jueves, 31 de diciembre de 2009

Los abrazos rotos

Hubo una vez en que Pedro Almodóvar fue Pedro Almodóvar y todos celebramos la ocurrencia como celebramos las ocurrencias de nuestros chiquillos. Después, Almodóvar dejó de ser Almodóvar y creyó ser Fellini, Antonioni, Bergman, Allen, Resnais, Hitchcock, Godard, etc.
Este film está tan lleno de guiños cinematográficos que aun el pobre espectador avezado se ve a gatas para poder disfrutar cabalmente del exquisito menú. Y así las cosas, uno echa de menos al Almodóvar ingenioso que nos deslumbró. El actual, efectista a más no poder, se cree Hitchcock y como hasta un imbécil lo sabe, Sir Alfred Joseph Hitchcock sólo hubo uno y hoy está muerto.

sábado, 26 de diciembre de 2009

The visitor

Habrá que convenir que Richard Jenkins es un enorme actor y que -como Walter Vale- todo profesor universitario en un momento determinado de su carrera académica es una suma de frustraciones. Se le abona al director Thomas McCarthy que nos haya ahorrado la pena de un final feliz.

sábado, 19 de diciembre de 2009

¡No ha conocido usted el cuerpo de la Mujer!

Al día siguiente de morir su madre, el 25 de octubre de 1977, el semiólogo francés Roland Barthes empezó a escribir una especie de diario de duelo para y por esa mujer con quien vivió, en la salud y en la enfermedad, hasta que los separó la muerte. La señora que tal vez haya signado el modo tan pudoroso con el que Roland se entregaba a sus amores reaparece aquí para la posteridad con la fuerza de la ausencia. La editorial Paidós acaba de publicar estas notas inéditas donde Roland Barthes intenta lo imposible: no hacer literatura, no gozar, detener el mundo que sigue andando.

–¡No ha conocido usted el cuerpo de la Mujer!

–Conocí el cuerpo de mi madre enferma, luego moribunda –es la segunda entrada de Diario de duelo, 26 de octubre de 1977-15 de septiembre de 1979 de Roland Barthes. Menos por falta de imaginación que por ceder golosamente a los señuelos estilísticos del autor, las reseñas han insistido en la cita de esa defensa altiva de que hay un conocimiento más radical que el de la carne, que es el de la carne prohibida y, al mismo tiempo, de la carne en retirada.

Diario de duelo ha sido escrito en hojas divididas en cuatro, quizás un hábito de ahorro de quien fuera hijo de una viuda de guerra –su madre, Henriette Binger, se casó a los veinte años con Louis Barthes, quien resultó muerto durante un combate naval en el Mar del Norte tres años después–; son notas fechadas y hechas con tinta o con lápiz y que juntas, según precisa Nathalie Léger en el prólogo, no forman un libro acabado sino “una hipótesis de libro” que ella infiere deseado por el autor. François Whal, editor de Seuil en los años noventa y a quien Barthes habría dejado a cargo de su obra póstuma, no estuvo de acuerdo con la publicación de esas notas demasiado íntimas y en donde alguien muerto, por un accidente de tránsito en 1980, no tuvo la oportunidad de corregirse. Michel Salzedo, hermanastro de Roland Barthes, hizo una declaración ritual: “Después de 30 años nadie puede erigirse en dueño de la obra de un autor”. Pero, de hecho, él es el dueño. Y en el mismo Diario de duelo habría una indicación precisa: “Vivo sin ninguna preocupación por la posteridad, sin ningún deseo de ser leído más tarde (salvo financieramente por M –M es Michel Salzedo–), la perfecta aceptación de desaparecer completamente, ningún deseo de ‘monumento’ –pero no puedo soportar que sea así para mamá (tal vez porque ella no escribió y porque su recuerdo depende totalmente de mí)”.

En el mismo párrafo contrae una deuda de responsabilidad –con ese otro con el que comparte la sangre de ella– y con un libro que vendría a sacarla del olvido. Si en Diario de duelo Barthes anota “esta mañana, con gran pesadumbre, retomando las fotos, trastornado por una donde mamá niña pequeña, dulce, discreta junto a Philippe Binger (Jardín de invierno de Chennevières, 1898)./Lloro./Ni siquiera deseos de suicidarse”, en La cámara lúcida escribe: “Así yo mirando, solo en el departamento donde ella acababa de morir, bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí. /La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños, de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Este apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: ‘avanza un poco, que se te vea’, había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana unidos entre sí, como yo sabía, por la desunión de sus padres, que a poco tiempo después se divorciarían, habían posado uno al lado de otro, solos, en la abertura del follaje y de palmas del invernadero (era la casa en que había nacido mi madre, en Chennevières surMarne./Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre”.

La escena es la misma pero no es una pasada en limpio ni una reescritura, en Barthes la nota no es nunca un borrador sino una marca que fija lo que se repite o, todo lo contrario, lo irrepetible pero también lo gratuito, lo que no se sabe por qué. En Diario de duelo la nota cae bajo una vigilancia triste pero firme: que no haga literatura, que no goce.

Demás deudos

La escritura no puede nada. Pero, ante una pérdida irrevocable, muchos insisten en escribirla, sabiendo que es imposible y que no hay consuelo, ni siquiera el de que, de no haberlo hecho, hubiera sido peor, puesto que, si se escribe ¿cómo se sabe que, de no hacerlo, hubiera sido igual o peor de terrible?

En el matrimonio blanco con la madre, ella puede pretender sobreponerse a la fatalidad biológica y acompañar al hijo hasta el final de éste: ese horror preferible a dejarlo solo. Leonor Acevedo lo intentó hasta que las fuerzas le faltaron e hizo público, ya sobre los noventa años, en infinitas protestas ese durar que ya no era vida. El mito dice que ella escuchaba, disentía, comentaba cada argumento del hijo con más inteligencia y razón que la que utilizaba en poner en fuga a sus rivales. Un vestido lila apoyado sobre su lecho de manera que evocara su forma viva se erigió en monumento blando a La Lectora, ante la que Jorge Luis Borges habría rumiado quién sabe qué oraciones de agnóstico. Claro que una esposa con la que se han llevado sesenta años en común también puede provocar la ilusión, como con la madre, de ser uno con ella, de “llevar una comunidad física y psíquica total” sólo interrumpida por la muerte como la de Sandor Marai con Ilona Matzner. Si Roland Barthes planeaba hacer de su notoriedad una prórroga de la memoria de Henriette Binger –“quizás un día la escriba, con el fin de que, impresa, su memoria dure por lo menos el tiempo de mi propia notoriedad”, insistió en La cámara lúcida–, Marai vivió el duelo por su esposa Ilona, la experiencia casi opuesta. Cien agendas minuciosas, de ella que no escribía, le permitieron seguir oyéndola con los ojos: “Durante décadas lo anotó todo sin excepción, los acontecimientos cotidianos, ya fueran importantes o irrelevantes. Es su regalo desde el más allá. Como si todos los días recibiera una carta de ella”. (Sandor Marai, Diarios 1984-1989.) Horror o maravilla: que dos, uno de los cuales está muerto, puedan cotejar recuerdos.

Su Roland

El recuerdo más penoso –hay otros pero éste es el que se repite y parece punzar más profundo– que registra Diario de duelo es el de la madre gritando en las últimas “¡Mi Roland, mi Roland!”. Quien en agonía pronuncia un posesivo sugiere querer arrastrarse fuera de la vida con las manos llenas, una vuelta a la nada pero rompiendo la soledad con un trofeo. A menos que ese nombre sea la última pertenencia, la fundamental antes de la separación, aquello que Henriette Binger se verá obligada a soltar para siempre cuando pronto no haya yo para utilizar gramática alguna.

Si Roland Barthes no renegara a veces del psicoanálisis hasta el punto de preferir la “aflicción” al “duelo”, si pudiera pensar esa exclamación en detalles como le gusta hacerlo con cualquier otra, tal vez advertiría en ella el mordisco del vampiro. ¡Oh, pero maman no era así! No era así es lo que Roland escribe de mil modos de su Henriette, aun cuando todavía no escribió definitivamente si es que esto es posible: al creer una y otra vez en su inocencia soberana “si se quiere tomar esta palabra según su etimología que es ‘no sé hacer daño’”, esa que reconoce en la foto del invernadero, la de la madre niña –el relato de cualquier cualidad tentativa– sólo podría hacerse en negativo.

