domingo, 25 de octubre de 2009

Poética del diente desviado Por Juan Villoro

La belleza no admite perfección: las manzanas más rojas provocan desconfianza. Y, sin embargo, en cualquier gimnasio se lucha por alcanzar a voluntad lo que no se obtuvo por ventura. Aunque la filosofía aconseja aceptar el cuerpo del que somos inquilinos, sobran folletos y videos que proponen lo contrario. El quantum de belleza parece modificable gracias a flexiones y ortopedias.

En tiempos de bisturí y photoshop los cuerpos se pulen como una anticipación de lo que podría hacer el cirujano o el editor digital. Si el deporte es una representación incruenta de la guerra, el ejercicio correctivo es una posposición de las mutilaciones.

El menage à trois de la genética, la publicidad y la fisioterapia produce a la gente estadísticamente guapa. Cuando alguien alcanza ese rango, su belleza parece autocontenida, absorta ante su propia calidad. En su condición de dogma, de meta alcanzada, la top model no necesita otra cosa que un espejo o un retrato.

El espectador no puede ser para ella un complemento y mucho menos un remedio. Carece de la fisura que anime a la aproximación individual. En su condición de símbolo colectivo, sugiere que debe ser cortejada desde la estadística, con el desmesurado respaldo de la fama, el dinero o la chiripa.

Uno de los oficios más singulares es el de modelo parcial. Lo practican personas con perfecciones muy localizadas (un empeine delicado, un lóbulo ideal para un pendiente de la dinastía Romanov, pestañas donde el rimmel puede practicar el surfing...). Hermosa en pedacitos, esa gente carece de belleza unitaria y sólo satisface por completo al esteta descuartizador.

La auténtica belleza depende de un defecto que arruine apenas la armonía del conjunto, un error restringido que acelere el pulso y permita la mirada cómplice, singularizando no sólo al objeto del deseo, sino a quien lo anhela.

En la infancia aprendí el disfrute de una gratificante avería: la sonrisa imperfecta. Nací en un país de dientes poderosos y pequeños, donde el poeta Ramón López Velarde desconcertó al describir la sonrisa de su amada como "cónclave de granizos". La imagen causa escalofríos; sugiere piezas irregulares, destempladas por los tenues helados que las solteras lamían en Zacatecas.

El poeta alude a la fugacidad de la dicha y la del cuerpo: todo cónclave puede separarse y el hielo es transitorio. Siempre se ríe por un momento. Más decisivo aún es que el verso describe la belleza como desorden. El granizo nunca es regular. La excelente dentición nacional se atribuye a la cal de las tortillas. En los años sesenta, esta salud arcaica se vio reforzada con técnicas norteamericanas. Las familias querían dientes más blancos y más grandes, con el parejo esmalte acorazado de los actores de Hollywood. Los dentistas de temperamento Colgate alinearon premolares como un teclado rutilante. Pertenezco a la primera generación que llevó en los dientes aparatos que antes sólo se veían en los hipódromos.

La sonrisa es el principal recurso publicitario del organismo y el sistema de medida del bienestar. Afectarla entraña riesgos metafísicos. ¿Es posible interesarse en una felicidad quebrada, inconstante, en entredicho? Desde luego. Por eso existe este artículo, destinado a celebrar defectos que no deben corregirse.

Continúo mi expediente personal. La utopía de la sonrisa en la que crecí se vio dañada por la panacea de los antibióticos. Al primer estornudo, me inyectaban penicilina. Mis dientes se debilitaron. A los cuatro años debuté ante el taladro del dentista. Ignoro por qué razón inmisericorde fui a dar con un hombre al que le faltaba una pierna y deambulaba en muletas por el consultorio. Pero el auténtico motivo del horror era otro.

Aquel dentista tenía una enfermera que se desmayaba al ver una aguja; por lo tanto, no usaba anestesia. De los cuatro a los ocho años me barrenaron los dientes sin otro paliativo que el de apretar los puños. Al salir de ahí, mi madre me compraba un coche a escala. Tal vez esto explique el raro placer que me produce abollar los coches y tenerlos en pésimo estado.

