En un reportaje concedido poco antes de su muerte, Rohmer reflexiona sobre el libro que junto a Chabrol dedicaron a Hitchcock, cuando nadie lo tomaba en serio. La edición de Manantial es la primera en castellano.
Por Antoine de Baecque
–¿Qué representaba Hitchcock para usted a mediados de los cincuenta, cuando se puso a escribir ese ensayo?
–Hitchcock encarnaba una de mis ideas más preciadas: la de que el cine se organiza como una forma en el espacio, una forma que es la ilustración de una idea secreta, oculta, que determina toda la obra. Al hablar de mí, pienso que represento también el punto de vista de Claude Chabrol, con quien escribimos ese librito en 1957, y en general el del grupo que defendía a Hitchcock en Cahiers du cinéma.
–En el caso de Hitchcock, ¿cuál era esa idea oculta, esa clave secreta de la obra?
–La metafísica. Y esto era admirable. Ya no sé quién de nosotros lanzó la palabra. ¿Chabrol? Seguro que Chabrol, por entonces el más metafísico de los dos... Estoy plenamente de acuerdo con esto, y lo estoy cada vez más al ver de nuevo ciertos films. Y pienso que el mismo Hitchcock estaba de acuerdo con esta idea: su originalidad metafísica se afirmó a través de su obra, y seguramente tuvo en cuenta nuestra interpretación cuando quiso llegar más lejos todavía en esa dirección, como en un juego de develamiento. Estoy persuadido de que un filme como The Wrong Man (El hombre equivocado) fue realizado para nosotros, para mostrarnos que teníamos razón al ahondar en esa interpretación metafísica de Hitchcock. Ahí está nuestra principal victoria: Hitchcock mismo reconoce la legitimidad de nuestra lectura de sus films, y la tiene en cuenta en la evolución de su obra. Es un ejemplo de diálogo entre la creación y la crítica.
–¿La idea era aceptada en esta época?
–Cuando la expusimos, era muy provocativa. Chocaba, hacía reír o al menos sonreír a nuestros colegas. Después, creo que se volvió una lectura común. Hoy es una idea bastante compartida. Sin embargo, nos costó hacerla admitir. Hay que señalar que, a comienzos de los cincuenta, Hitchcock casi no es tenido en cuenta por la crítica. Puede parecer extraño pues hace mucho que forma parte del panteón del cine, pero la crítica de entonces sólo admitía, entre las películas serias, dos films de Hitchcock: The Thirty-Nine Steps (Los 39 escalones), film inglés de 1935, y Shadow of a Doubt (La sombra de una duda), una de las primeras películas norteamericanas, rodada en 1943. Georges Sadoul escribía, por ejemplo: Hitchcock no vale nada, lo único que cuenta, y aun así, es La sombra de una duda.
–Y para usted, ¿cuándo Hitchcock pasó a ser tan importante?
–Debo decir que al principio yo mismo era un poco escéptico, severo y distante inclusive, sobre todo con Notorious (1946) (Tuyo es mi corazón). Sin duda a causa de Bresson, que era entonces mi gran autor y del que yo admiraba por encima de todo Les dames du Bois de Boulogne (1945) (Las damas del bosque de Boulogne). Me parecía que Hitchcock no llegaba lo suficientemente lejos, que no tomaba la suficiente distancia respecto de la anécdota. Lo cual es evidentemente injusto, pues en cierto modo yo exigía que Hitchcock hiciese los mismos films que Bresson; y paradójico, pues ahora pienso justo lo contrario: creo profundamente que la grandeza de Hitchcock está en que vaya tan lejos con lo anecdótico.
–¿Qué cosa de Hitchcock lo convirtió a su cine? ¿Hay, como en su visión de Rossellini en medio de Stromboli, un momento de revelación que lo sacude y lo convence de la grandeza de Hitchcock?