Pero si Henriette Binger muere declarando que él es de ella, su ausencia, en medio del dolor que produce, tiene una cualidad suplementaria: hace, por primera vez, ligero el peso de los muchachos:

“Durante todo el tiempo del duelo, de la Aflicción (tan dura que: ya no puedo más, no me sorprenderé, etc.), seguían funcionando imperturbablemente (como mal educadas) costumbres de flirts, de enamoriscamientos, todo un discurso del deseo, del yo-te-amo-que por lo demás caía muy rápido y volvía a empezar sobre otro” (12 de junio de 1978).

Entonces, afligido en su máxima expresión, escribe que tiene mejor talante para el discípulo adorador de la frase –y Roland era un brujo de la retórica, ahí, a los sesenta era él el más bello–, pero atacado de un súbito déficit de atención si se lo invitaba a la cama, para el virgen sensato al que le molestaba la diferencia de edad, para al chongo inamovible en su sistema de toma y daca que jamás consiente en el “vuelto” de un abrazo, de un deshago fuera de tarifa (la enumeración corre por cuenta propia).

Pero a esa soltura, Roland la encuentra árida. “No solamente no abandono ninguno de mis egoísmos, de mis pequeños apegos, continúo sin cesar ‘dándome preferencia’, más aún, no llego a entregarme amorosamente a un ser, todos me son un poco indiferentes, incluso los más queridos. Pruebo –y es claro– la ‘sequedad del corazón’ –la acidia–”, había escrito el 27 de abril.

En Incidentes, otro de sus libros póstumos, en una anotación posterior a la fecha en que escribe el diario, los muchachos han recuperado su peso aplastante: “Ayer, domingo, Oliver G. vino a comer; dediqué a la espera y al recibimiento el especial cuidado que revela, por lo general, que estoy enamorado. Pero, ya mientras comíamos, su timidez o su distanciamiento me intimidaron; ninguna euforia en la relación, ni de lejos. Le pedí que viniera a mi lado, a la cama, mientras dormía la siesta; acudió muy amablemente, se sentó en la orilla, leyó en un libro ilustrado; su cuerpo estaba demasiado lejos, cuando alargué mi brazo hacia él, no se movió, encerrado en sí mismo: ninguna complacencia; y acabó por marcharse a la otra habitación. Me invadió como una desesperación, tenía ganas de llorar. Me pareció evidente que iba a tener que renunciar a los chicos, porque no existe ningún deseo de ellos hacia mí, y porque yo soy demasiado escrupuloso, o demasiado torpe, para imponer el mío; creo que éste es un hecho indiscutible, avalado por todas mis tentativas de flirt, que mi vida es triste, que, bien mirado, me aburro, y que es necesario que expulse este interés, o esta esperanza, de mi vida. (Si repaso mis amigos uno a uno –aparte de los que ya no son jóvenes– descubro un fracaso cada vez ... ¿No me van a quedar más que los taxiboys? He tocado un poco el piano para O., a petición suya, a sabiendas de que acababa de renunciar a él para siempre; tiene bonitos ojos y una expresión dulce, suavizada por los cabellos largos: he aquí un ser delicado pero inaccesible y enigmático, tierno y distante a la vez. Luego le he dicho que se fuera, con la excusa del trabajo, y la convicción de que habíamos terminado, y de que, con él, algo más había terminado: el amor de un muchacho”. ¿Será porque el duelo –18 meses para la muerte de un padre, de una madre, según el Larousse, él lo sabe puesto que es una de las primeras anotaciones de su Diario de duelo– ha abandonado su parte aguda, esa que, según el mito popular, se pacifica cuando en el cuerpo del muerto ya no hay carne y, en correlato, el deudo pasa de un dolor en carne viva a un dolor esencial como el hueso? ¿Entonces la máxima aflicción ya no protege del mismo modo y empieza a dejar pasar los dolores de segundo orden?

Si Roger Peyrefitte hubiera podido leer la escena con Oliver G se hubiera reído de Roland Barthes como siempre lo había hecho de André Gide al recordar que “Nunca practicó, según sus propias palabras, más que ‘el amor frente a frente’ y tuvo este grito de indignación con uno de mis amigos que le confesó sodomizar a los pequeños árabes en Argelia ‘¡Cómo! ¡Usted los maltrata!’”. El hubiera leído en el acudir dulcemente, en el sentarse en la orilla de la cama y en leer un libro ilustrado de Oliver G las artimañas de un pasivo que, sin correrse cuando lo acarician, demanda además que le toquen el piano.

Es probable que Barthes no se equivocara, que en esa escena pudiera leer el fin de un amor y, tras su cola, el de todos los otros. Pero ¿no había una cierta complacencia en ese decoro pequeño burgués con el que nunca se atrevía a romper el velo de ningún pudor en provecho propio, una obediencia al qué dirán que es fácil imaginar muy Henriette Binger? ¿Qué le faltó a ese triste? Un poco de avasallante chabacanería. Un buen mal gusto. Total, de todos modos, era un fracaso cada vez.

Raúl Escari es testigo de Barthes en un París desde donde se partía a Marruecos para visitar un prostíbulo en el que el patrón –un tal Manolo– solía enviar, a través de cualquier cliente, “¡saludo a los profesores! “(Barthes, Foucault.)

–Una vez decidió analizarse con Jacques Lacan. Estaba sufriendo mucho, seguramente por amor. Llamó por teléfono al consultorio de la calle de L’ille y pidió hora para un rendez vous. El secretario de Lacan le dio cita para diecinueve días después. Fue puntual. Comenzó a hablar, Lacan lo cortó en seco: “¡Ah! ¡Viene a verme por un asunto personal! Hubiera debido pedir una consulta no una cita. Lo habría recibido de inmediato”. Barthes habló y habló. Lacan escuchaba en silencio. De pronto dijo: “Aléjese enseguida de ese muchacho”. Barthes nos lo contó a un grupo de amigos más tarde. “Fue raro que palabras tan triviales, tan chatas, hayan podido ejercer en mí un efecto tan inmediato, radical.” Terminó con el chico y se puso a escribir su Fragmentos de un discurso amoroso. Yo estaba presente cuando lo contó.

¿No habría en ese provinciano un regusto de contable: que hasta lo más insoportable fuera a parar al haber del placer del texto? Pero con su Roland, el de Henriette Binger, todas las preguntas psi, las insubordinaciones críticas, las conminaciones de afiliados “¡Vamos, deje de regodearse! Con semejante cabeza ¿no podría haber luchado para ser más feliz?”, se vuelven tautológicas pero además feas: él ya lo calibró todo y lo escribió en bellas figuras.

Cerrados por duelo

El 23 de marzo de 1980 Roland Barthes venía de comer con Mitterrand y planeaba cruzar de un lado a otro la calle de las Ecoles cuando lo atropelló una camioneta de lavandería. Murió casi un mes más tarde. Entonces, el furor de la interpretación, a veces con la huella de su enseñanza, a veces no, comenzó a proliferar en versiones en donde ni el más ignorante comisario, el más pedestre equipo de emergencia, la más dura representante de las ciencias duras, se conformaron con la idea de accidente. Una cosa es señalar la tiniebla oculta en la declaración: “¡Mi Roland”, mi Roland! y otra pensar que Henriette Binger vino a llevarse su propiedad para transportarla allí donde todos sabemos, la muerte no los reunió. Hasta el cínico alegre de Philipphe Sollersedipiza a más no poder. En su libro Mujeres cuenta esa agonía en La Salpetrière en la que el herido, por obra del duelo, deja de luchar y cede, como si se hubiera suicidado. En Internet hay quien se mete con el objeto “camioneta de lavandería” buscando un sentido al cual sacarle el jugo. Y hay quien especula groseramente sobre si en la caja viajaba la ropa ordenada y perfumada de las casas burguesas de entrega semanal, o si, por el contrario, viajaban las sábanas con semen, flujo y chocolate de los hoteles por hora adonde todavía no entraban los homo, los manteles de la francachela derramada y el pañal cagado de las familias que no tienen las buenas maneras de los Barthes Binger. Esa muerte absurda inició la serie amarilla y reaccionaria titulada Paradojas de la razón Cartesiana que continuaría con Althusser asesino y Foucault sadomaso.

