martes, 19 de agosto de 2008

Pablito clavó un clavito

El Tour de Pablo
Por Marc Caellas
Si en París debe uno visitar la tumba de Jim Morrison, en Nueva York la esquina donde asesinaron a John Lennon o en San Francisco la librería City Lights, uno no puede irse de Medellín sin realizar el Tour de Pablo. De Pablo Escobar, claro. Personaje controvertido como el que más, es innegable su influencia en la sociedad colombiana de los últimos 30 años. Remedo de Robin Hood para unos, asesino despiadado para otros, ingenuo idealista incapaz de administrar su riqueza o mafioso capitalista con aires megalómanos, nombrarlo en cualquier conversación de Medellín genera al instante una controversia entre que aquellos que, o bien lo admiran por el imperio que organizó, o bien lo odian por haber viciado a toda una generación en la cultura del enriquecimiento rápido. En lo único en que están todos de acuerdo es en el origen del conflicto: la prohibición. “Lo que podría ser un mero problema de salud pública es una guerra inútil que causa mucho más daño de lo que se pretende combatir”, escribe Juan Gabriel Vázquez en El Espectador. Recordemos que la prohibición, en este caso del alcohol, también fue lo que encumbró a Al Capone en los años ‘20. En su Chicago natal, y a pesar de la oposición de la oficina de turismo, la empresa Untouchable Tours lleva más de 18 años enseñando a los fanáticos del “dark tourism” lugares relacionados con el pasado criminal de la ciudad.
Tres de los edificios incluidos en el Pablo Tour y notables expresiones del narc-decó: primero, el Mónaco, en uno de los barrios más elegantes de Medellín y en cuyo penthouse vivió Escobar y su familia hasta que el 13 de enero de 1988 una bomba inició la guerra entre los carteles de Medellín y de Cali. Después, el Dallas, ya abandonado, y el Ovni. Al final: una de las cabinas telefónicas de las que Escobar habría llamado desde la clandestinidad en 1989.
Ajeno a moralismos baratos, el joven Nicolás ofrece el Tour de Pablo con su empresa Paisa Road. Fue en un viaje mochilero por Argentina donde se le ocurrió la idea. Tal vez siguiendo la ruta del Che. A bordo de una camioneta blanca, decorada con una estética graffitera, Nicolás maneja por Medellín algo despistado, equivocándose de calle bastante a menudo. A ratos parece que acabara de aterrizar en la ciudad. En otros vemos que ya se ha hecho un nombre, ciudadanos anónimos lo vitorean y lo felicitan. Su camioneta no pasa desapercibida. Nicolás intenta que la música sea ad hoc al espíritu del recorrido y ameniza el viaje con Los Tigres del Norte, Bob Marley y Chocquibtown. Cree que Pablo, desde donde esté, aprueba esta selección musical. Seguramente también sonreiría al comprobar que el guía de su tour maneja fumando bareta. En sus últimos años se aficionó mucho a la Sumarian Gold. Aprovechando un ligero atasco de tráfico Nicolás nos regala un folleto de la Comunidad Cannábica Colombiana, una organización sin ánimo de lucro que, entre otras cosas, se pregunta por qué en Colombia es legal tener un arma e ilegal fumar marihuana.
Como la mayoría de los hostels donde se hospedan los turistas están en la zona de El Poblado, Nicolás empieza siempre el recorrido en el edificio Mónaco. Se trata de un bloque de apartamentos de lujo situado en uno de los sectores residenciales más elegantes de Medellín. Fue la residencia oficial de la mujer e hijos de Pablo Escobar hasta que, el 13 de enero de 1988, una potente bomba inicia la guerra entre los carteles de Medellín y de Cali. Victoria, su mujer, y Juan Pablo y Manuela, sus hijos, quienes duermen en el penthouse, se salvan milagrosamente. Dos vigilantes pierden la vida. Del edificio, sólo queda la estructura de concreto. La colección de autos antiguos de Pablo y la colección de obras de arte de su mujer sufren daños irreparables. Hoy en día, el edificio lo gestiona la fiscalía. No se permite la entrada a curiosos. La familia de Pablo, con nombres cambiados, vive en Argentina.