La tortura bajo el zumbido del barreno me preparó para descubrir un placer inaudito: Rosana tenía los dientes desviados. Su sonrisa desigual agregaba misterio a su rostro, pero además revelaba, para quien supiera entenderlo, que se trataba de una sonrisa salvada, rebelde, fugitiva, una sonrisa que no se había sometido al perfeccionamiento del dentista.

La maravilla de apreciar un diente encimado sobre otro se extendió con el tiempo a los dientes rotos o separados. Obviamente, no me refiero a desastres que sugieren pedradas, sino a leves prodigios negativos. Isabella Rosellini es el prototipo de la chica que encandila con el leve desajuste de sus dientes y Ornella Muti (foto), el de la chica con la separación en los incisivos que en vez de dividir duplica la sonrisa. "Cónclave de granizos", la imagen es perfecta por imprecisa y vacilante, como el objeto que describe.

La belleza más profunda es el error que se disfruta como virtud.

viernes, 23 de octubre de 2009

Saturno devorando a uno de sus hijos, de Rubens, Museo del Prado, Madrid, España.


Discurso de Ismaíl Kadaré, premio Príncipe de Asturias de las Letras 2009

Constituye una especial satisfacción para mí estar presente hoy aquí y tomar la palabra en esta sala. La satisfacción es doble pues todo esto sucede a causa de la literatura, universo al que yo pertenezco.

Ha habido y continúa habiendo dos ideas radicalmente contrarias acerca de la literatura. Una, antigua, un tanto ingenua, creía que la literatura, como el resto de las artes, era capaz de producir milagros para el mundo; la otra idea, moderna, por consiguiente en modo alguno ingenua, que la literatura y el arte no sirven a nadie excepto a sí mismas.

En estas dos ideas, la verdad y la no verdad se encuentran mezcladas. No obstante, como hombre del arte que soy, yo me inclino a creer en milagros.

Existe un modelo para este paradigma: el mito de Orfeo. Se lo ha considerado, con razón, el mito más misterioso de la humanidad. Su esencia está relacionada con las potestades del arte. Orfeo consiguió con el suyo cosas increíbles y, si bien no alcanzó a trasponer el muro de la muerte, se aproximó a lo imposible más que ningún otro.

He aludido al famoso mito para llegar a otro milagro mucho más vulgar en apariencia, aunque de la misma naturaleza. Hace veinte años, en mi país comunista, si alguien le hubiera sugerido a alguien la posibilidad de que, un día, un escritor albanés recibiría un premio en España, para mayor abundamiento entregado por el príncipe heredero, ese alguien habría sido de inmediato calificado de loco, lo habrían encadenado y conducido al manicomio. Y este habría sido el menor de los males. De acuerdo con una segunda versión, ese alguien acabaría en el juzgado y torturado como un peligroso complotador.

Tal vez os pueda parecer un tanto dramatizado este pronóstico, pero lo explicaré.

Albania, mi país, y el vuestro, España, excepto una breve amistad en el siglo XV, no tuvieron nunca la menor relación. Aunque la ruptura completa se produjo el siglo pasado, cuando mi país comunista, distinguido en cuestión de ruptura de relaciones (esa fue, por así decirlo, su especialidad), cortó todo vínculo con España.

Pero, como todo en este mundo, también el milagro de la literatura posee una tradición. En el tiempo glacial del que hablaba más arriba, cuando entre mi país y España no iba ni venía nadie, un caballero solitario, despreciando las leyes del mundo, cruzaba cuantas veces se le antojaba la frontera infranqueable. Ya imaginaréis a quien me refiero: a Don Quijote.

Fue el único al que no consiguió detener aquel régimen comunista, para el que la cosa más fácil del mundo era precisamente detener, prohibir. Don Quijote, ya como libro ya como personaje vivo, era tan popular en Albania como si lo hubiera engendrado ella misma.

Alguno podría encontrar la siguiente explicación para esta paradoja: Don Quijote estaba loco, y no menos loco estaba el Estado albanés, de modo que resulta lógico que los dos locos se entendieran. Al tiempo que pido excusas por comparar la noble enajenación de Don Quijote con la perversa insania de mi Estado, permitidme que os diga que no fue así y que el paralelismo está relacionado con otro fenómeno.

He hecho esta larga introducción para llegar al tema principal de mi breve discurso: la independencia de la literatura. Don Quijote traspasaba la frontera albanesa porque era, entre otras cosas, independiente. Cuando un escritor albanés, por una obra escrita principalmente en un territorio y un tiempo comunistas, viene a recoger un premio de un reino occidental, eso sucede porque la literatura es, por su propia naturaleza, independiente.

