La belleza no admite perfección: las manzanas más rojas provocan desconfianza. Y, sin embargo, en cualquier gimnasio se lucha por alcanzar a voluntad lo que no se obtuvo por ventura. Aunque la filosofía aconseja aceptar el cuerpo del que somos inquilinos, sobran folletos y videos que proponen lo contrario. El quantum de belleza parece modificable gracias a flexiones y ortopedias.
En tiempos de bisturí y photoshop los cuerpos se pulen como una anticipación de lo que podría hacer el cirujano o el editor digital. Si el deporte es una representación incruenta de la guerra, el ejercicio correctivo es una posposición de las mutilaciones.
El menage à trois de la genética, la publicidad y la fisioterapia produce a la gente estadísticamente guapa. Cuando alguien alcanza ese rango, su belleza parece autocontenida, absorta ante su propia calidad. En su condición de dogma, de meta alcanzada, la top model no necesita otra cosa que un espejo o un retrato.
El espectador no puede ser para ella un complemento y mucho menos un remedio. Carece de la fisura que anime a la aproximación individual. En su condición de símbolo colectivo, sugiere que debe ser cortejada desde la estadística, con el desmesurado respaldo de la fama, el dinero o la chiripa.
Uno de los oficios más singulares es el de modelo parcial. Lo practican personas con perfecciones muy localizadas (un empeine delicado, un lóbulo ideal para un pendiente de la dinastía Romanov, pestañas donde el rimmel puede practicar el surfing...). Hermosa en pedacitos, esa gente carece de belleza unitaria y sólo satisface por completo al esteta descuartizador.
La auténtica belleza depende de un defecto que arruine apenas la armonía del conjunto, un error restringido que acelere el pulso y permita la mirada cómplice, singularizando no sólo al objeto del deseo, sino a quien lo anhela.
En la infancia aprendí el disfrute de una gratificante avería: la sonrisa imperfecta. Nací en un país de dientes poderosos y pequeños, donde el poeta Ramón López Velarde desconcertó al describir la sonrisa de su amada como "cónclave de granizos". La imagen causa escalofríos; sugiere piezas irregulares, destempladas por los tenues helados que las solteras lamían en Zacatecas.
El poeta alude a la fugacidad de la dicha y la del cuerpo: todo cónclave puede separarse y el hielo es transitorio. Siempre se ríe por un momento. Más decisivo aún es que el verso describe la belleza como desorden. El granizo nunca es regular. La excelente dentición nacional se atribuye a la cal de las tortillas. En los años sesenta, esta salud arcaica se vio reforzada con técnicas norteamericanas. Las familias querían dientes más blancos y más grandes, con el parejo esmalte acorazado de los actores de Hollywood. Los dentistas de temperamento Colgate alinearon premolares como un teclado rutilante. Pertenezco a la primera generación que llevó en los dientes aparatos que antes sólo se veían en los hipódromos.
La sonrisa es el principal recurso publicitario del organismo y el sistema de medida del bienestar. Afectarla entraña riesgos metafísicos. ¿Es posible interesarse en una felicidad quebrada, inconstante, en entredicho? Desde luego. Por eso existe este artículo, destinado a celebrar defectos que no deben corregirse.
Continúo mi expediente personal. La utopía de la sonrisa en la que crecí se vio dañada por la panacea de los antibióticos. Al primer estornudo, me inyectaban penicilina. Mis dientes se debilitaron. A los cuatro años debuté ante el taladro del dentista. Ignoro por qué razón inmisericorde fui a dar con un hombre al que le faltaba una pierna y deambulaba en muletas por el consultorio. Pero el auténtico motivo del horror era otro.
Aquel dentista tenía una enfermera que se desmayaba al ver una aguja; por lo tanto, no usaba anestesia. De los cuatro a los ocho años me barrenaron los dientes sin otro paliativo que el de apretar los puños. Al salir de ahí, mi madre me compraba un coche a escala. Tal vez esto explique el raro placer que me produce abollar los coches y tenerlos en pésimo estado.
La tortura bajo el zumbido del barreno me preparó para descubrir un placer inaudito: Rosana tenía los dientes desviados. Su sonrisa desigual agregaba misterio a su rostro, pero además revelaba, para quien supiera entenderlo, que se trataba de una sonrisa salvada, rebelde, fugitiva, una sonrisa que no se había sometido al perfeccionamiento del dentista.
La maravilla de apreciar un diente encimado sobre otro se extendió con el tiempo a los dientes rotos o separados. Obviamente, no me refiero a desastres que sugieren pedradas, sino a leves prodigios negativos. Isabella Rosellini es el prototipo de la chica que encandila con el leve desajuste de sus dientes y Ornella Muti (foto), el de la chica con la separación en los incisivos que en vez de dividir duplica la sonrisa. "Cónclave de granizos", la imagen es perfecta por imprecisa y vacilante, como el objeto que describe.