Roland Barthes tenía 65 años y había escrito hasta por los codos –que imaginamos protegidos por remilgados pitucones–, sin embargo se lo trataba como a una inversión perdida. La maldad radical del lenguaje hizo que el 23 de marzo de 1980 se recordara que en mayo del ’68 había dicho “las estructuras no bajan a la calle”, entonces los estudiantes le contestaron “Barthes tampoco” ahora, en la calle había sido herido de muerte. Encima, si en la red se busca “muerte de Barthes” lo primero que aparece no es la noticia del accidente sino una noción: la muerte del autor.

¿No hubiera sido el mejor homenaje que los signos de asueto dejaran de producir?: que todos los suyos: amigos, lectores, discípulos se hubieran limitado a difundir un lacónico Barthes “murió en un accidente” en todas partes en donde se usaran palabras y luego de haberle creído simplemente que su pena provenía de “ser ella quien era y es por ser ella quien era por lo que viví con ella”.

Roland Barthes no escribió el libro definitivo sobre su madre, lo dejó en medio entre el querer escribir y el poder escribir, el deseo de escribir y el hecho de escribir sobre los que habló en sus cursos del Collège de France. No hizo más que rodearlo, por ejemplo casi tipiando a la muerta en los objetos que la evocaban: su polvera de marfil, un frasco de vidrio biselado, una silla baja, almohadones (La cámara lúcida). Hasta su propia muerte, no hizo más que poner en todas partes, con una inusual fecundidad, algo de ella –Lo Neutro, La cámara lúcida, La preparación de la novela–. Con más detalle en el segundo de estos libros en donde retoma las notas de Diario de duelo. Pero al Libro de mi madre, lo dejó para después, como si lo atesorara, en eterna preparación lo que fundiría profundamente a Henriette Binger, en idéntico brillar por su ausencia, con ese género fetiche: la Novela.

De Página 12

Nietzsche en el sanatorio

En la biografía Nietzsche de Werner Ross (Paidós, 1994) se lee un breve informe del "diario de enfermos" del sanatorio de Jena donde el filósofo fue internado, en el que se constata que el paciente "se unta la pierna con excrementos. Come excrementos. Orina en su bota o en su vaso y bebe la orina y se unta con ella".

domingo, 13 de diciembre de 2009

George Steiner dixit

Me gustaría contarle una anécdota. Hubo un poeta contemporáneo llamado Nash que tradujo al poeta francés François Villon. En su famosa balada Las nieves de antaño había una línea en la que Villon venía a decir que la mujer ha envejecido: su pelo, escribía en francés, ya no es dorado, sino gris. Nash, en su manuscrito, lo tradujo así: “El brillo le cae del pelo”. El impresor cometió un error y escribió: “Un brillo cae del cielo”. Es una de las frases más hermosas de la poesía inglesa, ¡y se debe al impresor! Cada noche le pido a Dios que me envíe un impresor que cometa un error que me haga grande.

Julio Cortázar dixit

Esto que te voy a contar lo supe por Dolly Muhr (Dorotea Muhr, la mujer de Onetti). Onetti leyó “El perseguidor”, se fue al cuarto de baño de su casa y rompió el espejo de un puñetazo. Nadie ha tenido una reacción que me pueda conmover más.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Lucrecia Martel, tres de diez...

La asociación Cinema Tropical, dedicada a la promoción del cine latinoamericano en Estados Unidos, difundió la lista de los diez mejores largometrajes latinos de la década 2000-2009:

1. "La ciénaga". Lucrecia Martel.
2. "Amores Perros". Alejandro González Iñárritu.
3. "Luz silenciosa". Carlos Reygadas.
4. "Ciudad de Dios". Fernando Meirelles.
5. "Autobús 174". José Padilha y Felipe Lacerda.
6. "Y tu mamá también". Alfonso Cuarón.
7. "Whisky". Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll.
8. "La mujer sin cabeza". Lucrecia Martel.
9. "La niña santa". Lucrecia Martel.
10. "El laberinto del fauno". Guillermo del Toro.

Para realizar esta encuesta, Cinema Tropical consultó a 33 profesionales de Nueva York que han contribuido a la promoción y difusión del cine latinoamericano en el país, y todos ellos seleccionaron un total de 121 películas de catorce países de la región.

martes, 8 de diciembre de 2009

Asesinos seriales

-“Nunca debieron acusarme de algo más serio que de regentear un cementerio sin licencia” (John Wayne Gacy, asesino en serie).
-“Yo no quería hacerles daño, yo sólo quería matarlos” (David Berkowitz, asesino en serie).
-“Mi problema es la diabetes. Me baja el azúcar y entonces me subo al techo de un edificio y después soy capaz de hacer cualquier cosa” (John Henry Brudos, asesino en serie).
-“Yo sólo hice lo que me pidió mi perro. Es un perro muy bonito” (David Berkowitz, asesino en serie).
-“La cosa era así: yo trabajaba como chofer de ambulancia, elegía a una mujer, la asesinaba, la arrojaba a un costado del camino, hacía una llamada anónima a la policía, y después volvía con mi ambulancia a recoger el cadáver. Me divertía mucho conversar con todos esos tipos de uniforme y enterarme de lo que pensaban sobre lo sucedido” (Charlie Davis, asesino en serie).
-“Nosotros, los asesinos en serie, somos sus hijos, somos sus maridos, somos los que están en todas partes. Y claro: mañana muchos de ustedes van a despertarse muertos” (Ted Bundy; asesino en serie).

Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso

Herta Müller (Discurso al recibir el premio Nobel, 7 diciembre de 2009)

¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.
Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.
Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.
La primera vez me insultó de pie y se marchó.
La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.
La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que..., y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.
Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.
Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.
Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.
Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.
En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.
Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:
A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.
A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.
En el centro, los pañuelos de niño, para mí.
Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.
Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.
A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.
Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?
Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?
Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.
Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.
Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:
Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central
Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.
Con un pañuelo termina también otra historia:
El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.
Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.
Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.
Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.
Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.
Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.
Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:
Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice
El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.
Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.
Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.
Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes. Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:
Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.
Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?
Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.
Traducido por Juan José del Solar Bardelli

lunes, 30 de noviembre de 2009

Hernán Díaz (1931-2009)

Recientemente, el periódico virtual Con-Fabulación había señalado que Díaz "capturó con su lente los rostros y el rictus de quienes tendrían papeles protagónicos -no siempre dignos y loables- en la enorme, desaforada y contradictoria farsa nacional". Interrogado por la misma publicación si sentía nostalgia de su pasado, respondió: "¿Cómo no voy a sentir nostalgia? La mitad de los que retraté están muertos (...) y la otra mitad en la cárcel"

State of play

Otra película más sobre periodistas buenos y políticos malos y buenas directoras de periódicos y malos miembros de corporaciones (en ese orden). Y así las cosas, tu trasero y tu mente (en ese orden) sienten un cierto alivio cuando el film llega a su fin.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Pinocho en el país de los mentirosos

Declaración de la Presidencia de la República

Es muy grave para las instituciones de Colombia que el Presidente de la Corte Suprema de Justicia esté diciendo mentiras de las conversaciones que ha sostenido con el Presidente de la República, según aparece publicado hoy en el periódico El Espectador.

Bogotá, 22 de noviembre de 2009.

Eduardo Galeano dixit

"El muro de Berlín era la noticia de cada día. De la mañana a la noche leíamos, veíamos, escuchábamos: el Muro de la Vergüenza, el Muro de la Infamia, la Cortina de Hierro... Por fin, ese muro, que merecía caer, cayó. Pero otros muros brotaron, y siguen brotando en el mundo. Aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos se habla poco o nada. Poco se habla del muro que los Estados Unidos están alzando en la frontera mexicana, y poco se habla de las alambradas de Ceuta y Melilla. Casi nada se habla del Muro de Cisjordania, que perpetúa la ocupación israelí de tierras palestinas y será quince veces más largo que el Muro de Berlín, y nada, nada de nada, se habla del Muro de Marruecos, que perpetúa el robo de la patria saharaui por el reino marroquí y mide sesenta veces más que el Muro de Berlín. ¿Por qué será que hay muros tan altisonantes y muros tan mudos?"

domingo, 22 de noviembre de 2009

Lo que sé Por Francis Ford Coppola

Cuando tenía dieciséis o diecisiete años quería ser escritor. Quería ser dramaturgo. Pero todo lo que escribía, me parecía, era flojo. Y recuerdo irme a dormir llorando porque no tenía el talento que ansiaba.

