lunes, 25 de enero de 2010

Un pastiche paródico Por Carlos Patiño Millán

Cali está envuelta en las penumbras vespertinas. El calor cae lentamente en gruesas gotas, gira alrededor de mujeres y hombres, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los carros, sobre calles y carreras.
El taxista Johnny está todo blanco, como un aparecido. Sentado frente al volante de su auto, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de llamadas al celular que le cayese encima le sacaría de su quietud.
Su carro, un Daewoo Cielo, es blanco y permanece también inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de sus llantas, parece, aun mirado de cerca, un juguete de dulce de los que se les compran a los chiquillos por mil pesos. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un carro, arrancados del trabajo cotidiano y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Johnny y su taxi, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Johnny y su taxi permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Johnny no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los otros autos se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
-¡Taxi! -oye de pronto-. ¡Lléveme a Chipichape!
Johnny se estremece. A través del espejo retrovisor ve a un militar con uniforme de guerra.
-¿Oyó? ¡A Chipichape! ¿Está dormido?
Johnny enciende el auto, que se sacude del sopor de la espera. El militar toma asiento. El taxista, el taxi y el militar se ponen en marcha.
-¡Cuidado! -grita otro taxista invisible, con cólera-. ¡Me vas a chocar, imbécil! ¡A la derecha!
-¡A la derecha!- coincide el militar-.
Siguen oyéndose los insultos del taxista invisible. Un transeúnte que casi es atropellado por el taxi de Johnny gruñe amenazador. Johnny, confuso, avergonzado, descarga su ira en el acelerador. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.
-¡Se diría que todo Cali ha organizado una conspiración contra usted! -dice el militar-. Todos le pitan, le insultan. ¡Una conspiración!
Nuestro hombre vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
-¿Qué?
Johnny hace un esfuerzo y contesta con voz ahogada:
-Es que... He perdido a mi mujer... Se fue la semana pasada...
-¿De veras?... ¿Y por qué se fue?
Johnny, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
-No lo sé... Se emborrachó y me insultó.... Esas cosas pasan...
-¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar al militar-. Usted está ciego, imbécil! ¡Vaya más rápido! A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Johnny se altera con esa orden, estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Johnny vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Johnny torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.
-¡Cochero, llévanos al sur, al Parque del Perro! ¡Veinte copecs por los tres!
Johnny coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado. En cualquier caso el jorobado no va a enderezarse nunca...
-¡Bueno; en marcha, viejo estúpido! -le grita el jorobado a Johnny, colocándose a su espalda. El auto se desplaza rápidamente. Johnny, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe.
-¡Ja, ja, ja!... ¡Qué buen humor tienen ustedes!
-¡Cállese, vejete! -grita enojado el jorobado-. ¿No puede ir más aprisa?
Johnny agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de las dos mujeres que los
esperan. En un momento que se le antoja oportuno, Johnny se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
-Ustedes enamorados y yo, muchachos, acabo de perder a mi mujer. Se fue de la casa la semana pasada...
-¡Cállese, ya le dije!-contesta el jorobado-.
-Si querés que este viejo marica vaya más rápido pégale un golpe -le aconseja uno de sus amigos.
-¿Oyó, viejo?- grita el tercero-. Te lo vas a ganar si manejás así.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
-¡Ja, ja, ja! -ríe, sin ganas, Johnny. ¡Mi Dios les conserve el buen humor!
Johnny empieza a pensar en su mujer, pero él, el taxi y los tres muchachos han llegado a su destino. Johnny recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Vuelve a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y Cali entera pasa sin fijarse en él. Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.
Johnny avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Johnny está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Johnny se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.
En un rincón, un taxista joven se incorpora. Se rasca la cabeza y busca algo con la mirada.
-¿Querés beber? -le pregunta Johnny.
-Sí.
-Tengo guaro... Mi esposa se fue de casa, me dejó... ¿Vos sabías eso?... La semana pasada... ¡Perra hijadeputa!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
Johnny exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde que su mujer lo abandonó, pero no ha tenido aún ocasión de hablar
de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo ha sufrido.
¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Johnny decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El taxi, inmóvil, come heno.
-¿Comes? -le dice Johnny, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho?
Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno...
Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar.
Tras una corta pausa, continúa:
-Sí, amigo..., mi mujer se ha ido... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un amor y te dejara solo... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
El taxi sigue estático, callado, sumido en sus propios pensamientos, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido. Johnny al ser escuchado al fin por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo. Afuera, todavía hace calor, mucho calor.

Inspirado en “Melancolía” de Antón Chejov