El debate es antiguo. Ha sido y tal vez continúa siendo la principal inquietud de ese arte. A diferencia de la independencia de los Estados, la de la literatura es global. De ahí que también su defensa lo sea: global.

Eso no la torna más fácil. Por el contrario.

La independencia de la literatura y las artes es un proceso en desarrollo. Resulta difícil que nuestra mente capte sus verdaderas proporciones. Acostumbrados a la independencia referida principalmente a los Estados, las naciones e incluso los individuos humanos, encontramos dificultades para llegar más lejos. Llegar más lejos significa comprender que la no dependencia del arte no es cuestión de lujo, un deseo de perfeccionar el arte mismo. Es un condicionante objetivo, es decir obligado. De lo contrario, ese universo paralelo no se sostendría en pie. Hace tiempo que se hubiera derrumbado.

La concepción, como decía, es antigua. También es de antiguo conocida la expresión “república de las letras”. La inclinación a ver la literatura, por supuesto como un mundo espiritual, pero asimismo con atributos materiales: espacio, tiempo, movimiento, es de sobra conocida, aunque eso no basta. La aceptamos como un mundo paralelo referencial pero, cuando llega la hora de alcanzar una visión completa de ella, a nuestra mente estrecha, conformista, se le plantean problemas para aceptar el paralelismo, la verdadera independencia por tanto. Decimos independiente y de inmediato nuestro viejo instinto nos empuja a lo contrario.

No somos capaces de evitar la idea de que el arte, si bien puede no depender de los Estados, las doctrinas, la moda, depende sin embargo de algo. Y enseguida pensamos en nuestro mundo real, dicho de otro modo en nuestra propia vida. La idea de que la literatura depende de la vida es ya casi oficial a nivel planetario.

Yo plantearía una pregunta que ya en sí misma resulta herética: ¿es esto verdad? La respuesta, por el momento, necesariamente ha de ser de doble sentido: no puede descartarse que el arte mantenga vínculos con la vida, aunque sólo parcialmente.

Permitidme que, en la parte final de mi discurso, explique muy brevemente esta medio herejía.

Una vez aceptamos que el de la literatura y las artes es un mundo paralelo, referencial, ya hemos admitido también que es un mundo rival. Y en consecuencia, dado que la rivalidad conduce de forma habitual al conflicto, lo queramos o no habremos de admitir que entre esos dos mundos, el de la vida y el del arte, habrá conflicto.

Y conflicto hay. En ocasiones declarado, otras velado. El mundo real posee sus propias armas contra el arte en ese enfrentamiento: la censura, las doctrinas, las cárceles.

Así como también el arte dispone de sus medios, sus fortalezas, sus herramientas, en fin sus armas, la mayor parte secretas.

El mundo real resulta ser a veces implacable, despiadado.

Un poeta romántico alemán imaginaba los tercetos de Dante Alighieri unas veces como picas amenazadoras y otras como instrumentos de tortura para las conciencias atormentadas por el crimen.

Pero el combate entre los dos mundos es más complicado de lo que parece.

El mismo poeta alemán insistió en que algunos han fatigado al arte con su enemistad y otros con su cariño. Por paradójico que parezca, son numerosos aquellos que lo hostigan justamente cuando creen que lo aman.

Como puede verse, la independencia de la literatura y del arte se torna cada vez más difícil.

No obstante, nosotros los escritores estamos convencidos de que el arte no alzará nunca la bandera de la capitulación.

Ya que he mencionado esta entristecedora palabra, creo que debo regresar de nuevo a la visión de los dos mundos situados frente a frente a la espera de una victoria: la del mundo real o la del arte.

Desde luego, existen muchas diferencias entre ellos, pero hay una de dimensión colosal que se sitúa por encima de todas las demás. Es la siguiente: mientras que, en su conflicto con el arte, el mundo real llega a tal extremo de furor como para precipitarse a destruirlo, en ningún caso, lo repito, en ningún caso la literatura y el arte atacan al mundo real con intención de dañarlo, sino que, por el contrario, pugnan por tornarlo más bello, más habitable.