¿Alguna vez vieron la película Rushmore? Yo era exactamente como ese chico.

Tuve vino en la mesa toda mi vida. Incluso los chicos teníamos permitido tomarlo. Solíamos agregarle ginger ale, limón o soda.

Le hice algo terrible a mi padre. Cuando tenía 12 o 13, tuve un trabajo en Western Union. Y cuando llegaba un telegrama en una tira larga, lo cortábamos y lo pegábamos en un papel y lo entregábamos en bicicleta. Y yo sabía el nombre del director del departamento de música de Paramount Pictures, Louis Lipstone. Así que le escribí: “Estimado Sr. Coppola: Lo hemos elegido para que componga una banda sonora. Por favor regrese a Los Angeles inmediatamente para empezar con su encargo. Cordiales saludos, Louis Lipstone.” Y lo pegué y lo entregué. Y mi padre estaba tan contento. Y entonces tuve que decirle que era falso. Estaba totalmente furioso. Por aquellos días, a los chicos se les pegaba. Con el cinturón. Yo sabía por qué lo hice: quería que él recibiera ese telegrama. A veces hacemos cosas malas por buenas razones.

La gente siente que la peor película que hice fue Jack. Pero al día de hoy, cuando recibo cheques por viejas películas que he hecho, los de Jack son los más jugosos. Nadie lo sabe. Si la gente la odia, la odia. Pero yo simplemente quería trabajar con Robin Williams.

Nunca fui descuidado con el dinero de otro. Sólo con el mío. Porque me pareció que, bueno, se puede serlo.

Diez o quince años después de Apocalypse Now! estaba en un hotel en Inglaterra y agarré el principio de la película. Terminé viéndola completa. Y no era tan rara como pensaba. Había, en cierto modo, expandido lo que la gente estaba dispuesta a tolerar en una película.

Vi este cesto lleno de desechos de película. Habíamos rodado con cinco cámaras cuando llegaron los jets y arrojaron el napalm. Había que filmarlos todos al mismo tiempo, así que había mucho metraje. Levanté algo de este barril y lo puse en la moviola y era muy abstracto, y una vez cada tanto se podía ver este helicóptero. Luego, en la edición de sonido estaba toda esta música de los Doors, y en ella se escuchaba algo llamado “The End”. Entonces dije: “Ey, ¿no sería gracioso si empezáramos la película con ‘The End’?”.

Tengo mucha más imaginación que talento. Cocino ideas. Es tan sólo una característica.

Admiro a personas como Woody Allen, que cada año escribe un guión original. Es sorprendente. Siempre deseé poder hacer eso.

Para hacer las cosas bien hay que ser abundante –ésa es mi tendencia–. Si preparo una comida, cocino demasiado y tengo demasiadas cosas. Anoche estaba viendo una película de Cecil B. DeMille basada en Cleopatra, y me di cuenta de cuántas partes de la historia real había dejado afuera. Buena parte del arte del cine es hacer menos. Aspirar a hacer menos.

Una vez, mientras esperaba, conseguí un trabajo: escribir un guión para Bill Cosby. El solía encargar el mejor vino para sus amigos. El no bebía, pero tenía este vino llamado Romanée-Conti que está considerado uno de los mejores del mundo. Yo no sabía que el vino pudiera tener tan buen sabor. También me enseñó a jugar baccarat. Y una noche empecé con 400 dólares y gané 30 mil. Así que compré 30 mil dólares en vinos Romanée.

Hay que mirar las cosas en el contexto de tu expectativa de vida.

El final era claro y Michael se había corrompido: ya había terminado todo. Así que no entendía por qué querían hacer otra El Padrino.

Les dije: “Lo que voy a hacer es ayudarlos a desarrollar una historia. Y encontraré a un director y la produciré”. Ellos me dijeron: “Bueno, ¿quién es el director?”. Yo les dije: “Un tipo joven, Martin Scorsese”. Me dijeron: “¡De ninguna manera!”. El recién empezaba.

Lo único que les cuestioné fue que la titularan El Padrino Parte II. Siempre era El hijo del Hombre Lobo o El Hombre Lobo regresa o algo así. Pero creían que sería confuso para el público. Es irónico, porque eso fue lo que comenzó todo el asunto de ponerles números a las secuelas. La verdad es que comencé un montón de cosas.

Estaba en mi trailer trabajando en El Padrino II o III en Nueva York, cuando golpearon a mi puerta. El tipo que estaba trabajando conmigo me dijo que John Gotti quería conocer al señor Coppola. Yo le dije: “No es posible, estoy muy ocupado”. Es como el viejo mito de los vampiros, según el cual tenés que invitarlos pero una vez que cruzan el umbral de la puerta, ya están adentro. Pero si les decís que no los querés conocer, no pueden pasar. No pueden conocerte.

Nunca vi Los Soprano. No estoy interesado en la mafia.

¿Qué mayor desaire te puede tocar que el que absolutamente nadie haya ido a ver Juventud sin juventud? Cualquier cosa mejor que eso es un éxito.

A algunos espectadores les encanta quedarse en sus butacas a leer todos los nombres de los créditos. ¿Estarán buscando a un pariente?

¿Qué debería hacer ahora? Podría hacer algo un poquito más ambicioso. O menos. Mejor menos. Para mí, menos ambicioso es más ambicioso.

sábado, 21 de noviembre de 2009

John Ashberry, poeta, 26 libros, mito vivo

Pregunta. ¿Qué une los poemas de Un país mundano?

Respuesta. No concibo mis libros como una unidad, es más bien una estructura acumulativa. Lo que los une es que los he escrito en un mismo periodo

P. ¿Siempre ha sido así?

R. Cuando empecé no escribía con la aspiración de ser leído. Nunca he sido muy sistemático.

P. Ha trabajado varias décadas como profesor.

R. Enseñaba un taller de literatura y de poesía. No era duro pero me creaba ansiedad, pensaba que no tenía nada que enseñar. Siempre sentía que no hacía lo que debía pero parece que los alumnos se divertían.

P. También trabajó muchos años como crítico y periodista. ¿Afectó eso a su poesía?

R. El periodismo me ayudó porque escribía para el público general y debía hablar de arte de manera que el lector hiciera su propio juicio. También me enseñó a prestar atención, y esto es una de las cosas que encuentro más difíciles. Y luego estaba el terrible momento de la entrega, la hora límite, algo aterrador. Aprendes a perder el pánico a la hoja en blanco. Pude superar las inhibiciones, la constante fuente de ansiedad que supone escribir y tener que preguntarte qué y cómo.

P. ¿Le sigue ocurriendo?

R. Siempre vacilas al escribir poesía.

P. ¿Ha cambiado su manera de hacerlo?

R. Al principio escribía a mano, pero en los setenta empecé a componer versos muy largos tipo los de Whitman y perdía el hilo de lo que escribía. Pensé que la máquina de escribir podría ayudarme y así fue. Me divierte escribir así, aunque cada vez es más difícil encontrar las cintas. La resistencia de las teclas es muy inspiradora.

P. ¿Siempre le gustó Whitman?

R. De joven no, pero tiene versos en los que parece que no hay artificio alguno y ése es el placer del gran arte.

P. Él cantó al nacimiento de América. ¿Carece de sentido algo así ahora?

R. Creo que la poesía es una herramienta para explicar lo que estoy sintiendo, para decir esto es lo que me acaba de pasar y esto es de lo que de verdad va la vida.

P. Su trabajo como crítico de arte, ¿ha influido en sus imágenes?

R. No creo ser un poeta muy visual. Muchas de las imágenes en las que me fijo son resultado de escuchar.

P. ¿El oído es la clave?

R. La lengua que me rodea, el habla de la calle... eso es lo que siento que es importante. Me resulta muy interesante y conmovedor ver cómo los americanos intentan comunicarse y fracasan. Creo que no hablan como otra gente, se atascan más y a veces no acaban las frases, las dejan en el aire para que otro complete sus pensamientos. Esto también ocurre en mis poemas.

P. La reinvención de la lengua en la calle es frenética en EE UU, con acrónimos y expresiones que se inventan a diario, se ponen de moda y se olvidan.