–En el caso de Hitchcock no existe revelación sino más bien un progresivo reconocimiento: la cumbre de mi admiración pasa por tres films, todos interpretados por James Stewart, lo que no debe de ser ajeno a mi adhesión por cuanto entiendo que es el actor perfecto para Hitchcock. Se trata de Rear Window (La ventana indiscreta), The Man Who Knew Too Much (En manos del destino), y Vertigo (Vértigo), realizados entre 1954 y 1958. Estas tres películas son precisamente las de la metafísica en el sentido de Platón citado por Edgar Allan Poe, y no es inocente que todo pase en Hitchcock por mediación de Poe. El tema de estos tres films es idéntico: la filosofía de Platón, o la de Kant, si lo prefiere, expuesta en el comienzo de la Crítica de la razón pura, vale decir, la estética trascendental. Son films basados en la materialización formal de una idea, donde se ha hecho visible un espacio-tiempo de la trascendencia. No son formas blandas sino formas reales, geométricas: la mirada voyeurista hacia el otro en La ventana indiscreta, el suspenso metafísico en En manos del destino, la elipsis en Vértigo...
–¿Puede dar un ejemplo concreto de esa puesta en escena metafísica?
–Existe un pasaje de En manos del destino que siempre me hace llorar, incluso hoy, cuando vuelvo a ver el film: la escena del canto de la madre. Aquí, el contraste de las dos músicas es tan admirable... Hitchcock sitúa el film en el espacio de una manera tan precisa y tan exacta que tengo entonces plenamente la sensación del tiempo que pasa y que, de manera inexorable, se marcha para no volver. Esta forma de melancolía metafísica me llega enormemente.
–Parece que otras dos películas fueron decisivas para su reconocimiento de Hitchcock: I Confess (Mi secreto me condena), de 1952, y El hombre equivocado, de 1956. Mi secreto me condena es central en su primer texto significativo sobre Hitchcock, “De trois filmes et d’une certaine école”, publicado en Cahiers du Cinéma en agosto de 1953.
–Son dos películas “serias” de Hitchcock, donde él vence a Rossellini en su propio terreno porque hace metafísica de manera más explícita, sacándola de melodramas. Son dos films importantes en la afirmación de Hitchcock por parte de nuestro pequeño grupo, y hemos escrito mucho sobre ellos, especialmente Rivette y yo sobre Mi secreto me condena, y Godard sobre El hombre equivocado, que indudablemente significó su mejor texto sobre el cine. Por lo demás, yo sigo escribiendo sobre Mi secreto me condena, pues en un prólogo a La rabouilleuse, de Balzac, comparo las dos mismas escenas, casi idénticas, en el filme y en la novela, aquella en la que el sacerdote es perseguido por la multitud en Hitchcock y aquella en la que Joseph Bridau es amenazado en Balzac. Pienso que Mi secreto me condena tuvo una gran importancia para que Hitchcock fuera reconocido en Francia. Con este film pudimos afirmar que Hitchcock no era solamente un buen realizador de policiales fáciles.
–Porque su libro sobre Hitchcock se inscribe en un contexto muy polémico...
–Es verdad. A André Bazin, por ejemplo, que era la mayor autoridad crítica de la época incluso para nosotros, no le gustaba Hitchcock. Recuerdo muy bien haber visto Strangers on a Train (1951) (Pacto siniestro) con él, y que se molestó mucho durante la proyección por el montaje rápido del film. Esto lo exasperaba. Personalmente, yo veía otra cosa en ese montaje: más bien la expresión clásica misma y la materialización de figuras geométricas que daban sentido. En el caso de Pacto siniestro, la recta y el círculo...
–¿Disentían entre ustedes respecto de estas películas en su grupo de Cahiers du Cinéma?
–No había entre nosotros una verdadera oposición con respecto a Hitchcock, sino en rigor una complementariedad que hacía que, por turno, subiéramos a primera línea en la revista o en Arts para machacar sobre la importancia de Hitchcock. No recuerdo más que una única discrepancia: Rivette no apreciaba tanto El hombre equivocado, le parecía demasiado explícito, mientras que Godard lo defendió a rajatabla. Hitchcock fue realmente para nosotros el caballito de batalla ideal de la política de autores: no era el guionista de sus filmes y había otros que hacían películas menos buenas con las mismas historias, lo que nos permitía demostrar que por lo tanto era el mejor director de cine del mundo. Y ser un autor de filmes equivalía a entrar en el panteón de los realizadores.