Es una diferencia absoluta entre ambos. Y en tal caso esa diferencia no viene a constituir sino la más sublime confirmación de la verdadera independencia del arte.

Gracias.

Despoblación Por José Emilio Pacheco

Herida de hallar entre papeles destruibles una agenda remota: archivo muerto de los muertos, necrópolis de las ausencias y los afectos perdidos. La deshabitan personas de otras épocas y otros lugares. Unas cuantas siguen aquí a la distancia de algunas calles, un número telefónico o una dirección de Internet --pero en sitios que no volveré a ver, recintos adonde no hay retorno posible.

Entre tanta destrucción queda una parte edificante. En el zafarrancho general de la vida, en la guerra perpetua y la separación interminable, sobreviven, y nada puede ya borrarlos, el segundo de amor, el minuto de acuerdo, el instante de amistad. Basta para vivir agradecidos con esos nombres que no volveremos nunca a pronunciar.

lunes, 19 de octubre de 2009

Gabriel García Márquez por Gerald Martin

"También en otros sentidos es García Márquez un caso excepcional. Es un escritor serio y no obstante popular -en la estela de Dickens, Victor Hugo o Hemingway-, que vende millones de ejemplares de sus libros y cuya celebridad no va muy a la zaga de la de deportistas, músicos o estrellas de cine. En 1982 fue el ganador del Premio Nobel de Literatura, y uno de los más populares en tiempos recientes. En América Latina, una región que no ha vuelto a ser la misma desde que García Márquez inventara la pequeña comunidad de «Macondo», todo el mundo lo conoce por su apodo, «Gabo», al igual que ocurría con el «Charlie » del cine mudo o con el futbolista «Pelé». A pesar de ser una de las cuatro o cinco personalidades más destacadas del siglo xx en su continente, García Márquez nació, como suele decirse, «en medio de ninguna parte», en un pueblo de menos de diez mil habitantes, la mayoría analfabetos, de calles sin asfaltar, carente de alcantarillado y cuyo nombre, Aracataca, también conocido como «Macondo», hace reír la primera vez que lo oyes (aunque su similitud con «Abracadabra» tal vez debería llamar a la cautela).

Muy pocos escritores famosos de cualquier otra parte del mundo proceden de lugares tan apartados, aunque menos todavía son los que han vivido su época, en lo cultural y lo político, con la plenitud y la cercanía con las que lo ha hecho él. García Márquez es ahora un hombre que vive en la abundancia, con siete residencias en lugares elegantes de cinco países distintos. En las últimas décadas se ha permitido pedir (o, con mayor frecuencia, rechazar) cincuenta mil dólares por una entrevista de media hora. Ha colocado sus artículos en casi cualquier periódico del mundo y ha cobrado por ellos sumas suculentas. Al igual que ocurre con los de Shakespeare, los títulos de sus libros se adivinan tras un sinfín de titulares de prensa de todo el planeta («cien horas de soledad», «crónica de una catástrofe anunciada », «el otoño del dictador», «el amor en los tiempos del dinero»). Se ha visto obligado a encarar y soportar el tremendo peso de su fama durante la mitad de su vida. Sus favores y su amistad han sido codiciados por los ricos, los famosos y los poderosos: François Mitterrand, Felipe González, Bill Clinton, la mayor parte de los presidentes de Colombia y México de los últimos tiempos, al margen de otras celebridades. Sin embargo, a pesar de su fulgurante éxito literario y económico, se ha mantenido fiel toda la vida a la izquierda progresista, a la defensa de buenas causas y a la creación de empresas positivas, entre ellas la fundación de reconocidas instituciones dedicadas al periodismo y al cine. Al mismo tiempo, su estrecha amistad con otro líder político, Fidel Castro, ha sido una fuente constante de controversia y críticas durante más de treinta años."

martes, 6 de octubre de 2009

La estética y la ética de los prólogos

Carlos Fuentes (foto) prologará libro de Juan Manuel Santos sobre golpes a las FARC. El novelista y ensayista mexicano escribirá el prologo del libro en el que el ex ministro colombiano de Defensa detalla los golpes militares propinados a la guerrilla de las Farc. El ex ministro dijo que ya ha terminado la escritura de este texto, al que ha dado el título tentativo de "Los años horribles de las Farc".

