filosófica, pascaliana, y casaliana, que va de Pascal a Julián del Casal, y a la inversa, siempre a través del pensamiento poético.
No conocí personalmente a Eloísa Lezama Lima. Sólo hablé con ella por teléfono –fue José Triana quien me dio el número-. Sucedió a raíz de haber leído Una familia habanera, donde la escritora Eloísa Lezama Lima, narra la relación familiar no únicamente entre la obra de su hermano y cada uno de los miembros de la familia, además, arpegia la armonía que existió entre ellos, antes de que el dolor de la pérdida y de la separación hundiera a Lezama en el ostracismo, potenciado y aumentado por la política.
Guardo muy buenos recuerdos de esas breves conversaciones telefónicas, siempre la voz cálida de una señora amable, de una dama cubana de las de antes, sencilla, y a la vez brillante, incluso divertida. Hoy, cuando supe de su muerte, me entró un agudo vacío en el pecho. Se va acabando lo mejor de nuestro país, pensé. Abrí mi viejo libro de Oppiano Licario y leí, al azar:
“Pero Io es en mí el Eco de Licario, es decir, de la familia de la que se negó a engendrar con Júpiter una imagen, mi yo es un doble, un doble infuso que intenta lo mismo que Licario por la dirita via. Licario necesitaba una gigantesca sustitución, un contrapunto magnus, que devolvía naturalizado, convertido en naturaleza, un nuevo nacimiento causal, buscando licárimente una ambivalencia verbal entre la vida y la muerte. Se llevó el índice a los labios y dijo –Por ahora, ya no más Ynaca Eco Licario, ahora Ecohé que remedaba la mágica palabra que soplaba al hombre como un sin sentido que todos descubriésemos de súbito. Ahora Margaret y Lucía vamos a reojar París. Digo reojar para sugerir una doble visión de nuestro paseo. Vamos a ver qué podemos encontrar por las calles que nos hagan repensar y soñar de nuevo a la Orplid, las ciudades que hay que reconstruir.”
Eloísa Lezama Lima acaba de fallecer, en Miami, que en paz descanse. Mis condolencias a su hijo, familia, y amigos.
Hace mucho tiempo visité en Trocadero 162 a María Luisa Bautista de Lezama. Yo era muy joven, tenía 19 años, y había leído Paradiso y el tomo de la Poesía Completa de José Lezama Lima, gracias al librero de La Avellaneda, en la calle Reina, que me guardaba libros raros y prohibidos. Cuando compré la Poesía Completa, dentro del libro había como marcador, una pequeña banderita cubana de seda, que un precedente lector había dejado olvidada. Leí todo; y empecé a merodear con curiosidad la casa de Lezama, a sabiendas que todavía era una casa vigilada.
Al poco tiempo, me presenté a María Luisa a través de la ventana, iba de parte de Nélida, la antigua criada, que compraba en el mismo puesto de vianda que mi madre, una señora teñida de rubio, muy blanca de piel, entrada en carnes, sumamente amable y jaranera, que vivía cerca de María Luisa, aunque ya no trabajaba para ella.
La viuda de Lezama, delgada, sobriamente vestida, me recibió primero en la ventana, luego me invitó a pasar. Atravesé las columnas salomónicas de la entrada del edificio, la que tantos escritores habían atravesado antes, con la intención de conocer a José Lezama Lima, aunque ya él no vivía, mi intención era conocerlo a través de su esposa. Cuando yo llegué, Lezama había muerto hacía tres años, y ningún periódico, absolutamente ninguno, hablaba de él.
María Luisa no sólo fue de una gran gentileza al recibirme –lo que en aquel momento me extrañó, porque los que la conocían se referían a ella como una una persona llena de resentimientos, lo que no fue el caso, en ninguno de mis encuentros con ella. Eso sí, después de hacerme el pequeño test de lecturas lezamianas, y comprobar que yo lo había leído de verdad, y de mostrarme los álbumes de fotos familiares, que sólo pude atesorar, evidentemente, con las pupilas, hizo consecuente que ella no guardaba ninguna simpatía por el régimen, más bien todo lo contrario, sin que yo le preguntara nada. Hablar de política no me interesaba para nada en aquellos tiempos. Yo llevaba mi cuaderno repleto de versos lezamianos, que dejé para después.
María Luisa hablaba poco, pero cuando hablaba se notaba que guardaba mucho dentro de ella, no sólo conocimientos, vivencias, experiencias hermosas, otras amargas, que no había podido compartir con demasiada gente, y tampoco le interesaba hacerlo, guardaba la memoria de lo que no deseaba que se perdiera de su esposo, como si la memoria de Lezama hubiera prendido en ella, adormeciendo la suya propia, o interponiéndose muy por encima. Me habló –desde luego-, con mucho amor de Lezama, como era natural, y con mucho respeto y cariño de Eloísa Lezama Lima.