–Hoy, a cincuenta años de distancia, ¿Hitchcock le sigue gustando lo mismo, ve usted sus films de la misma manera?
–Tal vez existan films que me gustan menos, Mi secreto me condena y El hombre equivocado, por ejemplo. Pero no En manos del destino, que cada vez me gusta más. Es la película en la que más intensamente siento la felicidad de Hitchcock al construir: aquí todo se orienta hacia lo que va a suceder, es puro suspenso; y, en el mismo momento, consiguió tomarse tiempo de manera admirable, como un Rossellini, como un Renoir. Hitchcock sabe detenerse sobre el presente, en el presente, como un documentalista, aun cuando nada en absoluto se aparte de la intriga ni de la anécdota.
–¿Cambió entonces su visión de Hitchcock?
–Sí; ahora lo veo más como un narrador que como un formalista. Para mí está más cerca de Renoir, es un renoiriano paradójico. También sentí esto fuertemente al ver uno de sus últimos filmes, Frenzy (Frenesí), donde las calles de Londres adquieren un matiz muy Nueva Ola. Tengo una relectura renoiriana de Hitchcock, lo que puede sorprender...
–En cuanto a su libro de 1957, ¿cómo se repartieron el trabajo entre Chabrol y usted?
–Chabrol escribió sobre el período inglés y las primeras películas norteamericanas; yo, sobre los últimos filmes norteamericanos, desde Rope (Festín diabólico) hasta El hombre equivocado. A mi entender, en este pequeño libro falta un solo texto, el que escribí sobre Vértigo, “La hélice y la idea”, publicado en Cahiers du Cinéma en marzo de 1959, que sería como la exacta conclusión de mi admiración por Hitchcock. Quisiera entonces que, de aquí en más, las reediciones de este libro terminen con ese texto, aunque no haya estado en la versión original.
* Entrevista realizada el 13 de junio de 2008 e incluida en el libro publicado por la editorial Manantial.
Por Antoine de Baecque
–¿Qué representaba Hitchcock para usted a mediados de los cincuenta, cuando se puso a escribir ese ensayo?
–Hitchcock encarnaba una de mis ideas más preciadas: la de que el cine se organiza como una forma en el espacio, una forma que es la ilustración de una idea secreta, oculta, que determina toda la obra. Al hablar de mí, pienso que represento también el punto de vista de Claude Chabrol, con quien escribimos ese librito en 1957, y en general el del grupo que defendía a Hitchcock en Cahiers du cinéma.
–En el caso de Hitchcock, ¿cuál era esa idea oculta, esa clave secreta de la obra?
–La metafísica. Y esto era admirable. Ya no sé quién de nosotros lanzó la palabra. ¿Chabrol? Seguro que Chabrol, por entonces el más metafísico de los dos... Estoy plenamente de acuerdo con esto, y lo estoy cada vez más al ver de nuevo ciertos films. Y pienso que el mismo Hitchcock estaba de acuerdo con esta idea: su originalidad metafísica se afirmó a través de su obra, y seguramente tuvo en cuenta nuestra interpretación cuando quiso llegar más lejos todavía en esa dirección, como en un juego de develamiento. Estoy persuadido de que un filme como The Wrong Man (El hombre equivocado) fue realizado para nosotros, para mostrarnos que teníamos razón al ahondar en esa interpretación metafísica de Hitchcock. Ahí está nuestra principal victoria: Hitchcock mismo reconoce la legitimidad de nuestra lectura de sus films, y la tiene en cuenta en la evolución de su obra. Es un ejemplo de diálogo entre la creación y la crítica.
–¿La idea era aceptada en esta época?