Vidas de escritor Por Rodrigo Fresán

UNO Los escritores llevan, por lo menos, cuatro vidas: la vida privada, la vida pública, la vida de los libros que escriben y la vida de los libros que leen. Y las biografías de los escritores tienen la obligación de contarlas todas y de revelar la trama secreta que une esas cuatro vidas.

DOS Y, claro, esa extraña paradoja: las vidas de los escritores son nómadas y sedentarias al mismo tiempo. Por un lado, se escribe quieto, por lo general sentado (nunca me creí del todo esas fotos que muestran a Hemingway y a Nabokov haciéndolo de parado); pero hay mucho viaje y se mueven tantas cosas dentro de esas cabezas. Existen, de acuerdo, numerosos ejemplos de escritores vitalistas e hiperkinéticos que necesitan, primero, hacerlo de este lado y recién después pasarlo en limpio en página o pantalla. Hemingway otra vez. Los Jacks London y Kerouac, por ejemplo: la práctica antes de la teoría, la acción precediendo a la reflexión. Son escritores que, de algún modo, saben o intuyen que lo suyo no es una vida sino, desde el principio, una biografía. Y que, por lo tanto, debe resultar apasionante. Son los escritores cuyas felices existencias, por lo general, suelen terminar mal y tristes.

TRES Conozco varios escritores que no soportan las biografías de los escritores. Prefieren, me explican, no saber nada de la non-fiction detrás de sus fictions: entender así al escritor como apenas un medio médium encargado de captar historias y difundirlas. A mí, en cambio, me gusta saberlo todo. Pero, también, me resultan mucho más interesantes las vidas de los escritores “quietos”. Esos que no fueron a ninguna guerra, no sobrevivieron al hundimiento del “Titanic”, no estuvieron enredados entre las sábanas de alguna hollywoodense diosa sexual, ni entraron y salieron de los peligrosos territorios de la política o lo político. Para decirlo de algún modo: me gusta mucho leer las biografías de escritores que se la pasan escribiendo y leyendo. Me gusta ver y disfrutar de cómo el biógrafo se las arregla para contar una buena historia con todo eso que, tan sólo en apariencia, parece tan poco para contar y sin embargo...

CUATRO Dos (por cuatro) vidas de dos titanes de las letras protagonizan la presente rentrée literaria española.

La primera de ellas es Gabriel García Márquez: Una vida, de Gerald Martin (Debate) –biografía no autorizada por el biografiado pero sí “tolerada”–, narra los muchos años de compañía del colombiano al que demasiada gente que nunca lo conoció no vacila en llamar “Gabo”. Martín –quien dedicó muchos años a la empresa– sigue por medio mundo al escritor de El coronel no tiene quien le escriba (el índice onomástico de luminarias y oscuros es casi una novela en sí misma) y narra el proceso de cómo un creador de personajes acaba convirtiéndose en otro personaje sobre cuyo creador no tiene un control absoluto. Así, lo más interesante del libro de Martin no pasa por la certeza de los merecidos laureles, sino por las incertidumbres de esas malezas imposibles de mantener a raya para que no se metan y embrollen el trazado de un jardín perfecto limitado con las salvajes e indómitas selvas de Macondo.

La segunda de las biografías es El mundo es así: Biografía autorizada de V. S. Naipaul (en la flamante editorial Duomo, donde se traducirá el año que viene la deslumbrante Chee-ver: A Life, de Blake Bailey) y es uno de esos libros que da miedo y, sépanlo, el “autorizada” en el título no significa otra cosa que Naipaul recibió el manuscrito de French, lo leyó, y no le puso pero ni enmienda. Y lo que cuenta French es nada más y nada menos que las idas y vueltas de un monstruo (un monstruo genial, pero monstruo al fin y al principio) al que no le preocupa destrozar las vidas de los otros para alimentar su propia obra. En el prólogo, French rescata una declaración de Naipaul que lo dice todo: “La vida de los escritores es un tema legítimo de investigación, y la verdad no debería ocultarse. De hecho, es muy posible que el relato completo de la vida de un escritor acabe siendo una obra más literaria y reveladora –de un momento cultural o histórico– que los propios libros del escritor en cuestión”.