R. Somos la civilización de lo desechable. Hay un deseo inmenso por lo nuevo.

P. Escribe escuchando música contemporánea. ¿Es éste el ritmo que busca?

R. La dodecafonía impide que haya un tema predominante. La poesía me llega como la música, puedo escucharla antes de saber qué está diciendo. Como la música, la poesía sigue sus propias formas y te lleva a un sitio determinado, si es que no estás allí ya.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Un día después de la muerte de su madre, Roland Barthes inicia un "Diario de duelo"...

27 de octubre
Todo el mundo conjetura –así lo siento– el grado de intensidad de un duelo. Pero imposible (signos irrisorios, contradictorios) medir hasta qué punto alguien ha sido alcanzado.

27 de octubre
Reunión demasiado numerosa. Futilidad creciente, inevitable. Pienso en ella, que está al lado. Todo cruje. Está, aquí, el principio solemne del gran, largo duelo. Por primera vez desde hace dos días, idea aceptable de mi propia muerte.

30 de octubre
... que esta muerte no me destruya por completo, quiere decir que decididamente quiero vivir perdidamente, hasta la locura, y que por lo tanto el miedo de mi propia muerte está ahí, no se ha desplazado ni una pulgada.

31 de octubre
No quiero hablar por temor a hacer literatura –o sin estar seguro de que eso no lo sería– aunque de hecho la literatura se origine en estas verdades.

31 de octubre
A veces, muy brevemente, un momento blanco –como de insensibilidad– que no es momento de olvido. Eso me espanta.

2 de noviembre
Lo asombroso de estas notas: un sujeto devastado que es presa de la presencia de espíritu.

4 de noviembre
Esta noche, por primera vez, he soñado con ella; estaba acostada pero nada enferma, con su camisón rosa comprado en un supermercado...

5 de noviembre
Tarde triste. Breve salida de compras. Con el pastelero (futilidad) compro un pan de chocolate. Al servir a un cliente, la muchacha de servicio dice: Ahí está. Eran las palabras que yo decía al llevar algo a mamá cuando la estaba cuidando. Una vez, hacia el final, semiinconsciente, repitió en eco: Ahí está (Aquí estoy, palabras que nos dijimos uno al otro toda la vida). Estas palabras de la muchacha me traen lágrimas a los ojos. Lloro largo tiempo (de vuelta en el departamento insonoro). Así puedo cernir mi duelo. No está directamente en la soledad, en lo empírico, etc.; tengo ahí una especie de soltura, de dominio que debe hacer creer a la gente que tengo menos dolor del que habrían pensado. Está ahí donde se vuelve a desgarrar la relación de amor; el "nos amábamos". El punto que quema más en el punto más abstracto...

10 de noviembre
Se recomienda "ánimo ". Pero el tiempo del ánimo era cuando ella estaba enferma, cuando la cuidaba viendo sus sufrimientos, sus tristezas, cuando me tenía que esconder para llorar. A cada momento había que tomar una decisión, asumir una figura, y eso es el ánimo. –Ahora ánimo querría decir querer vivir y de eso ya se tiene demasiado.

10 de noviembre
Molesto y casi culpabilizado porque por momentos creo que mi duelo se reduce a una emotividad. Pero ¿no ha sido toda mi vida sino eso: emoción?

Redbelt

Ni siquiera el prestigioso David Mamet (novelista, ensayista, autor teatral, dramaturgo, guionista y director de cine estadounidense) logra evadir los mismos lugares comunes de siempre a la hora de acercarse al mundo de las Artes Marciales Mixtas. Y su héroe-soldado tampoco ayuda mayor cosa pues preferiere la escualidez de una pálida abogada norteamericana al espectacular cuerpo de una reina brasilera.

"....debe ser quemado sin ser leído..."

3 de junio de 1924. Kafka dejó escrito a su gran amigo Brod: "Querido Max. Mi última petición: todo lo que dejo debe ser quemado sin ser leído...". Brod desobedeció. Una traición de la que el mundo obtuvo gran provecho. De haber cumplido el deseo póstumo, nadie habría leído nunca El proceso, El castillo o América.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Rodolfo Fogwill dixit

"Esos boludos, esos huevones que dicen que tienen 'el terror de la página en blanco', aunque ahora se usa la pantalla, y que la llenen con los dedos, no sé, que dibujen algo, que pongan una porno en Internet si les da terror una página en blanco."

Prohibido leer (2009)

Un escándalo se desató después de que una bibliotecaria de la pequeña ciudad de Orsk, en los Urales, denunciara en su blog que las autoridades habían enviado a las bibliotecas una lista de 37 libros que se recomendaba no entregar a los lectores. La lista de obras que contienen "elementos de propaganda y publicidad de narcóticos y sustancias psicoactivas" fue difundida por el Departamento de Cultura del Ayuntamiento a instancias de la oficina local del Servicio Federal de Lucha Antidrogas ruso (SFLA). Entre los autores proscritos figuran:
-Arturo Pérez-Reverte con La Reina del Sur.
-Tom Wolfe con Ponche de ácido lisérgico.
-William Burroughs con Queer.
-Hunter Thompson con Miedo y asco en Las Vegas.
-Alex Garland con La Playa.
-Irvine Welsh con Porno, Escoria y The Acid House.
-Philip K. Dick con Una mirada a la oscuridad.
-Mick Farren con Jim Morrison's Adventures in the Afterlife.
-Mark Levi con la obra Novela con la cocaína.
-Stanislav Grof con un manual de cultivo de champiñones.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Los ateos también tienen su dios Por Gianni Vattimo

¿Por qué tanto interés en demostrar que Dios no existe? Es una pregunta que, ciertamente, gente como Hitchens refutaría, o al menos zanjaría de inmediato, diciendo que la verdad merece ser conocida más allá o más acá de cualquier interés. Sin embargo, eso de por sí torna sospechoso su enfoque. Como enseñó Nietzsche, quien habla de la verdad como un valor supremo muestra que todavía cree en un dios último. Pero entonces, si no puede, y no debería, invocar el amor por la verdad, ¿por qué a Hitchens le preocupa tanto la demostración de la no existencia de Dios? Sobre todo, teniendo en cuenta que, como observan muchos semi-creyentes, si Dios existe, la verdad es que hace sentir muy discretamente su presencia.

Podemos aventurar una hipótesis, que vale no sólo para Hitchens sino para todos los numerosos ateos militantes que comparten su mismo programa. Quieren demostrar que Dios no existe porque "perturba", o mejor: porque constituye un límite para nuestra libertad. De ahí que tenga sentido oponer a Nietzsche al ateísmo racionalista de Hitchens y otros semejantes. ¿Someterse a la verdad es realmente mejor, para nuestra libertad, que someterse a Dios? Si tomamos, por ejemplo, el iusnaturalismo en la ética y la filosofía del derecho, someterse a la ley (derechos y deberes) "natural" ¿es realmente mejor que someterse a Dios?

Los ateos racionalistas deberían ser más coherentes. Tendrían que adoptar el lema que servía de título a un texto anárquico de hace un tiempo, de Hans Peter Duerr (si no me equivoco): Ni dieu ni mètre –ni dios ni metro–. Ni dios ni orden racional del mundo que deban ser respetados; o también: ni dios ni verdad científica asumida como base para una conducta racional. En suma: el orden objetivo que la "razón" descubriría en la realidad, y que estaría al alcance de la razón de "todos", es tan poco liberador, y peor quizá, que el dios de la tradición. Naturalmente, el dios cuya no existencia se demuestra según Hitchens es el dios de nuestra tradición –una entidad personal que habría creado al mundo y al hombre y con la cual el hombre puede ponerse en comunicación para conocer su voluntad, sus propósitos, su eventual plan de salvación–. ¿Podemos decir el dios cristiano? Si es así, y creo que es así, considerar a este dios como un obstáculo a la libertad y a la responsabilidad del hombre tiene poco sentido; o por lo menos, se funda en un error, pues de quien nos quieren liberar es del dios-poder que quiere imponernos su autoridad a través de todo tipo de exigencias y prohibiciones. En esto, puedo estar más de acuerdo con Hitchens que un creyente.

Para los creyentes, al contrario, justamente para salvar la propia fe, sobre todo en este momento de la historia en que el multiculturalismo nos ha hecho conocer tantas experiencias religiosas distintas, es decisivo separar a dios de toda disciplina clerical, de toda pretensión de poder de imposición sobre la libre elección del hombre. Desde el punto de vista del interés por la libertad, en cambio, se debería reconocer que la idea de un dios personal que nos comunica su voluntad y sus propósitos es mucho más aceptable que la de un orden objetivo que, ciertamente, como en Spinoza, nos invita a "no llorar ni gozar, sino solo entender" la necesidad lógica de todo. No precisamente un gran avance para la libertad que se intentaba salvar.