–Cuando la expusimos, era muy provocativa. Chocaba, hacía reír o al menos sonreír a nuestros colegas. Después, creo que se volvió una lectura común. Hoy es una idea bastante compartida. Sin embargo, nos costó hacerla admitir. Hay que señalar que, a comienzos de los cincuenta, Hitchcock casi no es tenido en cuenta por la crítica. Puede parecer extraño pues hace mucho que forma parte del panteón del cine, pero la crítica de entonces sólo admitía, entre las películas serias, dos films de Hitchcock: The Thirty-Nine Steps (Los 39 escalones), film inglés de 1935, y Shadow of a Doubt (La sombra de una duda), una de las primeras películas norteamericanas, rodada en 1943. Georges Sadoul escribía, por ejemplo: Hitchcock no vale nada, lo único que cuenta, y aun así, es La sombra de una duda.
–Y para usted, ¿cuándo Hitchcock pasó a ser tan importante?
–Debo decir que al principio yo mismo era un poco escéptico, severo y distante inclusive, sobre todo con Notorious (1946) (Tuyo es mi corazón). Sin duda a causa de Bresson, que era entonces mi gran autor y del que yo admiraba por encima de todo Les dames du Bois de Boulogne (1945) (Las damas del bosque de Boulogne). Me parecía que Hitchcock no llegaba lo suficientemente lejos, que no tomaba la suficiente distancia respecto de la anécdota. Lo cual es evidentemente injusto, pues en cierto modo yo exigía que Hitchcock hiciese los mismos films que Bresson; y paradójico, pues ahora pienso justo lo contrario: creo profundamente que la grandeza de Hitchcock está en que vaya tan lejos con lo anecdótico.
–¿Qué cosa de Hitchcock lo convirtió a su cine? ¿Hay, como en su visión de Rossellini en medio de Stromboli, un momento de revelación que lo sacude y lo convence de la grandeza de Hitchcock?
–En el caso de Hitchcock no existe revelación sino más bien un progresivo reconocimiento: la cumbre de mi admiración pasa por tres films, todos interpretados por James Stewart, lo que no debe de ser ajeno a mi adhesión por cuanto entiendo que es el actor perfecto para Hitchcock. Se trata de Rear Window (La ventana indiscreta), The Man Who Knew Too Much (En manos del destino), y Vertigo (Vértigo), realizados entre 1954 y 1958. Estas tres películas son precisamente las de la metafísica en el sentido de Platón citado por Edgar Allan Poe, y no es inocente que todo pase en Hitchcock por mediación de Poe. El tema de estos tres films es idéntico: la filosofía de Platón, o la de Kant, si lo prefiere, expuesta en el comienzo de la Crítica de la razón pura, vale decir, la estética trascendental. Son films basados en la materialización formal de una idea, donde se ha hecho visible un espacio-tiempo de la trascendencia. No son formas blandas sino formas reales, geométricas: la mirada voyeurista hacia el otro en La ventana indiscreta, el suspenso metafísico en En manos del destino, la elipsis en Vértigo...
–¿Puede dar un ejemplo concreto de esa puesta en escena metafísica?
–Existe un pasaje de En manos del destino que siempre me hace llorar, incluso hoy, cuando vuelvo a ver el film: la escena del canto de la madre. Aquí, el contraste de las dos músicas es tan admirable... Hitchcock sitúa el film en el espacio de una manera tan precisa y tan exacta que tengo entonces plenamente la sensación del tiempo que pasa y que, de manera inexorable, se marcha para no volver. Esta forma de melancolía metafísica me llega enormemente.
–Parece que otras dos películas fueron decisivas para su reconocimiento de Hitchcock: I Confess (Mi secreto me condena), de 1952, y El hombre equivocado, de 1956. Mi secreto me condena es central en su primer texto significativo sobre Hitchcock, “De trois filmes et d’une certaine école”, publicado en Cahiers du Cinéma en agosto de 1953.