CINCO Y el escritor que firma estas líneas pocas veces ha visto más escritores juntos que en los últimos meses. Tres acontecimientos han marcado literariamente este verano. A mediados de junio se festejaron los 40 años de la Editorial Tusquets, hace un par de semanas tuvo lugar el funeral de Antonio López Lamadrid (de Tusquets) y la semana pasada Anagrama también festejó sus cuatro décadas imprimiendo. Muchos escritores y mucho editores riendo primero, llorando luego, riendo otra vez. Firmas de toda España y de todo el mundo descendiendo sobre la ciudad para festejar y lamentar y –mirándolos a todos ellos– la sensación de estar viendo, apenas, uno o dos rostros de los cuatro o más rostros posibles. Y está bien que así sea. Sería tremendo que los escritores fueran por ahí con todas sus vidas al aire.

SEIS Y, como siempre, en todos y cada uno de ellos, la posibilidad de ser tentados por el abismo. Ahora estoy leyendo City Boy, la nueva memoir de Edmund White (una memoir es una forma caprichosa de la autobiografía que no es otra cosa que, por lo general, una manera de confundir y desautorizar a las biografías del futuro) y me interesaron especialmente las páginas dedicadas al genio perturbado de Harold Brodkey y el modo en que éste sucumbió al insoportable peso de lo que se decía y esperaba de él. Convencido de poseer un don único e insuperable, Brodkey –encandilado por la luz blanca de su propio talento, escribiendo sin cesar, publicando poco y, al mismo tiempo, intrigando en todas las fiestas y teléfonos, mezclando y balanceando mal sus cuatro vidas– acaba desconfiando de todos, asegurando que Nabokov le rinde tributo y hace guiño en Lolita, afirmando que todos lo plagian (desde el mismo White hasta Sean Connery), y enojándose con un editor que tiene la “osadía” de ponerlo a él a la misma altura, y no por encima, de Shakespeare.

Así, pienso, lo que resulta más apasionante de las vidas de los escritores es la rara forma de peligrosidad que conllevan. Un oficio arriesgado, la locura del arte y todo eso. William Maxwell –editor de J. D. Salinger, John Cheever, John Updike, Vladimir Nabokov, Eudora Welty, Mavis Gallant, Isaac Bashevis Singer y John O’Hara, además de excelente novelista y cuentista– lo escribió y describió con las letras justas: “Es demasiado pedir a personas que pasan demasiado tiempo en un mundo propio, como ocurre con todo escritor, que tengan una perfecta percepción de lo que sucede en éste”.

De eso –de lo que se lee aquí para escribirlo después allá, de lo que se decide mirar allí para no tener que verlo acá– es que tratan las extraterrestres vidas de escritor, la terrenal vida de los escritores.

lunes, 5 de octubre de 2009

Monólogo de Pacheco

"A mi edad no puedo lanzarme en paracaídas, dármelas de torero, ni de boxeador, pero me falta ver este país en paz. No le temo a la muerte, pero sí a una enfermedad larga. Ojalá Dios se apiade de mí y cuando decida llevarme me lleve rápidamente".

domingo, 4 de octubre de 2009

Luz, camarada, acción Por Mariano Kairuz

A fines de los años ’20, después de quedar casi ciego tras el monumental montaje de Octubre, el inmenso director ruso Sergei Eisenstein sólo veía una nueva obra posible: inventar un tipo de cine nuevo para llevar a la pantalla El Capital de Karl Marx. Escribió al respecto, habló de ello en charlas, viajó a Estados Unidos en busca de financiación y hasta llegó a reunirse con James Joyce para trabajar juntos en el guión. Pero la Gran Depresión y lo complejo del proyecto lo volvieron imposible. Ochenta años después, el alemán Alexandre Kluge retomó la posta y consiguió lo que parecía imposible: un homenaje a Eisenstein, una discusión sobre El Capital hoy y una reflexión sobre cómo filmar algo que lo explique a los obreros dentro de 200 años.