Nuestra siguiente parada es en el edificio Ovni, una muestra clara de arquitectura “traqueta” o “narcdéco”, un estilo o estética que también enciende apasionados debates. Así, la arquitecta Adriana Cobo opina que “la estética del narcotráfico en Colombia ya no pertenece solamente al narcotráfico, sino que forma parte del gusto popular, que la ve con ojos positivos y la copia, asegurando su continuidad en el tiempo y en las ciudades. La difusión de la estética del narcotráfico es una evidencia del vacío institucional colombiano: no hay un sistema de cohesión social más fuerte que sea una alternativa al modelo del poder y la justicia social que ha proporcionado el narcotráfico”. En cambio, para muchos otros, lo único que unifica a estos edificios es el mal gusto. Lo cierto es que la cultura traqueta está presente en la sociedad y recientemente ha llegado a la televisión con todos los hierros. Se trata de El Cartel, la telenovela de mayor audiencia en Colombia en estos momentos. Inspirada en un libro, El Cartel de los sapos, escrito por Andrés López, alias “Florecita”, desde una cárcel de Estados Unidos, cuenta la historia del Cartel del Norte del Valle. Lo que la hace distinta de otras novelas es que por primera vez se habla de los narcos desde su punto de vista, mostrando su intimidad, su manera de vivir y su manera de delatarse (de ahí los sapos). La novela, la más cara nunca producida en el país, ha desatado gran polémica al emitirse a las ocho de la noche, en horario familiar. Todos los personajes están inspirados, cuando no copiados directamente, sin disimulo, de personas reales. Tenemos al protagonista (el que escribió el libro y que ahora vive en Miami en una especie de arresto domiciliario), su novia (una de las modelos más famosas del país) y toda la “troupe” que le rodea: narcotraficantes, policías corruptos, paramilitares, agentes de la DEA, etc. Todo ambientado en locaciones reales: Cali, Medellín, Miami, Caracas, mostrando toda esa estética traqueta que forma parte del paisaje cotidiano en esas ciudades.
La ruta turística sigue con una parada en el edificio Dallas, otro tremendo mazacote cuyas paredes han sido decoradas con graffiti de dudoso gusto y escritos a favor y en contra del patrón. Como en el Ovni, aquí también explotó una bomba. Curiosamente, ambos edificios se han dejado deteriorar y el ascensor descolgado queda como prueba de esa ruinarecuerdomemorial de una época en la que el propio Pablo Escobar llegó a decretar el toque de queda en Medellín.
Nicolás ha suprimido uno de los puntos del tour. Se trata de un edificio a medio construir que siempre se pensó fue financiado por el cartel de Medellín. Después de años de disputas legales, será pronto un estacionamiento. Uno de los propietarios llamó a Nicolás en estos días para pedirle que no lo nombrara en el tour, para no perjudicar el negocio. Nicolás, que no quiere problemas con nadie, le ha hecho caso. Para los más escépticos, una valla enorme protege el lugar con la siguiente inscripción: Este edificio nunca perteneció a Pablo Escobar. Sobre los centros comerciales Oviedo y Obelisco cae la misma sospecha. Se especula con que el dinero del narcotráfico los financió. Nicolás asegura que la arquitectura del edificio es la prueba concluyente. Tal vez no o tal vez sea un intento de “blanquear” ese pasado incómodo en el que, por ejemplo, mientras toneladas de coca entraban diariamente a Estados Unidos, el entonces diputado Pablo era invitado a la toma de posesión de Felipe González en España. Era el año 1982.
Detenidos en un semáforo del centro, vemos una cabina telefónica donde alguien ha escrito “Pablo Escobar 1989”. Quizá llamó desde allí a su hijo. Nos movemos en la frontera entre realidad y ficción. Ahora que lo pienso, esta escena del teléfono la he visto antes, en un capítulo de Los Soprano, por supuesto. Le comento a Nicolás, seguidor de la serie, que el actor James Gandolfini acaba de recaudar 116.000 euros en la subasta del vestuario de Tony Soprano. El joven paisa se pregunta cuánto se pagaría por un sombrero de Pablo Escobar.
Medallo es una chimba, me grita eufórico mi guía cuando llegamos al edificio donde murió. Es la parada más larga del recorrido. Algunos vecinos del barrio Los Pinos se acercan y enriquecen el tour con sus historias. ¿Era Pablo realmente el que murió acribillado en esa azotea? Nadie duda de ello. Lo que algunos se preguntan es por qué en esa última época, en la que se organizó el “Bloque de Búsqueda”, Pablo Escobar se escondió en distintas viviendas de clase media que iba comprando por la ciudad en lugar de retirarse a una de las cientos de casas campesinas que poseía por todo el departamento de Antioquia. Finalmente, ni los ocho mil hombres asignados en varios países para una guerra multinacional contra un solo individuo, ni los veinticinco millones de dólares de recompensa precipitan su caída. Es la familia, el punto débil de todo mafioso que se precie, la que desencadena el final de Pablo. A pesar de su dominio de las telecomunicaciones y ante la amenaza que se cierne también sobre sus seres queridos, comete un error fatal. Habla por teléfono con su hijo durante veinte minutos, tiempo más que suficiente para que se localice su llamada. El intento de escapada por el tejado fracasa y dos balas en la cabeza abaten al enemigo público número uno de Colombia.