Es cierto que de este dios tenemos noticias sólo a través de textos mitológicos, nunca lo descubrimos en una experiencia sensible o mediante un procedimiento científico ordenado. No es un "fenómeno", diría Kant; o, como escribe en cambio más claramente Bonhoeffer, "un dios que está (como una cosa, un objeto de posible experiencia) no está". Y sin embargo, todos tenemos el sentimiento, sí, como una impresión de fondo de la que no podemos liberarnos, de que nuestra existencia fue hecha posible, en sus aspectos afectivos, de evaluación, de elecciones morales, solo por esa herencia mitológica, en cuyo interior, por otra parte, maduró también la mentalidad científica de la que Hitchens quiere ser defensor.

El dios cuya no existencia es demostrada (sin turbarnos en absoluto) por Hitchens es el que, por el contrario, pareció tan a menudo demostrable (de San Anselmo a Descartes) a los filósofos; si ese dios existiera, adiós libertad, estamos de acuerdo. Pero es justamente el "dios de los filósofos", al que ya Pascal consideraba poco creíble. Las iglesias, y en primer lugar la Iglesia católica, pensaron que debían predicar al dios de Jesucristo como si fuera ese dios "demostrable"; y cometieron ese error por puros motivos de poder –el Dios que la razón "demuestra" parece portador de una autoridad más absoluta y universal (pensemos en cómo la Iglesia insiste en el hecho de que "por naturaleza", el matrimonio "naturalmente" heterosexual es indisoluble, y así puede prohibir el divorcio también a los no creyentes. Y así sucesivamente). El dios en el cual siguen creyendo los creyentes no tiene nada que ver con el dios, inexistente, de Hitchens. Su libro puede, en cambio, ayudar a todos a liquidar la siempre resurgente tentación de identificar la palabra divina con alguna autoridad despótica, llámese la iglesia o la "ciencia".

Una pregunta para Joaquín Sabina

-Sos feliz?

La pregunta, más cursi que obvia, lo desacomoda por un instante. Arma la guardia y el español "recoleto, antiguo y decadente" como Praga cuenta: "Una vez Rimbaud le preguntó eso mismo a un amigo. El amigo respondió que sí, que era feliz. Rimbaud le dijo: 'Oye... ¿cómo has podido caer tan bajo?'.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Solución definitiva para arreglar el conflicto entre Israel y Palestina según Gene Simmons (Kiss)

"Una invasión extraterrestre. A los extraterrestres no les interesan nuestros problemas. Cuando nos invadan se nos olvidará toda esa mierda religiosa y no habrá diferencias entre nosotros. Seremos simplemente hermanos terrícolas y dejaremos de lado nuestros conflictos para luchar contra ellos".

miércoles, 4 de noviembre de 2009

La palabra Por Vladimir Nabokov (inédito en español)

La nueva edición de los Cuentos completos de Vladimir Nabokov incluye dos inéditos en español: La palabra y Natasha. Dimitri Nabokov, el hijo del escritor y traductor de los relatos del ruso al inglés, conoció La palabra en el 2005. Publicado en 1923 en Rul´, revista del exilio ruso en Berlín, se trata, dice, de un relato tan emocional que antes de traducirlo tuvo que acallar dudas sobre su autenticidad. Era el segundo relato que Nabokov había publicado, el primero tras el asesinato de su padre en 1922.

Barrido del valle de la noche por el genio de un viento onírico, me encontré al borde de un camino, bajo un cielo de oro puro y claro, en una tierra montañosa de extraordinaria naturaleza. Sin necesidad de mirar, sentía el brillo, los ángulos y las múltiples facetas de aquellos inmensos mosaicos que constituían las rocas, de los precipicios deslumbrantes, y el destello de innumerables lagos que me miraban como espejos en algún lugar abajo en el valle, tras de mí. Mi alma se vio embargada por un sentido de iridiscencia celestial, de libertad, de grandiosidad: supe que estaba en el Paraíso. Y sin embargo, dentro de esta mi alma terrenal, surgió un único pensamiento mortal como una llama que me traspasara - y con qué celo, con qué tristeza lo preservé del aura de aquella gigantesca belleza que me rodeaba-.Ese único pensamiento, esa llama desnuda de sufrimiento puro, no era sino el pensamiento de mi tierra mortal. Descalzo y sin dinero, al borde de aquel camino de montaña, esperé a los amables y luminosos habitantes del cielo, mientras el viento, como la anticipación de un milagro, jugaba con mi pelo, llenaba las gargantas con un zumbido de cristal, y agitaba las sedas fabulosas de los árboles que florecían entre las rocas que bordeaban el camino. Largos filamentos de todo tipo de hierbas lamían los troncos de los árboles como si fueran lenguas de fuego; grandes flores se rompían abiertas en las ramas brillantes y, como copas volantes que rezumaran luz del sol, planeaban por el aire, exhalando en sus jadeos unos pétalos convexos y translúcidos. Su aroma dulce y húmedo me recordaba todas las cosas maravillosas que había experimentado a lo largo de mi vida.

De repente, cuando me encontraba cegado y sin aliento ante aquel resplandor, el camino se llenó de una tempestad de alas. Escapándose de las cegadoras profundidades llegaron en enjambre los ángeles que yo estaba esperando, con sus alas recogidas apuntando a las alturas. Se movían con pasos etéreos; eran como nubes de colores en movimiento, y sus rostros transparentes permanecían inmóviles a excepción de un leve temblor extasiado en sus pestañas radiantes. Unos pájaros turquesa volaban entre ellos con risas felices como de adolescentes, y unos animales color naranja deambulaban ágiles, en una fantasía de manchas negras. Las criaturas se enrollaban como ovillos en el aire, estirando sus piernas de satén en silencio para atrapar las flores volantes que circulaban y se elevaban, apretándose ante mí con ojos brillantes.

¡Alas! ¡Más alas! ¡Por todas partes, alas! ¿Cómo describir sus circunvoluciones y colores? Eran suaves y también poderosas - leonadas, violetas, azul profundo, negro aterciopelado, con un polvillo arrebolado en las puntas redondeadas de las plumas curvas. Eran como nubes escarpadas fijas en la espalda luminosa de los ángeles, suspendidas en arrogante equilibrio; de tanto en tanto, un ángel, en una especie de trance maravilloso, como si le fuera imposible contener por más tiempo su felicidad, en un efímero segundo, abría sin previo aviso esa su belleza alada y era como un estallido de sol, como una burbuja de millones de ojos.

Pasaban en enjambres, mirando al cielo. Sus ojos eran simas jubilosas, y en sus miradas acerté a ver el vértigo del vuelo. Se acercaban con pasos deslizantes, bajo una lluvia de flores. Las flores derramaban su brillo húmedo en el vuelo; los esbeltos y elegantes animales jugaban, sin dejar de ascender en remolinos; los pájaros tañían de felicidad, remontando el vuelo para luego caer en picado. Yyo, un mendigo cegado y azogado, seguía parado al borde del camino, con un mismo y único pensamiento que apenas lograba balbucear dentro de mi alma de mendigo: Llámales, diles... oh, diles que en esa la más espléndida de las estrellas de Dios hay una tierra, mi tierra... que se muere en la más absoluta y acongojada oscuridad. Tuve la sensación de que si tan sólo hubiera podido agarrar con la mano aquel tornasol resplandeciente, hubiera podido traer a mi tierra una alegría tal que las almas de los humanos se hubieran visto iluminadas al instante y hubieran comenzado a girar alrededor...