Con su película de nueve horas y media y el título apropiadamente extenso de Noticias de antigüedad ideológica: Marx - Eisenstein - El Capital, el director alemán Alexander Kluge se metió de lleno en uno de los agujeros negros de la historia del cine y también de la cultura contemporánea: El Capital (1867-1894), libro y símbolo que atravesó todo el siglo XX. Desde el punto de vista del cine, representa la idea misma de lo infilmable, aquello que no puede ser trasladado a la pantalla, y que sin embargo fue un proyecto bien concreto de Sergei Eisenstein sobre el final de la década del ‘20. Y es justamente todo eso –el texto inabarcable, inadaptable, y la historia del intento frustrado– lo que entra en la película de Kluge, cuya versión abreviada a algo menos de una hora y media por su autor podrá verse en la próxima edición del DocBsAs, el foro de cine documental porteño que se realiza desde hace nueve años, a partir del 15 de este mes.

Abogado, alumno de Theodor Adorno, autor de películas como Los artistas bajo la carpa del circo: perplejos, la futurista El gran lío (1971) y En peligro y máximo apuro el compromiso lleva a la muerte (1974), Kluge (1932) fue en los años ‘60 el principal promotor del Manifiesto de Oberhausen, parricida declaración de principios de los miembros más conspicuos del Nuevo Cine Alemán –Fassbinder, Edgar Reitz–, aunque abandonó el cine a mediados de los ‘80 con el objetivo de seguir filmando para la televisión, o como en el caso de su última película, con un lanzamiento en dvd en mente.

Se sabe que Sergei Mijailovich Eisenstein, el director de El acorazado Potemkin, se reunió con James Joyce en Londres, en noviembre de 1929, pocos días después del crac de la Bolsa de Nueva York. Suele contarse, también, que el escritor había insistido en ver Potemkin incluso cuando ya había perdido buena parte de su visión. Según explica en el film de Kluge la historiadora Oksana Bulgakova, el director ruso había declarado su intención de filmar el libro de Marx el año anterior, medio ciego por el agotamiento en que lo había dejado el montaje del monstruoso material rodado para Octubre (1928). “Después de esto, sólo podría filmar El Capital”, dijo. Poco más tarde lo anunció en una conferencia que dio en La Sorbona en la que, a pesar de la larga lista de proyectos frustrados que había acumulado y seguiría acumulando (entre ellos, un film sobre el libertador de Haití titulado Napoleón negro, y una adaptación del libro Le chemin de Buenos Aires, de Albert Londres, además del Ulises), dijo que estaría en condiciones de llevar a cabo esta empresa en un par de años, una vez que hubiera viajado a Estados Unidos. Todo lo que necesitaba era conseguir el dinero, y ese dinero debería provenir de Hollywood, que para eso el cineasta de Lenin viajó a Estados Unidos y hasta llegó a firmar un contrato con Paramount para conseguir financiación. Al momento de su encuentro con Joyce, estaba maravillado por un capítulo del Ulises en el que pensaba inspirarse. “Está escrito de manera escolástica-catequística”, anotó, “en el que se formulan preguntas y se dan las respuestas. Por ejemplo, hay preguntas como: ¿Cómo se enciende una lámpara de kerosén? Y las respuestas son de índole metafísico.”

Su idea, entonces, consistía en encadenar una serie de acontecimientos, de la que el primero podría ser una situación absolutamente “banal”, como “la jornada laboral de un hombre”. Se cree que de eso hablaron, entre otros asuntos, el escritor y el cineasta que se profesaban mutua admiración. Se sabe que Joyce le leyó pasajes de Ulises, y que Eisenstein sintió de pronto que sólo lo había entendido a un nivel superficial. Estaba nuevamente deslumbrado por un libro que había leído varias veces antes del encuentro, mientras que el escritor se declaraba convencido de que el cine era el medio ideal para el monólogo interior que tan bien él había consumado en su libro.

En su recuento de los numerosos proyectos truncos de Eisenstein, la escritora inglesa Mary Seton –amiga, confidente y biógrafa del director ruso–, recuerda cómo éste, en 1934, con 36 años pero frustrado y avejentado (moriría 14 años después), se expresaba a menudo sobre aquello que se había convertido en una obsesión: “Todo lo que me resta hacer es analizar lo hecho y crear con ello una síntesis de conocimiento”. Eisenstein, cuenta Seton, ambicionaba dejar una obra perdurable que les fuera útiles a los jóvenes uno o dos siglos más tarde. “En la conferencia que dio en La Sorbona, mencionó El Capital como un ejemplo de film intelectual que, dijo, es lo único capaz de superar la discordia entre el lenguaje de la lógica y el lenguaje de la imaginación. Con la base del lenguaje de la dialéctica cinematográfica, el cine intelectual será el cine de los conceptos. A la fórmula científica se le puede dar la calidad emocional de un poema. Intentaré filmar El Capital para que el obrero humilde o el campesino puedan comprenderlo en forma dialéctica.” Lejos de conseguirle productores, su presentación alarmó a alguna gente de la industria del cine europeo, que esperaba capitalizar su talento en películas más comerciales. Uno de los problemas de Eisenstein, dice Seton, fue “no haber encarado el problema de estar adelantado a su tiempo”.