En una de mis visitas, me entregó como regalo Oppiano Licario, donde Ynaca Eco es un personaje protagónico, inspirado en Eloísa, de la novela inconclusa, esto último ella me lo subrayó, también me regaló el poemario Fragmentos a su imán, y el disco de Casa de las Américas con la voz de Lezama leyendo su poesía. Entonces me habló de las Cartas a Eloísa, o sea, de Lezama a Eloísa Lezama Lima, el volumen prohibido desde luego, en Cuba, de una correspondencia sobre la vida del poeta en la Cuba de Castro, también cargado de un enorme contexto sentimental al estilo hermético lezamiano, aunque no deja de ser divertido escuchar en boca de Lezama, la descripción de las carencias, editado en México y en España. En España lo editó Verbum, con prólogo y comentarios de José Triana.
Las Cartas a Eloísa las leí más tarde, gracias a una persona muy cercana a mí que pudo comprar el libro en el extranjero. Yo había quedado sumamente prendada de la obra lezamiana, porque en medio de un lenguaje de reminiscencia y resonancias gongorianas, de súbito aparecía un verso donde se magnificaba “la cintura de avispa”, o “de la avispa”, con aquel “deseoso es aquel que huye de su madre”, o con los versos a “Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo”, o con la descripción del juego de yaquis, en las primeras páginas de Paradiso, donde Lezama describe, con la intensidad y profundidad poética que lo caracterizaba, cómo en las figuras que formaban los yaquis al ser tirados en el suelo, advirtieron él y su hermana, o él, fue quien primero se percató de una extraña visión, la del rostro del padre. Captar y trasmitir eso en una narración fue lo que me abrió un mundo, a las lecturas del Curso Délfico, al universo lezamiano, en el que el lector queda atrapado para toda la vida.
María Luisa siempre recalcaba que Lezama había adorado a sus padres, que sentía predilección por su madre, Rosa Lima de Lezama, que su pérdida había hundido aún más a Lezama en una soledad elegida para la literatura, y que después fue peor, con la separación de su hermana, por la que sentía no solamente el cariño natural entre hermanos, sino además, una profunda admiración, frente a su inteligencia, ante su bondad y firmeza. Eloísa Lezama Lima, del mismo modo, jamás pudo ser de otro modo. No sólo quería a su hermano, admiraba, y yo diría que veneraba, la obra de su hermano. La prueba es que por ella se batió hasta el final de su vida. ¿Por qué hubo de batirse? No sólo por salvarla de las garras de la dictadura castrista, que mucho provecho ha sacado del José Lezama Lima muerto, y de su obra; además de no permitir que las interpretaciones fatuas de la obra del gran poeta y novelista cubano se propagaran, contaminando la obra con los sinsentidos que le han querido otorgar póstumamente. Lezama es un autor al que todo el mundo quiere aspirar, pero no todo el mundo puede abarcar. Su inmenso magnetismo está en el misterio que entraña esa poderosa obra, un misterio del lenguaje, de su construcción, tejido como un tapiz medioeval, y de una densidad filosófica, pascaliana, y casaliana, que va de Pascal a Julián del Casal, y a la inversa, siempre a través del pensamiento poético.
No conocí personalmente a Eloísa Lezama Lima. Sólo hablé con ella por teléfono –fue José Triana quien me dio el número-. Sucedió a raíz de haber leído Una familia habanera, donde la escritora Eloísa Lezama Lima, narra la relación familiar no únicamente entre la obra de su hermano y cada uno de los miembros de la familia, además, arpegia la armonía que existió entre ellos, antes de que el dolor de la pérdida y de la separación hundiera a Lezama en el ostracismo, potenciado y aumentado por la política.
Guardo muy buenos recuerdos de esas breves conversaciones telefónicas, siempre la voz cálida de una señora amable, de una dama cubana de las de antes, sencilla, y a la vez brillante, incluso divertida. Hoy, cuando supe de su muerte, me entró un agudo vacío en el pecho. Se va acabando lo mejor de nuestro país, pensé. Abrí mi viejo libro de Oppiano Licario y leí, al azar:
“Pero Io es en mí el Eco de Licario, es decir, de la familia de la que se negó a engendrar con Júpiter una imagen, mi yo es un doble, un doble infuso que intenta lo mismo que Licario por la dirita via. Licario necesitaba una gigantesca sustitución, un contrapunto magnus, que devolvía naturalizado, convertido en naturaleza, un nuevo nacimiento causal, buscando licárimente una ambivalencia verbal entre la vida y la muerte. Se llevó el índice a los labios y dijo –Por ahora, ya no más Ynaca Eco Licario, ahora Ecohé que remedaba la mágica palabra que soplaba al hombre como un sin sentido que todos descubriésemos de súbito. Ahora Margaret y Lucía vamos a reojar París. Digo reojar para sugerir una doble visión de nuestro paseo. Vamos a ver qué podemos encontrar por las calles que nos hagan repensar y soñar de nuevo a la Orplid, las ciudades que hay que reconstruir.”
Eloísa Lezama Lima acaba de fallecer, en Miami, que en paz descanse. Mis condolencias a su hijo, familia, y amigos.