¿Por qué tanto interés en demostrar que Dios no existe? Es una pregunta que, ciertamente, gente como Hitchens refutaría, o al menos zanjaría de inmediato, diciendo que la verdad merece ser conocida más allá o más acá de cualquier interés. Sin embargo, eso de por sí torna sospechoso su enfoque. Como enseñó Nietzsche, quien habla de la verdad como un valor supremo muestra que todavía cree en un dios último. Pero entonces, si no puede, y no debería, invocar el amor por la verdad, ¿por qué a Hitchens le preocupa tanto la demostración de la no existencia de Dios? Sobre todo, teniendo en cuenta que, como observan muchos semi-creyentes, si Dios existe, la verdad es que hace sentir muy discretamente su presencia.
Podemos aventurar una hipótesis, que vale no sólo para Hitchens sino para todos los numerosos ateos militantes que comparten su mismo programa. Quieren demostrar que Dios no existe porque "perturba", o mejor: porque constituye un límite para nuestra libertad. De ahí que tenga sentido oponer a Nietzsche al ateísmo racionalista de Hitchens y otros semejantes. ¿Someterse a la verdad es realmente mejor, para nuestra libertad, que someterse a Dios? Si tomamos, por ejemplo, el iusnaturalismo en la ética y la filosofía del derecho, someterse a la ley (derechos y deberes) "natural" ¿es realmente mejor que someterse a Dios?
Los ateos racionalistas deberían ser más coherentes. Tendrían que adoptar el lema que servía de título a un texto anárquico de hace un tiempo, de Hans Peter Duerr (si no me equivoco): Ni dieu ni mètre –ni dios ni metro–. Ni dios ni orden racional del mundo que deban ser respetados; o también: ni dios ni verdad científica asumida como base para una conducta racional. En suma: el orden objetivo que la "razón" descubriría en la realidad, y que estaría al alcance de la razón de "todos", es tan poco liberador, y peor quizá, que el dios de la tradición. Naturalmente, el dios cuya no existencia se demuestra según Hitchens es el dios de nuestra tradición –una entidad personal que habría creado al mundo y al hombre y con la cual el hombre puede ponerse en comunicación para conocer su voluntad, sus propósitos, su eventual plan de salvación–. ¿Podemos decir el dios cristiano? Si es así, y creo que es así, considerar a este dios como un obstáculo a la libertad y a la responsabilidad del hombre tiene poco sentido; o por lo menos, se funda en un error, pues de quien nos quieren liberar es del dios-poder que quiere imponernos su autoridad a través de todo tipo de exigencias y prohibiciones. En esto, puedo estar más de acuerdo con Hitchens que un creyente.
Para los creyentes, al contrario, justamente para salvar la propia fe, sobre todo en este momento de la historia en que el multiculturalismo nos ha hecho conocer tantas experiencias religiosas distintas, es decisivo separar a dios de toda disciplina clerical, de toda pretensión de poder de imposición sobre la libre elección del hombre. Desde el punto de vista del interés por la libertad, en cambio, se debería reconocer que la idea de un dios personal que nos comunica su voluntad y sus propósitos es mucho más aceptable que la de un orden objetivo que, ciertamente, como en Spinoza, nos invita a "no llorar ni gozar, sino solo entender" la necesidad lógica de todo. No precisamente un gran avance para la libertad que se intentaba salvar.
Es cierto que de este dios tenemos noticias sólo a través de textos mitológicos, nunca lo descubrimos en una experiencia sensible o mediante un procedimiento científico ordenado. No es un "fenómeno", diría Kant; o, como escribe en cambio más claramente Bonhoeffer, "un dios que está (como una cosa, un objeto de posible experiencia) no está". Y sin embargo, todos tenemos el sentimiento, sí, como una impresión de fondo de la que no podemos liberarnos, de que nuestra existencia fue hecha posible, en sus aspectos afectivos, de evaluación, de elecciones morales, solo por esa herencia mitológica, en cuyo interior, por otra parte, maduró también la mentalidad científica de la que Hitchens quiere ser defensor.
El dios cuya no existencia es demostrada (sin turbarnos en absoluto) por Hitchens es el que, por el contrario, pareció tan a menudo demostrable (de San Anselmo a Descartes) a los filósofos; si ese dios existiera, adiós libertad, estamos de acuerdo. Pero es justamente el "dios de los filósofos", al que ya Pascal consideraba poco creíble. Las iglesias, y en primer lugar la Iglesia católica, pensaron que debían predicar al dios de Jesucristo como si fuera ese dios "demostrable"; y cometieron ese error por puros motivos de poder –el Dios que la razón "demuestra" parece portador de una autoridad más absoluta y universal (pensemos en cómo la Iglesia insiste en el hecho de que "por naturaleza", el matrimonio "naturalmente" heterosexual es indisoluble, y así puede prohibir el divorcio también a los no creyentes. Y así sucesivamente). El dios en el cual siguen creyendo los creyentes no tiene nada que ver con el dios, inexistente, de Hitchens. Su libro puede, en cambio, ayudar a todos a liquidar la siempre resurgente tentación de identificar la palabra divina con alguna autoridad despótica, llámese la iglesia o la "ciencia".