–Son dos películas “serias” de Hitchcock, donde él vence a Rossellini en su propio terreno porque hace metafísica de manera más explícita, sacándola de melodramas. Son dos films importantes en la afirmación de Hitchcock por parte de nuestro pequeño grupo, y hemos escrito mucho sobre ellos, especialmente Rivette y yo sobre Mi secreto me condena, y Godard sobre El hombre equivocado, que indudablemente significó su mejor texto sobre el cine. Por lo demás, yo sigo escribiendo sobre Mi secreto me condena, pues en un prólogo a La rabouilleuse, de Balzac, comparo las dos mismas escenas, casi idénticas, en el filme y en la novela, aquella en la que el sacerdote es perseguido por la multitud en Hitchcock y aquella en la que Joseph Bridau es amenazado en Balzac. Pienso que Mi secreto me condena tuvo una gran importancia para que Hitchcock fuera reconocido en Francia. Con este film pudimos afirmar que Hitchcock no era solamente un buen realizador de policiales fáciles.
–Porque su libro sobre Hitchcock se inscribe en un contexto muy polémico...
–Es verdad. A André Bazin, por ejemplo, que era la mayor autoridad crítica de la época incluso para nosotros, no le gustaba Hitchcock. Recuerdo muy bien haber visto Strangers on a Train (1951) (Pacto siniestro) con él, y que se molestó mucho durante la proyección por el montaje rápido del film. Esto lo exasperaba. Personalmente, yo veía otra cosa en ese montaje: más bien la expresión clásica misma y la materialización de figuras geométricas que daban sentido. En el caso de Pacto siniestro, la recta y el círculo...
–¿Disentían entre ustedes respecto de estas películas en su grupo de Cahiers du Cinéma?
–No había entre nosotros una verdadera oposición con respecto a Hitchcock, sino en rigor una complementariedad que hacía que, por turno, subiéramos a primera línea en la revista o en Arts para machacar sobre la importancia de Hitchcock. No recuerdo más que una única discrepancia: Rivette no apreciaba tanto El hombre equivocado, le parecía demasiado explícito, mientras que Godard lo defendió a rajatabla. Hitchcock fue realmente para nosotros el caballito de batalla ideal de la política de autores: no era el guionista de sus filmes y había otros que hacían películas menos buenas con las mismas historias, lo que nos permitía demostrar que por lo tanto era el mejor director de cine del mundo. Y ser un autor de filmes equivalía a entrar en el panteón de los realizadores.
–Hoy, a cincuenta años de distancia, ¿Hitchcock le sigue gustando lo mismo, ve usted sus films de la misma manera?
–Tal vez existan films que me gustan menos, Mi secreto me condena y El hombre equivocado, por ejemplo. Pero no En manos del destino, que cada vez me gusta más. Es la película en la que más intensamente siento la felicidad de Hitchcock al construir: aquí todo se orienta hacia lo que va a suceder, es puro suspenso; y, en el mismo momento, consiguió tomarse tiempo de manera admirable, como un Rossellini, como un Renoir. Hitchcock sabe detenerse sobre el presente, en el presente, como un documentalista, aun cuando nada en absoluto se aparte de la intriga ni de la anécdota.
–¿Cambió entonces su visión de Hitchcock?
–Sí; ahora lo veo más como un narrador que como un formalista. Para mí está más cerca de Renoir, es un renoiriano paradójico. También sentí esto fuertemente al ver uno de sus últimos filmes, Frenzy (Frenesí), donde las calles de Londres adquieren un matiz muy Nueva Ola. Tengo una relectura renoiriana de Hitchcock, lo que puede sorprender...
–En cuanto a su libro de 1957, ¿cómo se repartieron el trabajo entre Chabrol y usted?
–Chabrol escribió sobre el período inglés y las primeras películas norteamericanas; yo, sobre los últimos filmes norteamericanos, desde Rope (Festín diabólico) hasta El hombre equivocado. A mi entender, en este pequeño libro falta un solo texto, el que escribí sobre Vértigo, “La hélice y la idea”, publicado en Cahiers du Cinéma en marzo de 1959, que sería como la exacta conclusión de mi admiración por Hitchcock. Quisiera entonces que, de aquí en más, las reediciones de este libro terminen con ese texto, aunque no haya estado en la versión original.
* Entrevista realizada el 13 de junio de 2008 e incluida en el libro publicado por la editorial Manantial.