Hace algún tiempo, no mucho, Charly García, lanzado a un vertiginoso destino de artista-bonzo, sólo reconocía a un rival capaz de hacerle sombra: Diego Maradona. Durante unos meses estuvieron cabeza a cabeza, vidas paralelas y ejemplares, consumiéndose en periódicas performances suicidas: conciertos abortados, bataholas nocturnas, problemas con la ley, agresiones contra el mundo, la compulsión de renunciar a todo el capital acumulado, la voluntad –un poco infantil, pero aun así inquietante– de andar sueltos por la calle como bombas de tiempo humanas. Nunca formalizado, a diferencia de otros, el dúo punk García-Maradona no duró. No podía durar. Charly García se convirtió en un artista conceptual, capaz de prescindir incluso de la música, y redimió sus raptos de incandescencia con una política del gesto. Para Maradona, en cambio, no parece haber redención posible. Esclavo de su cuerpo, su destino está como condenado a repetir literalmente la secuencia melodramática (mezcla de sadismo y de compasión, de misericordia y de morbo) a la que todos los años finge asistir de lejos la máquina cínica de los medios: ascenso y caída, éxtasis y lodo, premio y paliza. El drama de Maradona no es la adicción que lo devora, ni la gloria que pasó, ni las malas compañías. El drama de Maradona es que es inolvidable: no puede desaparecer, no puede borrarse, no puede no quedar. Funes, el memorioso de Borges, sufría el insomnio espantoso de recordarlo todo; Maradona –Funes al revés– sufre el espanto del insomnio de los otros, que no pueden olvidarlo. Aquí, al contrario de lo que proclama el refrán, no es el olvido lo que induce a la repetición, sino más bien la memoria, ese espíritu vigilante y sórdido, propio de interrogadores policiales, con el que los periodistas agolpados frente al sanatorio Cantegril de Punta del Este procuraban ayer poner en boca de los médicos que la traducción de “hipertensión” es “cocaína”.