Unas cervezas, unas fotos y nos dirigimos al punto culminante del viaje: la tumba de Pablo. Bien cuidada, pétalos y flores no faltan en uno de los lugares más visitados de la ciudad. Carlos Vanegas es el guardián del lugar. El nos cuenta que unas veinticinco mil personas asistieron a su entierro. Mientras en Cali celebraron durante días la muerte del Robin Hood Paisa, en Medellín miles de pobres se abalanzaron sobre su féretro como si quisieran llevarse algo suyo, agradeciendo toda la generosidad que desplegó el —para algunos— único benefactor laico en gran escala que Colombia ha podido producir. Se aplican perfectamente en este caso las frases de Shakespeare, en boca de Marco Antonio, en el entierro de Julio César: “El mal que los hombres hacen les sobrevive. El bien casi siempre es enterrado con sus huesos”. No deja de ser chistoso descubrir que Pablo Escobar inició sus “maldades”, como él las llamaba, siendo ladrón de lápidas de cementerio. Tras lijar los nombres de los difuntos, él y sus socios las vendían como nuevas. Y no una vez sino varias. Hoy, más de treinta años después, los turistas más fanáticos se meten un pase de coca al lado de una lápida que presumimos original. Y es que, según una de sus amantes, Virginia Vallejo, “Pablo tenía una explicación perfectamente racional, y una perfecta justificación moral, para cada una de sus actuaciones al margen de la ley: según él, los seres humanos refinados y con imaginación necesitan de todo tipo de placeres y él era, simplemente, el proveedor de uno de ellos”.
Dependiendo del tiempo del cliente, el tour incluye también otra visita obligada: el hotel de cinco estrellascárcel que Pablo Escobar hizo construir a su medida en Envigado, a pocos kilómetros de Medellín. Fue en 1991. Acosado por el clan de los PEPES (siglas que significan “perseguidos por Pablo Escobar”), el séptimo hombre más rico del mundo según la revista Forbes decide entregarse a las autoridades. El mismo pone las condiciones: personal de vigilancia aprobado por él, visión de trescientos sesenta grados, espacio aéreo protegido, una cancha de fútbol, una casa de muñecas para su hija y cerca electrificada. Una cárcel con todas las comodidades, desde la cual dirige su imperio y donde juega al fútbol con René Higuita y sus colaboradores, y a otros juegos con alegres muchachas que no dudan en aceptar la invitación a la Catedral, que así es como bautizan a este insólito lugar. Con ese nombre, no sorprende que desde hace un año se le haya dado en concesión a una comunidad benedictina. Antes de eso, durante los años previos, cientos de ciudadanos pasearon entre sus ruinas buscando un supuesto tesoro de cien millones de dólares que Pablo habría dejado escondido entre las paredes del penal. Como no encontraron el tesoro se llevaron los baños, las tuberías o las baldosas. Cuentan que muchas casas del barrio El Salado se construyeron con materiales de la cárcel. En algunas de ellas, la foto de Pablo Escobar preside su sala. En otras, se le reza y se le pide ayuda. El investigador Alonso Salazar, autor de Drogas y narcotráfico en Colombia, sentencia: “El imaginario de Pablo Escobar sigue afianzado en numerosos sectores populares marginados del poder, porque es un imaginario que cuestiona mucho el orden social. Este tipo de figuras que llaman bandidos sociales por su capacidad de desafiar los poderes establecidos se anclan muy fuerte en la memoria popular, se mitifican y se les atribuyen muchas más cualidades de las que tienen”.
Para quien no ha tenido aún bastante, Paisa Tours ofrece la posibilidad de viajar a la Hacienda Nápoles, esa especie de versión del edén, de más de tres mil hectáreas, que Pablo Escobar mandó construir a unas cuatro horas de Medellín. A mediados de los años ‘80, aviones y más aviones fueron aterrizando cargados de avestruces, búfalos, cebras, ciervos, caimanes, flamencos, tortugas, dantas, monos, elefantes, cacatúas, guacamayas, jirafas e hipopótamos... Nada de eso queda. Tras la muerte del capo, se fueron muriendo, ya que nadie quiso gastarse una fortuna en alimentarlos. Los animales que sobrevivieron fueron enviados a distintos zoológicos del país. Otros fueron robados. Los únicos que se salvaron fueron unos inmensos hipopótamos. Nadie supo cómo llevárselos. Según cuenta José Alejandro Castaño en su excelente libro de crónicas, Zoológico Colombia: historias de traquetos y otras fieras, publicado el mes pasado, un par de hipopótamos descontrolados se escaparon por el río Magdalena y aparecieron doscientos kilómetros más abajo. Se rumorea que en su camino se merendaron a algún despistado pescador. Se dice que huían de Pablito, el hipopótamo alfa de la hacienda, un viejo cacique de casi cinco toneladas de peso. Los campesinos lo bautizaron con el diminutivo de su antiguo dueño por su carácter violento e impredecible.