La belleza más profunda es el error que se disfruta como virtud.
En tiempos de bisturí y photoshop los cuerpos se pulen como una anticipación de lo que podría hacer el cirujano o el editor digital. Si el deporte es una representación incruenta de la guerra, el ejercicio correctivo es una posposición de las mutilaciones.
El menage à trois de la genética, la publicidad y la fisioterapia produce a la gente estadísticamente guapa. Cuando alguien alcanza ese rango, su belleza parece autocontenida, absorta ante su propia calidad. En su condición de dogma, de meta alcanzada, la top model no necesita otra cosa que un espejo o un retrato.
El espectador no puede ser para ella un complemento y mucho menos un remedio. Carece de la fisura que anime a la aproximación individual. En su condición de símbolo colectivo, sugiere que debe ser cortejada desde la estadística, con el desmesurado respaldo de la fama, el dinero o la chiripa.
Uno de los oficios más singulares es el de modelo parcial. Lo practican personas con perfecciones muy localizadas (un empeine delicado, un lóbulo ideal para un pendiente de la dinastía Romanov, pestañas donde el rimmel puede practicar el surfing...). Hermosa en pedacitos, esa gente carece de belleza unitaria y sólo satisface por completo al esteta descuartizador.
La auténtica belleza depende de un defecto que arruine apenas la armonía del conjunto, un error restringido que acelere el pulso y permita la mirada cómplice, singularizando no sólo al objeto del deseo, sino a quien lo anhela.
En la infancia aprendí el disfrute de una gratificante avería: la sonrisa imperfecta. Nací en un país de dientes poderosos y pequeños, donde el poeta Ramón López Velarde desconcertó al describir la sonrisa de su amada como "cónclave de granizos". La imagen causa escalofríos; sugiere piezas irregulares, destempladas por los tenues helados que las solteras lamían en Zacatecas.
El poeta alude a la fugacidad de la dicha y la del cuerpo: todo cónclave puede separarse y el hielo es transitorio. Siempre se ríe por un momento. Más decisivo aún es que el verso describe la belleza como desorden. El granizo nunca es regular. La excelente dentición nacional se atribuye a la cal de las tortillas. En los años sesenta, esta salud arcaica se vio reforzada con técnicas norteamericanas. Las familias querían dientes más blancos y más grandes, con el parejo esmalte acorazado de los actores de Hollywood. Los dentistas de temperamento Colgate alinearon premolares como un teclado rutilante. Pertenezco a la primera generación que llevó en los dientes aparatos que antes sólo se veían en los hipódromos.
La sonrisa es el principal recurso publicitario del organismo y el sistema de medida del bienestar. Afectarla entraña riesgos metafísicos. ¿Es posible interesarse en una felicidad quebrada, inconstante, en entredicho? Desde luego. Por eso existe este artículo, destinado a celebrar defectos que no deben corregirse.
Continúo mi expediente personal. La utopía de la sonrisa en la que crecí se vio dañada por la panacea de los antibióticos. Al primer estornudo, me inyectaban penicilina. Mis dientes se debilitaron. A los cuatro años debuté ante el taladro del dentista. Ignoro por qué razón inmisericorde fui a dar con un hombre al que le faltaba una pierna y deambulaba en muletas por el consultorio. Pero el auténtico motivo del horror era otro.
Aquel dentista tenía una enfermera que se desmayaba al ver una aguja; por lo tanto, no usaba anestesia. De los cuatro a los ocho años me barrenaron los dientes sin otro paliativo que el de apretar los puños. Al salir de ahí, mi madre me compraba un coche a escala. Tal vez esto explique el raro placer que me produce abollar los coches y tenerlos en pésimo estado.
La tortura bajo el zumbido del barreno me preparó para descubrir un placer inaudito: Rosana tenía los dientes desviados. Su sonrisa desigual agregaba misterio a su rostro, pero además revelaba, para quien supiera entenderlo, que se trataba de una sonrisa salvada, rebelde, fugitiva, una sonrisa que no se había sometido al perfeccionamiento del dentista.
La maravilla de apreciar un diente encimado sobre otro se extendió con el tiempo a los dientes rotos o separados. Obviamente, no me refiero a desastres que sugieren pedradas, sino a leves prodigios negativos. Isabella Rosellini es el prototipo de la chica que encandila con el leve desajuste de sus dientes y Ornella Muti (foto), el de la chica con la separación en los incisivos que en vez de dividir duplica la sonrisa. "Cónclave de granizos", la imagen es perfecta por imprecisa y vacilante, como el objeto que describe.
La belleza más profunda es el error que se disfruta como virtud.