Y corte a 79 años más tarde. A fines de 2008, el mundo tiembla y se habla de un crac bursátil mundial con peligrosas reminiscencias de Nueva York 1929. En noviembre, la editorial Suhrkamp edita en Alemania la caja de dvds con las casi diez horas de Noticias de antigüedad ideológica: Marx - Eisenstein - El Capital, de Kluge. Inesperadamente para muchos, se convierte en un éxito de ventas, asegurando una segunda edición. Al parecer, también se están vendiendo bien las reediciones de la obra de Marx: es la crisis, se argumenta. La versión filmada de El Capital no será una revolución cinematográfica, pero se le acerca. Si no se puede filmar El Capital, Kluge ha empezado a hacerlo abordando esa dificultad con un experimento, un ensayo sobre el problema de filmar El Capital. Habla de Marx, Joyce y Eisenstein. “El plan de Eisenstein me conmovió tanto que quise rendirle un pequeño tributo”, dijo Kluge a los diarios de su país, y aclaró: “Pero no quise resucitar a Marx. Mi título habla de antigüedades y de eso se trata: de hablar de igual a igual con alguien nacido en 1818, Marx, y con quien a fines de los ‘20 planeó filmar su obra, Eisenstein”.
En su versión abreviada (que se presenta en estreno para América latina), y como parte de su demente montaje de fragmentos y personajes, puede asistirse a una entrevista entre Kluge y el filósofo Hans Magnus Enzensberger. Hablan sobre la crisis del ‘29, año de nacimiento de este último. Discuten la incapacidad de Eisenstein para tratar con productores y con las instituciones en general; se interrogan sobre la posibilidad “de poetizar el Viernes Negro”, sobre los infinitos problemas de representación del capitalismo, sobre la dificultad para dar con una imagen que exprese cabalmente el significado de una abstracción conceptual como “el dinero”. A la conversación con Enzensberger, le suceden, entre otros testimonios,la apuesta más alta de la película: un cortometraje extraordinario llamado El hombre en la cosa, dirigid por Tom Tykwer. A partir de una foto aparentemente común y corriente (una mujer cualquiera pasando por una calle cualquiera), nos zambulle, de manera literal, casi en un ataque sensorial, en el terreno de lo inabarcable, la red infinita de historias y relaciones y sistemas políticos y económicos que quedan entrelazados en los numerosos elementos que aparecen, más o menos a la vista, en la foto. Desde el origen de la tela de la que está hecha el vestido de la mujer, hasta la red de distribución de agua corriente que provee a los vecinos del edificio que se ve en el fondo. Pero es imposible describirlo: hay que verlo para creerlo, y uno diría que ahí empieza a tomar forma la experiencia de El Capital hecho cine. A quien le sorprenda como una película atípica proveniendo del director de Corre Lola corre, deberá recordar que su película más reciente, Agente internacional no es sólo una film de aventuras sino que uno de sus ejes argumentales es el comportamiento perverso que convierte a las entidades financieras en los principales agentes del terrorismo mundial. Hay mucho más, y a la película no le falta humor: Karl Marx puede convertirse en uno de los hermanos de Groucho.

Así como puede aparecer un grupo de hombres de Neanderthal leyendo perplejos al autor de El Capital, hacia cuya tumba en un cementerio londinense se dirigen las cámaras de Kluge sobre el final de la película, sólo para encontrarse con una situación llamativa: que el cuerpo de Marx se encuentra enterrado en un espacio difícil de encontrar. Un monumento enorme distrae la mirada del lugar en que se encuentra el verdadero sepulcro. Y, podría decirse, se trata de un momento de enorme poder sugestivo, por decir lo menos: el hombre real oculto debajo de su representación ideal, de su fantasma.