Alcé mis manos trémulas, y esforzándome por impedir el camino de los ángeles traté de agarrar el dobladillo de sus casullas brillantes, de tocar los bordes, los extremos tórridos y ondulantes de sus alas curvadas que se deslizaban entre mis dedos como flores con pelusa. Yo corría y me precipitaba de uno a otro, implorando como en un delirio su indulgencia, pero los ángeles seguían su camino sin detenerse, ajenos a mí, con sus rostros cincelados mirando a las alturas. Era una hueste que ascendía hacia una fiesta celestial, hacia un claro de un bosque de un resplandor insoportable, donde tronaba y respiraba una divinidad en la que no me atrevía ni a pensar. Vi telarañas de fuego, manchas de colores, dibujos y diseños de carmesí gigante, rojos, alas violetas, y sobre todo y sobre mí, el suave susurro de una ola vellosa que ascendía. Los pájaros coronados con un arco iris turquesa picoteaban, las flores se desprendían de las brillantes ramas y flotaban. ¡Esperad un minuto, escuchadme!, les gritaba, tratando de abrazarme a las piernas de algún ángel vaporoso, pero sus pies, impalpables, inalcanzables, se me escurrían de las manos, y los extremos de aquellas alas grandes se limitaban a quemarme los labios a su paso. En la distancia, una tormenta incipiente amenazaba con descargar en un claro dorado abierto entre rocas vívidas, los ángeles se retiraban, los pájaros cesaron en sus agudas risas agitadas; las flores ya no volaban desde los árboles; sentí una cierta debilidad, fui enmudeciendo...

Y entonces ocurrió un milagro. Uno de los últimos ángeles se quedó rezagado, se volvió y en silencio se acercó a mí. Divisé sus ojos cavernosos de diamante fijos en mí desde el arco imponente de su ceño. En las nervaduras de sus alas extendidas relucía algo que parecía hielo. Las propias alas eran grises, un tono inefable de gris, y cada pluma acababa en una hoz de plata. Su rostro, la silueta levemente risueña de sus labios y su frente limpia y despejada me recordaron otros rasgos que conocía y había visto en la tierra. Las curvas, el destello, el encanto de todos los rostros que yo había amado en vida... parecieron fundirse en un semblante maravilloso. Todos los sonidos familiares que habían llegado discretos y nítidos a mis oídos parecían ahora fundirse en una única y perfecta melodía.

Se acercó hasta mí. Sonrió. Yo no pude devolverle la mirada. Pero observando sus piernas, noté una red de venas azules en sus pies y también una pálida marca de nacimiento. Y deduje, a partir de esas venas, de aquel lunar diminuto, que todavía no había acabado de abandonar la tierra por completo, que quizás pudiera entender mi plegaria.

Y entonces, inclinando la cabeza, tapándome los ojos medio ciegos con las palmas de las manos, sucias de barro, comencé a enumerar mis penas. Quería explicarle lo maravillosa que era mi tierra, y lo terrible de su síncope negro, pero no encontré las palabras que necesitaba. A borbotones, repitiéndome, balbuceé una serie de trivialidades, le hablé de una casa quemada en la que hubo un tiempo en el que el brillo que el sol dejaba en el parqué se reflejaba en un espejo inclinado. Parloteé de viejos libros y tilos viejos, de pequeñeces, de mis primeros poemas escritos en un cuaderno escolar color cobalto, de un gran peñasco gris, cubierto de frambuesas salvajes en medio de un campo lleno de mariposas y escabiosas... pero no pude, no acerté a expresar lo más importante. Me confundía, me trastabillaba, me quedaba callado, comenzaba de nuevo, una y otra vez, en un hablar confuso que no llevaba a ninguna parte, y le hablé de habitaciones en una casa de campo fría y llena de ecos, le hablé de tilos, de mi primer amor, de abejorros durmiendo entre las escabiosas. Me parecía que en cualquier momento, en cualquier momento, me vendrían las palabras para decir aquello que quería, lo más importante, que llegaría a poder contarle todo el dolor de mi tierra. Pero por alguna extraña razón sólo me acordaba de minucias, de pequeñeces y detalles mundanos que no acertaban a decir ni a llorar aquellas lágrimas corpulentas de fuego que yo quería contar sin acertar a hacerlo...

Me quedé callado y alcé la cabeza. El ángel esbozó una sonrisa atenta, silenciosa, contemplándome con celo desde sus ojos alargados de diamante. Y supe entonces que me entendía.

- Perdóname - exclamé y besé con humildad aquel pálido pie con su marca de nacimiento-.Disculpa que no sepa hablar sino de lo efímero, de trivialidades. Y sin embargo, tú, mi ángel gris, de corazón amable, me entiendes. Contéstame, ayúdame, dime, dime, ¿qué es lo que puede salvar a mi tierra?

Me tomó por los hombros un instante en un abrazo de sus alas de paloma y pronunció una sola palabra, y en su voz reconocí todas aquellas voces silenciadas y adoradas. La palabra que pronunció era tan maravillosa que, con un suspiro, cerré los ojos e incliné aún más la cabeza. La fragancia y la melodía de la voz se extendieron por mis venas, y se alzaron como el sol en mi mente: las innumerables cavidades que habitaban mi conciencia se prendieron en ella y repitieron aquella canción edénica y brillante. Estaba lleno de ella. Con la tensión de un nudo bien lazado, me golpeaba en las sienes, su humedad temblaba en mis pestañas, su dulce hielo abanicaba mis cabellos, y era una lluvia de calor celeste sobre mi corazón.

La grité, me deleité en cada una de sus sílabas, alcé mis ojos con violencia, rebosantes de arcos iris radiantes de lágrimas de alegría...

Dios mío... el amanecer de invierno brilla verdoso ya en la ventana y no consigo recordar aquella palabra de mi grito.

martes, 3 de noviembre de 2009

"El mundo empezó sin el hombre, y acabará sin él."

El antropólogo Claude Lévi-Strauss muere a los 100 años de edad.
Fotografía de su viaje a Brasil, años 30.

A la sombra del patriarca Por Enrique Krauze (fragmento final)

(...)
Gabriel García Márquez no es un escritor de torre de marfil: ha declarado estar orgulloso de su oficio de periodista, promueve el periodismo en una academia en Colombia y ha dicho que el reportaje es un género literario que “puede ser no sólo igual a la vida sino más aún: mejor que la vida. Puede ser igual a un cuento o una novela con la única diferencia –sagrada e inviolable– de que la novela y el cuento admiten la fantasía sin límites pero el reportaje tiene que ser verdad hasta la última coma”. ¿Cómo conciliar esta declaración de la moral periodística con su propio ocultamiento de la verdad en Cuba, a pesar de tener acceso privilegiado a la información interna?

Por lo que hace al juicio de la posteridad, es un tanto prematuro afirmar que García Márquez es el “nuevo Cervantes”. Pero en términos morales no hay comparación. Héroe de guerra contra los turcos, herido y mutilado en batalla, náufrago y preso en Argel por cinco años, Cervantes vivió sus ideales, dificultades y pobreza con una moralidad quijotesca, y la suprema libertad de tomar sus derrotas con humor. Esa grandeza de espíritu no se ha visto en las complicidades de García Márquez con la opresión y la dictadura. No es Cervantes.

La obra de García Márquez sobrevivirá a las extrañas fidelidades del hombre que la escribió. Pero sería un acto de justicia poética el que, en el otoño de su vida y el cenit de su gloria, se deslindara de Fidel Castro y pusiera su prestigio al servicio de los boat people cubanos. Aunque tal vez sea imposible. Esas cosas inverosímiles sólo pasan en las novelas de García Márquez.

lunes, 2 de noviembre de 2009

La guerra y las palabras Por Hernán Vanoli

¿De qué manera los escritores latinoamericanos narran la lucha armada? Autores como Iván Thays, Horacio Castellanos Moya, Daniel Alarcón y Santiago Roncagliolo, entre otros, reflexionan en sus novelas sobre su posición frente al tema.

No es novedad que, a lo largo del siglo XX, América Latina se vio atravesada por diversos conflictos entre organizaciones políticas que se levantaron en armas y pasaron a la clandestinidad y dictaduras con Estados que devinieron terroristas. En este marco, los escritores latinoamericanos mostraron un arco de comportamientos y tomas de posición que, de una u otra manera, influyeron en sus literaturas. Hoy, al ritmo en que el panorama histórico de la región se muestra fragmentado, los escritores y las escrituras van tomando diferentes derroteros. Teniendo en cuenta que los ámbitos de valorización de las obras de la mayoría de estos autores son los mercados del libro español y en algunos casos norteamericano, el panorama que los últimos años muestran a la hora de escribir la violencia armada y el propio lugar del escritor permite vislumbrar una variedad inédita de estrategias, puntos de vista ficcionales y modos de pensar la historia que vale la pena revisar.

