martes, 8 de septiembre de 2009

Céline y los microodios Por Ramón Muñoz

No suelo aconsejar sobre lecturas sino sobre marcas de cerveza. Pero me dicen que en este espacio, otros columnistas, como Enric González, suele glosar libros, así que me emplearé en convencerles de mi lectura capital, Viaje al fondo de la noche, de mi héroe literario, el francés Louis-Ferdinand Céline. No está de más advertirles que, si son felices bajo los entándares de la ONU, estructurados familiarmente, con amigos y existencias previsibles, absténganse de abrir las tapas de este libro maldito entre los malditos. No les aportará más que zozobra gratuita. Pero si el resentimiento sin motivo concreto les reconcome, si les ha arruinado la vida un amante o si se sienten gobernados en el trabajo o en sus vidas por estúpidos de baba, corran a leer este tratado divino de la amargura y de la rebeldía.
Cayó en mis manos por casualidad a los 21 años y lo devoré en una madrugada. Nunca después tuve trato con droga alguna que me causara tanta excitación seguido de tal desplome vital. Su estilo es irrepetible. Un monólogo continuo con apariencia de jerga pero trabajado hasta la extenuación, que pareciera escrito a pachas entre Shakespeare y su sepulturero.
Céline fue un airado pacifista. Voluntario en la Gran Guerra, regresó mutilado y humillado. Lanzó un aviso a los parias como él que, al grito de "Nación" (¿les suena?), habían corrido a alistarse y ahora se veían atrapados en las trincheras, ateridos de frío, a mordiscos con las chinches y los obuses, olvidados por todos: "Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amarlos es porque van a convertirlos en carne de cañón". Sobrevivió como médico de los arrabales y al término de la II Guerra Mundial, sus compatriotas, que en su mayoría habían convivido plácidamente con los jerarcas nazis durante la ocupación, le condenaron por colaboracionista, y le marcaron con la mácula de la esvástica, que nunca se pudo quitar.
Céline, bendito asocial ("La moral de la Humanidad a mí me la trae floja, como a todo el mundo, por cierto"), enseñó que era posible escribir y engrandecerse odiando. Y no sólo a propósito de los odios genéricos, contra el poder o la guerra, de los que hablan los falsos poetas, sino sobre esos microodios homicidas que sentimos cien veces al día cuando por ejemplo, esperamos en una cola, alguien estornuda o llora un bebe en un avión. Los hizo suyos y nuestros en la mejor novela del siglo XX. Murió solo, loco y rodeado de perros.