Podemos aventurar una hipótesis, que vale no sólo para Hitchens sino para todos los numerosos ateos militantes que comparten su mismo programa. Quieren demostrar que Dios no existe porque "perturba", o mejor: porque constituye un límite para nuestra libertad. De ahí que tenga sentido oponer a Nietzsche al ateísmo racionalista de Hitchens y otros semejantes. ¿Someterse a la verdad es realmente mejor, para nuestra libertad, que someterse a Dios? Si tomamos, por ejemplo, el iusnaturalismo en la ética y la filosofía del derecho, someterse a la ley (derechos y deberes) "natural" ¿es realmente mejor que someterse a Dios?
Los ateos racionalistas deberían ser más coherentes. Tendrían que adoptar el lema que servía de título a un texto anárquico de hace un tiempo, de Hans Peter Duerr (si no me equivoco): Ni dieu ni mètre –ni dios ni metro–. Ni dios ni orden racional del mundo que deban ser respetados; o también: ni dios ni verdad científica asumida como base para una conducta racional. En suma: el orden objetivo que la "razón" descubriría en la realidad, y que estaría al alcance de la razón de "todos", es tan poco liberador, y peor quizá, que el dios de la tradición. Naturalmente, el dios cuya no existencia se demuestra según Hitchens es el dios de nuestra tradición –una entidad personal que habría creado al mundo y al hombre y con la cual el hombre puede ponerse en comunicación para conocer su voluntad, sus propósitos, su eventual plan de salvación–. ¿Podemos decir el dios cristiano? Si es así, y creo que es así, considerar a este dios como un obstáculo a la libertad y a la responsabilidad del hombre tiene poco sentido; o por lo menos, se funda en un error, pues de quien nos quieren liberar es del dios-poder que quiere imponernos su autoridad a través de todo tipo de exigencias y prohibiciones. En esto, puedo estar más de acuerdo con Hitchens que un creyente.
Para los creyentes, al contrario, justamente para salvar la propia fe, sobre todo en este momento de la historia en que el multiculturalismo nos ha hecho conocer tantas experiencias religiosas distintas, es decisivo separar a dios de toda disciplina clerical, de toda pretensión de poder de imposición sobre la libre elección del hombre. Desde el punto de vista del interés por la libertad, en cambio, se debería reconocer que la idea de un dios personal que nos comunica su voluntad y sus propósitos es mucho más aceptable que la de un orden objetivo que, ciertamente, como en Spinoza, nos invita a "no llorar ni gozar, sino solo entender" la necesidad lógica de todo. No precisamente un gran avance para la libertad que se intentaba salvar.
Es cierto que de este dios tenemos noticias sólo a través de textos mitológicos, nunca lo descubrimos en una experiencia sensible o mediante un procedimiento científico ordenado. No es un "fenómeno", diría Kant; o, como escribe en cambio más claramente Bonhoeffer, "un dios que está (como una cosa, un objeto de posible experiencia) no está". Y sin embargo, todos tenemos el sentimiento, sí, como una impresión de fondo de la que no podemos liberarnos, de que nuestra existencia fue hecha posible, en sus aspectos afectivos, de evaluación, de elecciones morales, solo por esa herencia mitológica, en cuyo interior, por otra parte, maduró también la mentalidad científica de la que Hitchens quiere ser defensor.
El dios cuya no existencia es demostrada (sin turbarnos en absoluto) por Hitchens es el que, por el contrario, pareció tan a menudo demostrable (de San Anselmo a Descartes) a los filósofos; si ese dios existiera, adiós libertad, estamos de acuerdo. Pero es justamente el "dios de los filósofos", al que ya Pascal consideraba poco creíble. Las iglesias, y en primer lugar la Iglesia católica, pensaron que debían predicar al dios de Jesucristo como si fuera ese dios "demostrable"; y cometieron ese error por puros motivos de poder –el Dios que la razón "demuestra" parece portador de una autoridad más absoluta y universal (pensemos en cómo la Iglesia insiste en el hecho de que "por naturaleza", el matrimonio "naturalmente" heterosexual es indisoluble, y así puede prohibir el divorcio también a los no creyentes. Y así sucesivamente). El dios en el cual siguen creyendo los creyentes no tiene nada que ver con el dios, inexistente, de Hitchens. Su libro puede, en cambio, ayudar a todos a liquidar la siempre resurgente tentación de identificar la palabra divina con alguna autoridad despótica, llámese la iglesia o la "ciencia".