Detectives

Si el "giro autobiográfico" y las mal llamadas escrituras del yo son algunas de las tendencias más visibles en la narrativa contemporánea, no es raro que encontremos una primera estrategia donde el cruce entre biografía personal y la lucha armada sea el eje narrativo privilegiado. Se trata, en la mayoría de los casos, de textos donde los escritores se posicionan como investigadores, y donde las fronteras de la profesión literaria con el periodismo, lo detectivesco y la historia oficial contada por los organismos de la memoria genera una cierta incomodidad que alimentan los relatos. No es casual que este tipo de enfoques siempre parezcan dirigidos a un lector extranjero de firmes convicciones progresistas, horrorizado con (y fascinado por) el salvajismo latinoamericano. Fernando Vallejo es consciente de ese gesto y por eso puede parodiarlo, y Horacio Castellanos Moya, en Insensatez, ejerce una leve burla sobre el escritor-detective. Sin embargo, también hay casos donde la figura se trabaja con facetas interesantes.

En Un lugar llamado Oreja de Perro, el peruano Iván Thays construye un relato del viaje de un escritor devenido periodista que debe cubrir la visita del presidente a un pequeño poblado andino donde se realizará la apertura mediática de un programa de asistencia social. Sobria y contundente, cae en baches cuando el narrador cuenta su propia vida, pero tiene la virtud de trabajar sutilmente la distancia entre la representación televisiva, el discurso de la "Comisión de la Verdad" y ciertas consecuencias del terrorismo de Estado en el tejido social. Los ecos de la violencia, y sus rastros, van a percibirse a través del relato que el protagonista hace de la galería de personajes que va encontrando en su excursión, donde no faltan un asesinato ni una lúcida descripción de diferentes posiciones con respecto al terrorismo de Estado de parte de la sociedad civil. El personaje-escritor de Thays es un detective involuntario, que viaja por una cobertura periodística y termina descubriendo una trama secreta de la violencia en la que se incluye la permanencia del aparato represivo ilegal y los cuestionamientos hacia sus propios prejuicios de clase.

Algo similar ocurre en El material humano, del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, aunque el narrador no deviene detective sino que arranca como tal, revisando los archivos policiales sobre la represión en su país. En un juego de espejos entre diario personal, material de archivo y conversaciones con funcionarios que participan de las investigaciones estatales sobre la verdad histórica, el mayor hallazgo del texto consiste en que, sirviéndose de la permanente ambivalencia entre realidad y ficción, Rey Rosa también consigue narrar las contradicciones, intrigas y luchas generadas por el hecho de que la materialidad del archivo, sea propiedad de aquellos mismos que son investigados. Aquí, la historia personal y el secuestro de la madre del narrador entran en un diálogo productivo sobre el papel del Estado ante las políticas de la memoria. Y, con una transparencia comparable a la de Thays, aunque quizás con menos autocrítica, Rey Rosa señala las aporías, incomodidades e hipocresías en las que muchos escritores latinoamericanos caen al pensar su rol con respecto a la política.

Interferencias arcaicas

¿Qué tienen en común, entonces, novelas como Angosta, del colombiano Héctor Abad Faciolince, La paz de los sepulcros, del mexicano Jorge Volpi, y Radio Ciudad Perdida, la más reciente del peruano Daniel Alarcón? Con sus particularidades, comparten la construcción de escenarios urbanos, ucrónicos o distópicos pero alejados de las reglas de la ciencia ficción, agrietados por un uso estatal indiscriminado de la violencia, y donde las nuevas formas de dominación encarnan de manera menos espectacular pero quizás más profunda. La conspiración de los poderosos está presente en todas las obras, y en todas los movimientos guerrilleros aparecen como excusas para la manipulación de los recursos y la información por parte de los sectores dominantes. De hecho, la relación entre medios masivos y poder es un eje fundamental en todas estas novelas. Mientras que en la perspectiva algo naive de Alarcón la radio permanece como último elemento vinculante frente a la destrucción de las relaciones humanas, y en Volpi la corrupción romana de los funcionarios se asienta en la enunciación pornográfica propia de la circulación de imágenes en la contemporaneidad, Faciolince elige hacer una suerte de sociología topográfica donde la fe en los libros y el exilio, parecen la única salida para los escritores ante la violencia política. En suma, las novelas comparten algo que las emparenta con la notable Las Islas, de Carlos Gamerro: una construcción de escenarios donde el futuro se escribe lleno de elementos arcaicos, con fuertes continuidades hacia un presente que se proyecta como imposible de superar, y donde la ciudad muchas veces oficia de velado personaje principal.

Pero aunque en estos casos los escritores no dejen de ser representados muchas veces a través de una serie de lugares comunes (como periodistas mercenarios, o con la fatigante figura del escritor mártir), la conexión con sus biografías personales aparece en los paratextos. Alarcón dedica su libro a Javier Antonio Alarcón Guzmán, familiar suyo fallecido en 1989. Faciolince, por su parte, dedica el libro a su propio padre asesinado por comandos paramilitares, cuya historia se cuenta entre líneas. En la contratapa a la edición de 2007 de su novela, Volpi aclara que empezó a escribir La paz de los sepulcros en un viaje a Oaxaca en febrero de 1994, apenas un mes después del levantamiento zapatista y poco antes del asesinato del candidato a presidente del PRI Luis Donaldo Colosio, ocurrido en marzo de ese mismo año en Tijuana. Justamente, la novela incluye el asesinato de un importante candidato a la presidencia y la existencia de un mediático movimiento guerrillero.

Desde los géneros

Más allá de la imbricación directa entre historia personal y novela propia de los "escritores detectives", y de las diferentes formas de emergencia de lo biográfico en las obras que construyen un modo de abordaje más ficcionalizado aunque no necesariamente representacional, existen otras modalidades utilizadas por los escritores para abordar la violencia política y su posición frente al tema. La Cuarta Espada, de Santiago Roncagliolo, y a Muertos incómodos (falta lo que falta), escrita por Paco Taibo II y el Subcomandante Marcos, que fuera publicada por entregas entre 2004 y 2005 en el periódico mexicano La Jornada, intentan narrar la violencia política y tematizan el lugar de los escritores desde géneros asentados. La Cuarta espada ingresaría dentro del género editorial de los perfiles, esto es, libros que cuentan vida y obra de personajes mediáticos o famosos. En el caso de Roncagliolo, el libro surge casi como subproducto de la investigación emprendida para Abril Rojo, pero en este caso el escritor "abandona" la literatura para narrar, en primera persona, las peripecias de su investigación sobre vida y obra de Abimael Guzmán, ex líder de Sendero Luminoso ahora en prisión. Aunque el libro fue concebido como un producto comercial, y de hecho sus paratextos juegan a favor de esta lectura, no son muchas las diferencias con las novelas mencionadas anteriormente. En todo caso, lo que se narra además de la traumática historia de un movimiento como Sendero y de una personalidad como la de Guzmán, es el tránsito desde una posición ideológica muy marcada por parte del escritor cuya experiencia personal va siendo resignificada a medida que la investigación avanza.

Inscripta en el género policial, Muertos incómodos presenta una serie de curiosidades. El Subcomandante Marcos (bautizado por Regis Débray como "el mejor escritor latinoamericano vivo") invitó a Paco Taibo II a escribir la novela, que terminó formando parte de la serie del detective Belascoarán Shayne, personaje con el cual Taibo había escrito ya más de nueve libros. De naturaleza clásica, lo más interesante del libro está ubicado en la confluencia de la publicidad para el EZLN, el compromiso político de Taibo y el hecho de que ambos autores ceden las regalías y los derechos a una ONG de Chiapas. Hecho social y periodístico además de literario, la novela sirve también para que Marcos polemice con ciertas versiones oficiales sobre el movimiento zapatista. Así, el libro desmiente la versión del difundido La Rebelión de las Cañadas. Origen y ascenso del EZLN, y su autor, Carlos Tello Díaz, es acusado de trabajar a sueldo del ejército mexicano con el objetivo de desprestigiar al movimiento.

Queda en claro, entonces, que muchos son los abordajes y las posiciones que los escritores asumen frente a la realidad histórica que los atraviesa. Muchas veces, la mayor ambivalencia no significa, necesariamente, mayor inteligencia para pensar lo político, sino que funciona como mecanismo para eludir la reflexión sobre la propia posición. Pero también es cierto que, como se dijo en una discusión de blogs, ante el terrorismo de Estado y la lucha armada antidemocrática, "lo único políticamente incorrecto es el olvido".